30 de enero de 2023

Ser mujer en Afganistán

Son tantas las catástrofes humanitarias que asolan al mundo, que establecer un "ranking" de gravedad es prácticamente imposible. Ahora se habla mucho de la invasión de Ucrania, de la locura de Putin y del sufrimiento del pueblo ucraniano, porque las atrocidades están sucediendo muy cerca de nosotros, hasta el punto de que de manera directa o indirecta afecta a nuestro estado del bienestar de manera muy significativa. Sin embargo, siendo ésta una auténtica hecatombe, a mí me impacta mucho más la penosa situación a la que han vuelto las mujeres afganas tras la retirada de la OTAN de aquel país, a una falta  de derechos humanos que me parece de extrema gravedad y sobre la que apenas se habla en los medios de comunicación nacionales e internacionales.

Es fácil entender que las distancias aminoren los efectos dramáticos de cualquier noticia; pero a mí, después de la tan discutida intervención militar de occidente en aquel país, lo que está sucediendo en Afganistán me indigna. Las mujeres han vuelto a la irrelevancia, a la absoluta dependencia de los hombres, a continuar siendo ciudadanas de segunda categoría, sin derecho alguno a la educación universitaria. Han sido una vez más condenadas a la oscuridad, a no poder tener mayor aspiración en esta vida que la de ser esposas y madres sumisas. A la mitad de los seres humanos que habitan un país, que cuenta con aproximadamente cuarenta millones de habitantes, se le han cerrado por completo una vez más las puertas de los derechos humanos.

Pero a nuestro alrededor, quiero decir en occidente, no se oye ni una voz ni media de protesta, más allá de alguna condena de carácter oficial de esas que forman parte de la agenda de las organizaciones internacionales. Las sociedades occidentales, las opiniones públicas de los países del primer mundo guardan un absoluto silencio, como si aquel drama nada tuviera que ver con nosotros. Están muy lejos, pertenecen a una cultura que no entendemos y, como consecuencia, parece como si se tratara de un problema que no nos afecta.

Durante la ocupación de Afganistán hubo un cierto resurgir de los derechos de las mujeres afganas, que el optimismo de algunos hizo creer que había llegado para quedarse. Se pensaba entonces que, aunque los talibanes volvieran algún día al poder, no se atreverían a privar a la mitad de la población de lo que habían empezado a disfrutar. Incluso en los primeros meses, tras la retirada de las tropas occidentales, dio la sensación de que estaban respetando el statu quo. Pero lamentablemente aquello no fue más que un espejismo pasajero, porque el fanatismo religioso ha vuelto muy pronto a hacer de las suyas.

Lo peor de todo este asunto es que no tiene solución. Porque no creo que occidente vuelva a involucrase en una guerra impopular como fue aquella, una invasión que durante unos años se mantuvo en un equilibrio inestable, hasta que no hubo más remedio que ordenar la retirada. Los talibanes habían perdido algunas batallas, pero al final ganaron la guerra. Como consecuencia, las mujeres afganas volvieron al pozo oscuro al que la civilización en la que han nacido las ha condenado.

Insisto en que mí lo que me sorprende es el absoluto silencio de nuestras sociedades, que parecen ignorar la situación. No puedo entender cómo occidente se ha olvidado de las afganas, cuya condena a la insignificancia social no ocupa ni media página en los medios de comunicación ni media frase en los discursos de los dirigentes, incluyendo en ellos al papa de Roma. Se ignora por completo que se trata de un auténtico genocidio intelectual.

Como me ocurre tantas veces en este blog, la indignación me lleva en ocasiones a escribir reflexiones para desahogarme. Pero lo malo es que en este caso ni siquiera lo consigo, porque sé que en el mundo existen demasiadas afganas y demasiados talibanes.

26 de enero de 2023

Por los caminos de España

Siempre he considerado que en cualquier viaje turístico hay tres etapas, todas ellas interesantes, primero la preparación, después el desarrollo y por último los recuerdos de la experiencia. Como los años debilitan las capacidades físicas, pero no impiden que uno siga teniendo ilusiones, desde que la pandemia nos privó durante una buena temporada de viajar al extranjero, nosotros en los últimos años hemos sustituido estas escapadas por otras más cómodas y no menos atractivas, por recorridos de varios días a través de comarcas españolas. Fijamos la residencia en algún lugar que nos parezca bien situado, para desde allí y de forma radial conocer todo aquello que a su alrededor merezca la pena. Las colas en los aeropuertos, las rodillas clavadas en el respaldo del viajero de delante durante los vuelos y el ajetreo de las maletas están de momento aparcados, no digo para siempre, porque nunca se puede decir de este agua no beberé. En cualquier caso, que nos quiten "lo bailao".

