27 de abril de 2021

Callejeos por la ciudad

Leo que el verbo callejear significa andar por las calles sin dirección fija, sin un objetivo concreto o sin necesidad. Si a esta definición le añadieramos la condición de hacerlo con frecuencia, me atrevería a decir que una de las cosas que más me gustan es practicar lo que este verbo expresa. Me divierte el callejeo, ir de aquí para allá por las calles de la ciudad, sin propósito concreto o con alguna intención improvisada. No andar ni pasear, sino callejear.

Este deporte, que practico desde hace muchos años, tiene para mí varios alicientes. El primero, el de aumentar mi conocimiento de la ciudad en la que vivo. Tengo la sensación de que la mayoría de los que residimos en las grandes ciudades disponemos de una visión de conjunto del entorno que nos rodea, pero ignoramos por completo lo que contiene sus innumerables rincones. Recorremos casi siempre los mismos trayectos, aquellos a los que nuestra actividad diaria nos obliga, vemos pasar ante nuestros ojos calles, edificios y personas, pero no entramos en la observación detallada, porque no se ha despertado en nosotros la curiosidad. Vivimos en definitiva de espaldas a la ciudad.

El segundo aliciente que me supone callejear es el descubrimiento de aspectos desconocidos de la ciudad. Un callejero urbano, aunque pase cien veces por un mismo lugar, si presta la debida atención, siempre podrá descubrir algo nuevo. Son tantos los detalles que esconden las calles de una ciudad, que el viadante, si levanta la cabeza del suelo y contempla el caserío y el gentío y le toma el pulso al movimiento o a la quietud, se sorprenderá de lo que ahora ve y no había visto antes. Porque las ciudades están vivas, son la prolongación de sus habitantes, no sólo de los de ahora, también de aquellos que a lo largo de los siglos han residido en ella y han contribuido a su desarrollo.

Como no hay dos sin tres, me referiré a un tercer aliciente, el de la cultura. Porque la ciudad es un compendio de erudición y de sabiduría, en todos los aspectos que estas palabras sugieren, desde la Historia, con mayúscula, hasta el anecdotario, con minúscula. Es un museo polifacético, en el que se exhibe pintura, escultura, arquitectura, urbanismo y etnografía. Claro que para disfrutar de él hay que acudir con la lección aprendida, al menos con la capa de conocimientos imprescindible para encontrar los secretos escondidos.

Estoy leyendo ahora -mejor dicho, releyendo- un libro que se titula Historia del Casino de Madrid y su época, interesante ensayo, escrito por José Montero Alonso, que se publicó en 1971 y de cuya única, pequeña y descatalogada edición conservo un ejemplar como si fuera oro en paño. El libro disecciona la sucesión de hechos históricos que se produjeron en España a lo largo de los siglos XIX y XX. No es un libro de Historia al uso, sino la narración de los pequeños acontecimientos que rodearon a los grandes hitos. Cuando el otro día le tocó el turno a la corriente literaria del romanticismo, después de anotarme algunas direcciones y de consultar el callejero, me dirigí sin pensármelo dos veces al centro de Madrid, concretamente a los aledaños del Palacio Real, buscando la calle de Santa Clara, en uno de cuyos edificios vivía Mariano José de Larra cuando se suicidó. Pues bien, lo que empezó siendo una simple curiosidad por encontrar un portal determinado y una placa conmemorativa, acabó convirtiéndose en el “descubrimiento” de un rincón de Madrid, donde, entre otros interesantes edificios, se encuentra la Iglesia de San Nicolas de Bari o de los Servitas, a decir de algunos expertos la más antigua de la capital de España. Y un laberito de pequellas calles con pintorescos nombres, como la del Biombo, a la que desemboqué a través de un callejón cubierto, que ostenta el mismo nombre que la calle. Y una librería de lance, de esas que apenas quedan, y unas terrazas protegidas bajo unos soportales, en una de las cuales me senté un buen rato a tomar una cerveza, porque no todo va a ser cultura.

