Uno tiene la sensación de que a los líderes de la derecha se les ha acabado el discurso político. Las constantes referencias al adversario socialista –concretamente a Pedro Sánchez- en términos que nada tienen que ver con las ideas, con los programas o con los proyectos para mejorar el país, me hacen pensar que su obsesión por quien representa la opción rival con más posibilidades de que les haga sombra va más allá del simple temor. Parece como si la imagen del secretario general del PSOE hubiera llegado a convertirse en una fijación enfermiza en sus mentes, en una nada desdeñable paranoia persecutoria. Oír hablar machaconamente del Falcon, del ocupa de la Moncloa, del golpista o del amigo de los terroristas ofende a la inteligencia de muchos españoles, que se preguntan con razón si no será que no tienen otra cosa que decir.
Hace unos meses mantuve una interesante conversación con un buen amigo de la adolescencia y de la juventud, alguien con quien había perdido el contacto hacía muchos años. Cuando lo retomamos, después de varias décadas de no haber sabido absolutamente nada el uno del otro, nos vimos en la obligación de ponernos al corriente, entre tantas otras muchas cosas, de la evolución de nuestros respectivos pensamientos políticos, que simplificando resultaron ser el suyo neoliberal conservador y el mío socialdemócrata. A partir de ahí, puestas las cartas boca arriba, defendimos nuestras ideas en términos absolutamente políticos, con razonamientos económicos y sociales, sin aspavientos, sin mencionar siglas de partidos y sin recurrir a vulgares anécdotas que nos apartaran del debate principal. Un ejemplo de que las discrepancias políticas no son otra cosa que el contraste entre los modelos de sociedad que cada uno prefiere.
Si este intercambio civilizado de ideas se da entre particulares que mantienen posiciones políticas muy distantes -incluso antagónicas- sin que provoque enfrentamiento personal ni mucho menos menoscabo de la amistad, me pregunto por qué sucede que algunos líderes no sean capaces de utilizar un tono riguroso en sus discursos, sin anécdotas que rocen la inmadurez, sin insultos que los sitúen en el terreno de la educación chabacana. Y me contesto: quizá porque no tengan en este momento otra cosa que decir.
Acabo de leer en La Vanguardia que “crece la preocupación en el PP por la deriva que está tomando Pablo Casado”. Según este artículo (Carmen Riego), son muchos los dirigentes del Partido Popular que creen que su actual presidente se mueve a base de ocurrencias, sin rumbo, sin estrategia, forzando un giro a la extrema derecha que los aleja cada vez más del centro en el que alguna vez estuvieron. Es decir, hasta a sus fieles les sorprende el peligroso rumbo que ha elegido.
Lo peor que le puede suceder a un partido político es quedarse sin discurso político y sustituirlo por proclamas populistas. Y esto puede ocurrir por dos razones, la primera porque otros más avezados le estén pisando el terreno, la segunda porque su líder no sepa qué decir. Tengo la sensación de que aquí confluyen las dos causas. Pero allá ellos con sus discursos vacuos y sin sentido.
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