En realidad, esta modalidad no es para nosotros algo nuevo, porque siempre hemos alternado los viajes al extranjero con los recorridos por España. Pero lo que sí es una novedad es la frecuencia, que ahora, al disponer de más tiempo, procuramos que sea mayor que antes. Por eso, ya tenemos preparadas algunas de las excursiones que nos proponemos hacer este año, con las reservas de los hoteles cerradas. Si surgen inconvenientes de última hora siempre se pueden cancelar, pero anticiparnos nos ayuda a planificar  mejor.

Como nos encantan las estancias en los paradores, siempre que es posible los utilizamos. Suelen estar situados en lugares emblemáticos y por tanto en comarcas que despiertan nuestra atención. No nos importa que sea verano o invierno, que haga calor o frío. Lo único que nos podría disuadir es la lluvia; pero las previsiones que hacen en nuestros días los meteorólogos inspiran confianza, lo que no impide que algunas veces nos hayamos llevado algún chasco. En estos casos, cuando la lluvia nos sorprende en pleno viaje, no cabe otra alternativa que volver a planificar itinerarios y sacarle el máximo provecho a la situación. Todo menos volver precipitadamente a casa.

Los viajes constituyen además una buena fuente de inspiración. Por eso tomo notas y redacto después mis impresiones, un complemento que me resulta muy gratificante. Aunque no siempre lo haya hecho, me propongo escribir y publicar los que hagamos en adelante, aunque sepa que llegará un momento en el que ni estas cómodas excursiones nos apetecerán, entre otras cosas porque dependemos de nuestro coche y la capacidad de conducir tiene fecha de caducidad.

El próximo viaje será en febrero a Ávila, desde donde nos proponemos explorar la vertiente norte de la sierra de Gredos, las comarcas ribereñas del Tormes y por supuesto la propia ciudad, que, aunque la hayamos visitado en varias ocasiones, sabemos que nos quedan muchos rincones por descubrir. Parece ser que es la capital de provincia más alta de España, por lo que el frío está garantizado. Pero como confiamos en que en esas fechas no estén las carreteras nevadas, no hay por qué arredrarse.

Después vendrán otras excursiones, como una a Ribadeo, cuya reserva en el parador ya está hecha y los planes correspondientes en desarrollo. Hace dos años visitamos la Mariña Occidental -Porto do Barqueiro-, por lo que con este viaje nos proponemos conocer la Oriental, y así rematar nuestras impresiones sobre el fascinante litoral lucense. Además, haremos alguna incursión en Asturias, situada al otro lado de la ría del Eo.

Lo cuento hoy aquí, porque, si las fuerzas no me flaquean, en su momento escribiré mis impresiones en este blog. Confesarlo por adelantado es una manera de comprometerme con los que se asoman de cuando en cuando a estas "irreflexiones". Mi amor propio me impedirá así echarme después atrás.

21 de enero de 2023

El arte de tapear

Padre: me acuso de que me gusta tapear. Nunca me postro ante un confesionario, pero, aunque lo hiciera, jamás diría lo anterior. Porque tapear no es un pecado, sino una excelsa virtud, por no decir un arte. No me refiero al tapeo como sustituto de la comida con mantel y cubiertos, que nunca me ha gustado, sino al hecho de sentarse en una terraza a la hora del aperitivo, pedir alguna cervecita o vinito acompañados de una tapa y echar un rato con el pensamiento perdido entre las musarañas. Sin prisas, sin apreturas, sin que nadie te moleste. Quizá en vez de tapear hubiera sido más apropiado decir “barear” -de bar, no de vara-, pero así evito las comillas.

Sin embargo, por lo menos en Madrid, se está poniendo difícil practicar este arte, porque los criterios de rentabilidad empresarial proponen que, a partir de cierta hora, los camareros preparen las mesas para comer y, por consiguiente, no dejen que se sienten los que simplemente pretenden tomar un aperitivo. No quiero generalizar, porque la ciudad es muy grande; pero sí llamar la atención sobre algo que está sucediendo y que lleva trazas de extenderse en todas las direcciones de la rosa de los vientos. Como diría un castizo, el progreso es lo que tiene.