Es sólo un ejemplo, como decía, porque cualquier pretexto sirve. El caso es callejear sin rumbo fijo, escudriñar los rincones, desentrañar la ciudad. Porque la ciudad, no lo olvidemos, es el resultado del afán colectivo de sus habitantes a lo largo de los siglos, es el escenario en el que transcurre la vida de los que ahora residimos en ella.

23 de abril de 2021

Cariño, siéntate ahí

Ya me han puesto la primera dosis de la vacuna contra el coronavirus. Además, tengo cita para ponerme la segunda dentro de tres semanas, como aconsejan los investigadores y los virólogos. Lo que sucede es que como ahora algunos políticos pretenden desoír las recomendaciones de los expertos, por aquello de que los pataleos revoltosos les conceden réditos electorales, vaya usted a saber si nos retrasaran esta última sine die. Residir en Madrid trae como consecuencia vivir en vilo. Nunca sabe uno qué saldrá de la cabeza de su mandataria mayor.

Pero no es de esto de lo que hoy quiero escribir, sino del trato a los mayores. La enfermera de turno, ágil y pizpireta -todo hay que decirlo-, cuando me vio entrar en la sala, después de tasar con su mirada inquisidora mi edad, y por tanto sin ninguna duda sobre los años que pesan sobre mis espaldas, me espetó autoritativa; cariño, siéntate ahí y ve descubriéndote el brazo. Como uno a estas alturas de la vida ha sido testigo de tantas y tantas anécdotas, la conmiserativa y cercana bienvenida que recibí me recordó una escena que viví hace más de treinta años, cuando visitaba al padre de un amigo que estaba ingresado en un hospital. Una sanitaria, altiva, arrogante y altanera, le preguntó a gritos desde el quicio de la puerta, “Cariño, ¿has hecho caca?". Los que estábamos allí, amigos y familiares de los dos pacientes que ocupaban la habitación, cuando el otro contestó, con cierto bochorno y una voz que apenas se oía, que sí, que había cumplido con sus menesteres fisiológicos, nos miramos con indisimulada turbación en los rostros. A todos, la falta de respeto a la intimidad del enfermo nos había dejado perplejos.

Yo no me acostumbro a esta cercanía “cariñosa” tan al uso hoy. Son nuevas costumbres, ya lo sé, pero se trata de unas usanzas tan carentes de respeto que me resultan insoportables. Yo a la enfermera de la vacuna tenía que haberle contestado “sí chatita, me siento donde tú me digas, faltaría más, y me descubro el hombro y lo que haga falta”. Pero como no estoy entrenado, me limité a decir “gracias, señorita, es usted muy amable”. Alguna intención había en mi contestación, la de enseñar al que no sabe, que no deja de ser una obra de misericordia. Pero no fue más que una ironía gastada en vano, porque ella ni se inmutó.

Puede ser que sea porque me afecta muy directamente, pero no soporto que a los mayores se nos trate con la misma condescendencia que se utiliza con los niños. Algunos de estos jovenzuelos que así se expresan -mi vacunadora podía ser mi nieta- tratan a las personas mayores como deben tratar a sus abuelos en casa, como a criaturas indefensas y un poco ajenas a la realidad que las rodea, en definitiva, como a seres infantiles. Nadie les ha enseñado que una cosa es el respeto a los mayores y otra muy distinta considerarlos inútiles de cuerpo y mente.

Lo que sucede es que son muchos los que agradecen este trato humillante, que quizá, también por educación familiar, consideren cariñoso. Con lo cual contribuyen a alimentar la falta de consideración y por tanto la impertinencia. Si a esto le añadimos que los que no soportamos los melindres chabacanos no estamos dispuestos a molestarnos en llamarles la atención, entre otras cosas porque no serviría de nada, la rueda de la grosería continúa dando vueltas.

