31 de diciembre de 2018

Malditos aeropuertos

En realidad el adejetivo malditos sobra, porque mencionado el sustantivo aeropuerto la maldición se supone como el valor se suponía en la desaparecida mili. Volé por primera vez en mi vida recién nacido, aunque naturalmente de aquel primer vuelo no recuerde nada. Después, primero por circunstancias familiares, más tarde por requerimientos profesionales y en los últimos tiempos por eso que algunos –no sé por qué- llaman placer, no he dejado de hacerlo a lo largo de toda mi vida. Por eso, si tuviera un mínimo de capacidad para la escritura y algo más de voluntad en la sesera, podría escribir una novela, un ensayo y hasta un tratado científico sobre esta resbaladiza materia. Pero como para tan pretenciosa tarea me faltan fuerzas, voy a limitarme a referir algunas impresiones sobre el asunto.

De la misma manera que el ilustre Arias Cañete nos confesaba hace ya algún tiempo que recordaba con nostalgia aquellos camareros uniformados que servían el café con protocolo versallesco, yo echo de menos los viajes de los años cincuenta y sesenta, cuando, y no exagero demasiado, se facturaba nada más llegar, en las salas de espera se podía uno sentar sin menoscabo de su integridad física, la megafonía se oía con claridad, no había pasillos sin final que recorrer, las pocas indicaciones se entendían porque estaban escritas en caracteres latinos y no en jeroglíficos egipcios, y nadie te cacheaba porque el simple hecho de viajar en avión excluía que uno perteneciera al hampa; y luego, ya en el avión, te encontrabas con una amable azafata o con un simpático auxiliar de vuelo para atender a cada siete u ocho pasajeros, no sólo para indicar lo del respaldo vertical, lo del cinturón de seguridad, lo del chaleco salvavidas y lo de las puertas de emergencia. Además, la comida era buena y las maletas no se perdían nunca.

No voy a describir los sinsabores que proporciona viajar ahora en avión, porque cualquiera que lea estas impresiones sabe perfectamente de qué estoy hablando. Me limitaré simplemente a contar alguna reciente experiencia personal. Un viaje de Madrid a Moscú, con escala en París, y regreso desde San Petersburgo, también con la correspondiente parada en la capital francesa. Salida de Barajas a las 11.30 de la mañana y llegada a la capital de Rusia a las 12 de la noche hora local, una menos en España. La vuelta por supuesto por el estilo, porque los vientos de cola al parecer aquel día no servían de nada. Las dos escalas en la ciudad de la luz y del amor dantescas. Corredores interminables, cambio de edificio en autobuses sobrecargados, nadie a quien preguntar, letreros confusos, indicaciones contradictorias y nuevos controles policiales, uno en cada cambio de terminal y otro en cada acceso a la zona de embarque. Cacheos, fuera zapatos y cinturones, y parpadeos y sirenas en los arcos de acceso. El aeropuerto moscovita tan vacío a aquella hora como lo deben de estar las estepas rusas. El de la ciudad de Catalina la Grande tan concurrido que uno se hacía daño en los codos para avanzar.

No, esto no es lo que era y además empeora a pasos agigantados. Por eso, me estoy planteando reducir mi ámbito viajero a un radio que pueda abarcar en coche o si acaso en tren. No aguanto los aeropuertos y no soporto el martirio que supone que las piernas no te quepan entre tu asiento y el de delante. Sufro esperando las maletas. Me estreso cuando me veo en esos fatídicos corredores anteriores al control de pasaportes, más aptos para reses que para seres minimamente humanos. Me salen erupciones en la piel cuando el funcionario de turno me obliga a quitarme los zapatos y el cinturón. Tiemblo cuando paso el arco detector de supuestas ignominias. Reniego cuando no encuentro un lugar donde sentarme en la sala de espera. Se me hace interminable la cola que se forma para entrar en el avión, con la tarjeta de embarque en una mano, el pasaporte en la otra y el equipaje de mano en el suelo empujado a patadas.

Que alguien me diga si merece la pena viajar así. No me valen las opiniones de la gente joven. Trampas no, por favor.