Menos mal que uno dispone ya de muchas tablas y sabe dónde encontrar lugares que todavía se mantienen fieles a las viejas usanzas. Pero la verdad es que la plaga se va extendiendo y amenaza con acabar con tapeos y “bareos”. Porque incluso en algunos lugares de la costa, de esos que llamamos turísticos, cuando antes los paseos marítimos estaban repletos de terrazas donde tomar el aperitivo, bajo una sombrilla o a pleno sol, ahora empieza a ponerse difícil tomar el aperitivo o, como todavía dicen algunos, tomar el vermut. Uno vislumbra a lo lejos unos prometedores toldos que anuncian la presencia de una terraza, se le empieza a hacer la boca agua pensando en el pincho de tortilla y en la loncha de chorizo, y cuando llega se encuentra con las mesas preparadas para recibir a los comensales, con unos insidiosos cubiertos protegiendo el territorio.

Hace unos días, sin ir más lejos, paseando por el barrio de Chamberí después de haber cumplido con unas gestiones que a mi mujer y a mí nos habían llevado hasta allí; y dado que era una hora muy adecuada para el aperitivo, nos pusimos a buscar infructuosamente alguna terraza donde tomar una cerveza. Después de varios intentos fallidos, al borde de la desesperanza, decidimos cambiar de distrito. Cruzamos La Castellana y nos introdujimos en el de Salamanca. Ídem de Ídem, hasta que, en una cafetería, arrinconados en su exigua barra, pudimos resarcirnos de los agravios recibidos por los hosteleros madrileños, mientras las mesas de alrededor, sin comensales, pero protegidas por manteles y cuberterías, despertaban nuestra envidia.

Esto ya no es lo que era. Puedo soportar muchas cosas porque la vida me ha ido endureciendo poco a poco. Pero que me priven del placer de perder el tiempo sentado en una terraza, con una cerveza bien tirada frente a mí y un plato de gambas blancas pidiendo a gritos que cumpla con mi obligación de saborearlas, es algo que me resulta demasiado duro. Sé que, como decía arriba, todavía quedan reductos que resisten la barbarie de las modas; pero cuando antes no tenía ninguna preocupación al elegir el lugar de mis paseos, porque fuera donde fuera había con seguridad alguna terraza disponible, ahora tengo que pedirle a Google que me oriente.

Si seguimos así, hasta desaparecerá el nombre de bar, pero no para recuperar el antiguo y bonito de taberna, sino para sustituirlo por el de restaurante, con un gran cartel en la puerta que diga: prohibida la entrada a los que sólo buscan perder el tiempo dando coba a una simple cerveza y a una mísera tapa, porque apenas dejan dinero y no están los tiempos para larguezas.

18 de enero de 2023

Los "imperios" del siglo XXI

Como soy un modesto aficionado al estudio de la historia de lo que llamamos el Imperio Romano, nunca he podido evitar establecer comparaciones entre lo que significó en su momento aquel interesante periodo de la humanidad con la influencia que ejercen hoy los estados hegemónicos en sus respectivas áreas de influencia. Estados Unidos, salvando las distancias de todo tipo que existen entre los dos modelos -el romano y el americano-, es un país que en ciertos aspectos supone con relación a sus aliados lo que supuso Roma en el conjunto de territorios que configuraban su área de expansión. Porque de la misma manera que grandes zonas nunca fueron provincias completamente romanizadas, a los países del bloque occidental, aunque sean soberanos, el juego de los equilibrios geoestratégicos los obliga a mantener solidos lazos con Washington.

En contra de lo que suele creerse, las provincias romanas nunca fueron sometidas por completo al poder de Roma, entre otras cosas porque ésta no contaba con capacidad militar suficiente para ello. Su ejército era poderoso y muy bien organizado, incluso temible, pero la extensión geográfica nunca hubiera permitido la creación de un único estado, en el sentido que hoy damos a esta palabra. Su manera de dominar se basaba en alianzas con las autoridades locales, a las que no remplazaba, sino que manejaba con mayor o menor habilidad. El resultado fue el mismo que si se hubiera impuesto por la fuerza, pero sin necesidad de utilizarla, salvo para proteger a sus propias autoridades destacadas, los gobernadores, quienes en realidad actuaban como si fueran embajadores o, si se prefiere, como defensores de los intereses del imperio.