Puede ser que los mayores tengamos que cambiar de actitud y empezar a contestar con el mismo desparpajo que gastan ellos. Por ejemplo, si alguien te llama “cariño”, contestarle “amor”; y si el apelativo cariñoso es “cielo”, responder a su bienintencionado epíteto con el de “firmamento” o el de “paraíso” o el de “edén” o el de "bóveda celeste". Aunque a mí siempre me quedará, como decía arriba, el de “chatita”, mucho más sonoro y expresivo.

19 de abril de 2021

Terrazas y cerveza

Tengo un amigo que odia las terrazas de los bares. Nunca me ha explicado sus razones, pero sospecho que considera que tomar una cerveza al aire libre mientras contempla el ir y venir de la gente no le supone ningún atractivo y además lo considera una pérdida de tiempo. Yo confieso que, por el contrario, las adoro. Por supuesto que tengo mis preferidas, algunas de las cuales ya se han colado de rondón alguna vez en este blog. Pero me sirve cualquiera, de cualquier pueblo o ciudad, dentro o fuera de nuestras fronteras. El entorno es importante, claro está, pero hasta la más recóndita me sirve, siempre y cuando se ofrezca en ella buena cerveza, con su correspondiente tapa, y su situación me permita observar el bullicio local.

Con esto de la pandemia ha resultado que la temporada de terrazas se ha ampliado. Como las autoridades sanitarias recomiendan no frecuentar lugares cerrados, de repente estos espacios abierto han surgido por todas partes, para permitir que en cualquier época del año, con frío, con lluvia o con nieve, el amante del aperitivo sosegado no tenga que renunciar a sus acrisoladas costumbres. Además, para evitar el contagio, las mesas están bastante separadas unas de otras, de manera que, por si fuera poco, las conversaciones de los de al lado no interfieren tu ensimismamiento.

Digo ensimismamiento, porque la terraza te permite algo de introspección, la que procede de analizar con detenimiento qué hacen los paseantes, cómo se comportan los que te rodean y de qué manera va cambiando el ritmo del lugar. Porque los espacios abiertos, como si se tratara de seres vivos, tienen un compás y una cadencia que varían en función de la luz solar. A un observador meticuloso no le pasan desapercibidas estas variaciones, como a un cardiólogo no se le ocultan las alteraciones del pulso de sus pacientes. Sólo es preciso mirar y, si acaso, oír con atención los rumores callejeros.

Mi amor por las terrazas ha llegado al extremo de que, cuando alguien me recomienda que viaje a cualquier lugar del mundo, lo primero que hago es preguntar por sus terrazas. Sé que con este extraño interés me pueden mirar de arriba abajo como quien mira a un bicho raro sin catalogar. Pero no me importa. Si el lugar de su recomendación, además de catedrales góticas, fuentes monumentales y museos de arte, dispone de buenas terrazas, lo consideraré un buen destino. De otra manera, le faltaría ese toque de calidad que sólo aportan estos insustituibles lugares.

Decía antes que la pandemia ha sido causa de que se abran muchas terrazas que antes no existían. Además, sus propietarios se han visto obligados a dotarlas de algún sistema de calefacción, de manera que, aunque estemos en pleno invierno y la climatología sea adversa, se pueda disfrutar de ellas. Hace unos años hubiera sido imposible, con estas condiciones, encontrar alguna abierta, porque los interiores estaban disponibles y a nadie se le ocurría quedarse en el exterior a pasar frío. Yo espero que cuando la pandemia haya pasado las terrazas invernales continúen. Entonces podremos decir aquello de que no hay mal que por bien no venga. 

Se me olvidaba decir una cosa muy importante. Si además de una buena cerveza, una suculenta tapa y una interesante visión del movimiento ciudadano dispone uno en la terraza de la compañía de unos amigos, no hay nada en el mundo capaz de superarlo. Lo malo es que si éstos las odian, será difícil lograrlo.