Por eso digo que los países hegemónicos de hoy actúan de manera similar, insisto en que salvando las distancias, que son muchas y muy grandes. Ucrania, una vez disuelta la URSS, está pretendiendo desligarse del “imperio” ruso y pasar a integrarse en el americano. Por supuesto que sus representantes no lo dicen así, sino que suavizan el alcance de su pretensión interponiendo a Europa. Pero si se concluye que Europa forma parte de este segundo supuesto “imperio”, se cierra el círculo.

Vistas las cosas así, nada tiene de particular que los países de la Unión Europea no hayan dudado ni un instante en tomar partido a favor de las pretensiones ucranianas, porque no les es indiferente que este importante estado se coloque en un lado o en el otro, ya que aportará mucho a los que estén en el que Ucrania se termine ubicando geoestratégicamente y perjudicará a los que se alinean en el contrario. Por consiguiente, no debemos extrañarnos de estar metidos en el conflicto, aunque sea de manera indirecta.

Que nadie al leer esto piense que estoy defendiendo los imperios del siglo XXI. Ni los defiendo ni los ataco, me limito a constatar que de hecho existen, nos guste o no, porque mis ideas al repecto serían objeto de una reflexión que hoy no toca. En cualquier caso, este artículo no deja de ser una elucubración simplista por mi parte, que me ayuda a entender mejor los complejos equilibrios de la política internacional, donde los ciudadanos de los países medios o pequeños no entendemos muchas veces qué se cuece en el tablero internacional. Nos vemos manejados por hilos invisibles, cuando en realidad todo responde a un juego de equilibrios en el que estamos obligados a participar.

Si se tiene en cuenta lo anterior, se entienden mejor los compromisos internacionales. Hay una izquierda radical europea que denuncia constantemente que la Unión Europea siga a pies juntillas las políticas dictadas por USA. Creo que se trata de una ingenuidad, porque hoy por hoy cualquier país está obligado a alinearse, con unos o con otros. De ahí que cuando levantan la voz contra la intervención en Ucrania se les reproche inmediatamente que se están poniendo del lado del otro “imperio”, el ruso. Porque no hay otra posibilidad.

Quizá algún día Europa gane hegemonía, sea de verdad independiente de las decisiones de otros y pueda elegir con plena autonomía lo que le interesa en cada caso. Entonces empezará a hablarse del “imperio” europeo.

14 de enero de 2023

La importancia de la voz

Siempre me he considerado un pésimo fisonomista, defecto que ignoro si procede de mi falta de retentiva visual o del poco interés que pongo al fijarme en los rasgos faciales de las personas que me rodean. Me estoy observando y quizá algún día dé con la clave de mi limitación. Por el contrario, creo que dispongo de una capacidad auditiva que me permite captar con cierta facilidad los detalles de las voces que oigo. Algunos a esta cualidad la denominan buen oído, pero yo supongo que debe de haber algo más, aunque no sabría explicar qué.

Esta supuesta facilidad auditiva me lleva a ser muy crítico con los doblajes de las películas. Dicen que si en España se utilizaran subtítulos como en tantos otros países, los españoles hablaríamos más idiomas. No lo sé, pero lo cierto es que nos hemos acostumbrado a la superposición de unas voces en nuestro idioma sobre la banda sonora original, algo de lo que a mí personalmente me costaría trabajo prescindir.. De ahí que considere la calidad del doblaje como algo tan importante, porque en definitiva constituye uno de los ingredientes del cine. Si es malo puede anular a los restantes componentes o, al menos, disminuir su relevancia.

Cuando decidí escribir sobre este tema, me puse a leer algunas teorías sobre la voz humana y sobre la comunicación oral. Pero como no se trata de dar aquí una lección sobre el asunto, entre otras cosas porque mis conocimientos son escasos, me voy a limitar a reflexionar sobre algunos aspectos, aquellos que en mi opinión hacen que las voces suenen bien o suenen mal. 

Una de las características de la voz es el tono, algo que, al depender de la constitución de nuestras cuerdas vocales, es poco modificable, salvo que se fuerce la garganta como hacen los imitadores. Por mucho que nos empeñemos en regular el tono de la voz con la que hemos nacido, poco podemos hacer para modificarlo. Nuestra comunicación oral será siempre aguda o siempre grave.

No obstante, hay otras características, como el ritmo y la intensidad, sobre las que sí se puede y se debe actuar, porque es posible controlar el primero y modular la segunda. De manera que, aun con un tono poco agradable, es posible mejorar la expresión oral. Supongo que éste será un aspecto en el que las escuelas de interpretación pondrán mucha atención, porque no hay buenos actores ni actrices con voces desagradables.

Me acuerdo de aquella manera de hablar tan peculiar que tenía la inolvidable Gracita Morales, una actriz que supo aprovechar el tono de su voz en beneficio de la carrera profesional que había escogido, por supuesto interpretando papeles cómicos. Sin renunciar al que tenía, poco agradable al oído, supo utilizar adecuadamente otros factores. O la de aquel famoso y simpático crítico de cine, Alfonso Sánchez, que cuando hablaba no necesitaba presentación. Son dos ejemplos que traigo hoy aquí para insistir en que, aunque se tenga un mal tono de voz, se puede sacar partido a la expresión oral.

José Sacristán o José Coronado, por ejemplo, no se hubieran convertido en unos grandes actores si no fuera porque la naturaleza los dotó de unas voces de tono muy agradable. No digo que sólo con ello hubieran triunfado, pero estoy seguro de que parte de sus éxitos se lo deben a la voz. La lista sería muy larga, porque nuestras artes escénicas han contado siempre con unas voces, femeninas o masculinas, de gran calidad, una ayuda extraordinaria para la interpretación.

Si además se sabe utilizar la voz para expresar alegría o tristeza, ánimo o desanimo, fortaleza o debilidad mediante técnicas que están al alcance de quien se lo proponga, la buena expresión oral está garantizada. Porque no hay voz más desagradable que la que sólo expresa monotonía inexpresiva. Ni menos adecuada para transmitir noticias que esas en off, hoy bastante frecuentes, que parecen imitar a pregoneros de los de antes, aquellos de trompetilla y por orden del señor alcalde.

Y lo dejo aquí, porque me estoy quedando sin voz.

9 de enero de 2023

Nadie vive donde quiere

No pretendo ser axiomático, porque nunca me ha gustado defender proposiciones o enunciados que no requieran demostración. Sin embargo, hoy me atreveré a mantener  aquí que todos, salvo raras excepciones, hemos fijado nuestra residencia donde las circunstancias de la vida nos han llevado. Se oye con frecuencia decir que en vez de vivir en una ciudad hubiéramos preferido hacerlo en  un pueblo, o al revés; pero lo cierto es que suelen ser pensamientos divagatorios, sin mayor pretensión que las de imaginar por unos momentos que no somos lo que en realidad somos. Es una manera de pasar el rato, como cuando se habla del tiempo.

Supongo que algunos al leer lo que acabo de expresar dirán que su caso es especial, que ellos han conseguido vivir donde siempre han querido. Pero mucho me temo que los que así objeten mi aseveración no estarán diciendo toda la verdad, no porque mientan, sino porque no se han puesto a analizar con objetividad el cúmulo de circunstancias de su vida que los ha llevado a residir donde residen.

Sucede que, cuando se es mínimamente optimista, se ejerce el principio de hacer de la necesidad virtud, es decir, convertir lo nevitable en lo deseado, actitud que, sin negar sus efectos saludables para la mente de quien la ejerce, no deja de ser un ardid para dar la espalda a la realidad. Yo, por ejemplo, cada vez que descubro algún lugar del planeta que me parece idílico, mi mente se pone a especular sobre cómo sería mi vida si viviera allí; pero siempre termino pensando que no cambiaría mi ciudad por otra, ni  mi calle ni mi portal ni mi piso. Sé que estoy haciendo de la necesidad virtud, pero me ayuda a no meterme en disquisiciones infructuosas y sin sentido.

Recomendaría a los que se pasan el día dándole vueltas a las incomodidades del lugar donde residen que meditaran con detenimiento en qué cambiaría su existencia con un cambio. No me refiero, por supuesto, a mudarse a un nuevo piso dentro de su pueblo, de su barrio o de su ciudad, sino a modificar por completo la forma de vida mediante un cambio drástico de lugar, esas entelequias con las que todos jugamos con frecuencia, sobre todo cuando alguna de las circunstancias que nos rodean no son del todo de nuestro agrado. Es muy posible que, si de verdad analizan la situación con detenimiento, concluyan que su insatisfacción no procede del lugar donde viven, sino de causas completamente ajenas a esta circunstancia.

¿Alguien cree de verdad que si deja la ciudad y se va a vivir al campo será más feliz? Mucho me temo que no, porque su mente se ha acostumbrado a un escenario que posiblemente echará de menos en medio de la tranquilidad rural. O, por el contrario, ¿alguien acostumbrado al silencio y a la paz de un pequeño pueblo está de verdad convencido de que en medio del ajetreo de una gran ciudad se acabarán sus frustraciones? Estoy convencido de que no, porque la insatisfacción no distingue las ciudades de los pueblos, es algo que creamos nosotros mismos, sin darnos cuenta.

Es verdad que yo me siento a gusto viviendo en una urbe y por tanto se me puede acusar de parcial en este tema. Pero es así no porque lo lleve en los genes, sino porque la realidad de la vida me ha convertido en  habitante de una gran ciudad, a la que cada día que pasa me siento más ligado, en vez de acusarla de todas las desdichas que me sucedan. Al fin y al cabo, eso que llamamos felicidad es algo tan subjetivo, tan inmaterial, que sólo hay una forma de conseguirla, mediante el ejercicio de la mente.

Hay un viejo chiste -algo grosero y que por conocido no voy a repetir- que termina recomendando que dadas las circunstancias lo mejor es relajarse y procurar disfrutar. 

Pues eso.

5 de enero de 2023

Pachi, ¿estamos a por setas o a por Rolex?

 

He sacado este título de un viejo chiste vasco, en el que dos aficionados a buscar setas en el monte se plantean un dilema, si continuar con lo que habían ido a hacer u olvidarse de su propósito inicial y coger un valioso reloj que uno de ellos ha encontrado entre la maleza. Es un chiste, como digo, pero bien podría ser una parábola. Lo traigo hoy aquí porque me sirve de introducción al tema que quiero tratar, el de no poner el foco en lo anecdótico o marginal y, como consecuencia, hablar de lo importante. Porque llevamos un tiempo asistiendo a unos debates políticos en los que parece que algunos se han olvidado de cuál es el propósito fundamental de los programas que está desarrollando este gobierno progresista.

En el llamado conflicto catalán, la pregunta que hay que hacerse es: ¿qué es lo que de verdad importa? Cuando algunos discuten este tema, parece que lo que menos les preocupe es que los catalanes abandonen las veleidades secesionistas y se encuentren a gusto formando parte del estado español. En vez de poner los medios para procurar una convivencia amable, solidaria y sin resquemores, fomentan la desunión, porque son incapaces de reconocer que en el fondo del problema lo que existe es una secular desconfianza entre unos y otros. El problema no ha nacido hoy, sino que lo venimos arrastrando desde que el centralismo borbónico dejó de reconocer mediante los Decretos de Nueva Planta las instituciones catalanas, que no eran artificiales sino consecuencia de la Historia. Aquello abrió una herida que nunca se ha cerrado del todo, lo que propicia que ciertos irresponsables la utilicen para remar a favor de quimeras separatistas, en unos tiempos en los que prima la unión sobre la separación, y que otros, no menos irresponsables, la manejen a favor de sus intereses partidistas.

Hay algunos a los que no les preocupa acabar con la desconfianza, sino que prefieren imponer la autoridad central en vez de convencer. Les da lo mismo que los catalanes acepten o no que forman parte de España, sino que lo único que está en sus mentes es borrar las diferencias, porque creen que de esa manera se acabaría el problema secesionista. Os guste o no, dicen, aquí todos somos españoles. ¿Qué es eso de defender vuestro idioma? Dejaos de pamplinas y hablad como los demás.

Por eso es difícil que algunos entiendan que las mesas de diálogo o que las modificaciones del código penal para equipararlo a los de nuestro entorno son políticas que intentan recomponer platos rotos, acabar con la desconfianza y construir un modelo de convivencia en el que, sin renunciar a las diferencias de carácter cultural, se abandone el soberanismo. Por supuesto que siempre habrá quien se mantenga en sus trece y continúe con la matraca. Pero si con políticas de acercamiento se consiguiera que una inmensa mayoría abandonara por convencimiento la tendencia separatista, se habría logrado el objetivo, no el de mantenerlos unidos a España, sino el de que quieran mantenerse unidos.

Lo que sucede es que algunos prefieren seguir con el actual nivel de confrontación, porque políticamente les interesa. Se trata de mantener viva una situación que une a muchos contra un supuesto enemigo común, aunque sepan que así nunca lograrán acabar con el problema. Creen que de esa manera salen beneficiados en las urnas, que es lo único que de verdad les interesa. El que todos los territorios de España permanezcan unidos lo dan por hecho, y no les importa que sea o no por convencimiento. Por tanto, no entienden que ahora se intente arreglar la situación por la vía del diálogo.

El actual gobierno está en el empeño de cambiar el rumbo del secesionismo catalán. Sabe perfectamente que las medidas que está tomando no van a ser entendidas por algunos, pero se mantiene firme en sus políticas de acercamiento. Eso lo percibe una gran parte de la ciudadanía catalana y no catalana como positivo, algo que la oposición no está dispuesta a permitir. De ahí que hayan incluido este asunto en su política de acoso y derribo, en su estrategia electoral.

Por eso hay que recordarles de vez en vez que ahora el gobierno está a por setas y no a por Rolex.

1 de enero de 2023

La Fe, con mayúscula, y la superstición, con minúscula

Hablaba yo hace unos meses con una buena amiga, de sólida formación académica -que además ha dedicado toda su vida laboral a la docencia-, de esos temas tan difíciles de abordar como son los que rondan las creencias religiosas de las personas. La intención no era esa, pero ya se sabe que las charlas con vino, jamón y queso, si no se pone el esmero necesario, acaban yéndose por donde ellas quieren y no por donde los conversadores hubieran querido. No digo que no fuera interesante, que lo fue y mucho, entre otras cosas porque el tema a mí me atrae y mi interlocutora, no sólo no lo eludió, sino que parecía disfrutar con la discusión.

Todo empezó porque ella mencionó el pasaje del Nuevo Testamento en el que Jesús camina sobre las aguas del lago Tiberíades sin hundirse. Le dije que suponía que ella no creía que eso hubiera sucedido de verdad y me contestó que por supuesto que lo daba como cierto. Yo añadí entonces que para mí no era más que una superstición, a la que ni siquiera le encontraba intención simbólica, sino tan solo una manera de engrandecer la figura del nazareno en una época en la que este tipo de milagros no se discutían.

Ella, entonces, echó mano del diccionario de la lengua para demostrarme que una superstición es algo que nada tiene que ver con los milagros. Me leyó lo que dice la Academia sobre aquel vocablo: “Creencia que no tiene fundamento racional y que consiste en atribuir carácter mágico o sobrenatural a determinados sucesos”. Creo que fue en ese preciso momento cuando ella cambió de tema, aunque continuáramos tapeando durante un buen rato, porque ya se sabe que lo cortés no quita lo valiente. Una cosa es la metafísica y otra muy distinta la física. La primera se difumina como lo hacen los vapores del éter, la segunda se palpa y tiene color, sabor y olor.

Desde mi respeto a los creyentes, lo que me resulta muy difícil de eludir es el debate sobre los aspectos artificiales que adornan las creencias con mucha frecuencia, mitos, historias increíbles, milagros, fábulas, ficciones o cuentos, que suele ser adornos con los que los apologetas, profetas y predicadores de cualquier religión pretenden ensalzar las figuras de sus santos y deidades. A mí siempre me ha dado la sensación de que estos añadidos o aditamentos en los textos religiosos o en la tradición oral sólo persiguen engrandecer mediante el relato de hechos sobrenaturales la figura que se trate de resaltar, algo que va por lo general contra la propia esencia de la doctrina.

Siempre he sostenido que las jerarquías religiosas deberían salir al paso de estos estrambóticos pasajes y explicar a sus fieles que son producto de otras épocas, cuando la falta de formación recomendaba a los divulgadores de las doctrinas utilizar retóricas asequibles, situaciones llamativas y reclamos que impactaran en unas mentes muy alejadas del conocimiento científico. Deberían advertir a sus feligreses que toda esa parafernalia milagrera es producto de otros tiempos. Es posible que así las doctrinas religiosas, despojadas de tanta maravilla y prodigio, y centradas en los mensajes fundamentales, tuvieran más aceptación o, por lo menos, no provocara tantos rechazos.

Quizá ahora, cuando hasta la existencia del infierno -nada más y nada menos que la condenación eterna por los pecados cometidos durante nuestra breve existencia- está en revisión, sea el momento de despojar a las religiones de innecesarios efectos especiales.

Aunque doctores tienen las iglesia, las de acá y las de acullá.