29 de diciembre de 2018

Sin complejos

Creo que fue Aznar quien dijo hace ya bastantes años aquello de que la derecha española debería quitarse los complejos de inferioridad de encima y defender su conservadurismo sin tapujos. Parece que ahora, algún tiempo más tarde, su recomendación ha calado en la mente de muchos españoles, entre otras cosas porque la oferta conservadora desde entonces se ha multiplicado por tres. José Luis Rodríguez Zapatero, con cierta agudeza retórica, denomina al triunvirato que gobernará en Andalucía three party, porque aquello de tripartito está ya demasiado manoseado. La alusión al tea party de la derecha ultraconservadora de los Estados Unidos viene aquí que ni pintada.

No seré yo quien discuta el resultado de unas elecciones democráticas. Pero sí seré quien le saque punta al lápiz para escribir algunas ideas sobre el laboratorio político en que las circunstancias han convertido a la Comunidad Autónoma de Andalucía, porque todo hace pensar que lo que allí está ocurriendo pueda repetirse en otras comunidades, e incluso en las elecciones generales que, tarde o temprano, acabarán llegando.

Pero en realidad, ¿qué está sucediendo? Primero, y quizá lo más importante, que la derecha en su conjunto se ha quitado los complejos de encima. Le ponen apellidos a las distintas tendencias –centro derecha, derecha o extrema derecha- pero en realidad las diferencias son tan pequeñas que ni se notan. La prueba está en que el PP firma acuerdos con Vox ante los focos y sin disimulos e incluso sus líderes explican que en sus respectivos idearios hay muchas coincidencias, aunque no expliciten cuáles, porque a tanto no se atreven.

En segundo lugar, Ciudadanos anda intentando disimular su cambio de chaqueta, aunque se le note todo, como decía Pepe Iglesias, el Zorro, aquel humorista argentino tan popular en la España de los años cincuenta y sesenta. Sus más preclaros portavoces proclaman que su único aliado es el PP, al que hasta hace poco denigraban hasta la afonía, pero hay que ser corto de entendederas, lento de pensamiento, para no ver la realidad de hasta dónde están dispuestos a llegar. Nacieron conservadores, crecieron oportunistas y se mantienen adheridos como lapas a las corrientes triunfadoras. Sólo hay que recordar cómo hasta hace muy poco apoyaban al gobierno de Susana Díaz y cómo ahora la han convertido en su mayor enemigo.

De Vox poco voy a decir, simplemente que los de Santiago Abascal se lo deben de estar pasando teta con tanta publicidad gratuita sobrevenida. Ya disponen de una tribuna y es de esperar que la utilicen con descaro. Del trío ganador son los únicos que nunca han tenido complejos. Son lo que son y los tomas o los dejas.

Volviendo al three party, conviene recordar lo que vino después del tea party: nada más y nada menos que Donald Trump, éste sí que sin complejos. En España, candidatos para emular al actual presidente norteamericano no faltan, Lo que ocurre es que están repartidos en tres formaciones políticas y por tanto es difícil saber de dónde saldrá el ganador.

Una vez eliminados los complejos que estorbaban, todo vale. Y, si no, al tiempo.

26 de diciembre de 2018

Yo soy yo y mis rutinas

No conozco a nadie que no viva inmerso en sus rutinas o, dicho con algo más de elegancia, en sus costumbres. Ni siquiera se libran aquellos que presumen de ser muy distintos del resto de la humanidad, los que alardean de originalidad. Serán todo lo singulares que quieran, pero repiten con tanta frecuencia lo atípico que al final caen en el hábito. Por eso yo ya hace tiempo que, para evitar discusiones estériles, decidí confesar que soy un hombre de vida monótona, rutinaria y repetitiva. Sí: yo soy yo y mis rutinas.

También tuve las circunstancias a las que se refería Ortega y Gasset con su frase memorable. Lo que sucede es que poco a poco se fueron convirtiendo en rutinas. Poco a poco, es verdad, porque al principio cuando uno es joven intenta controlar las que le hayan tocado en suerte en la vida, soslayar las negativas y aprovechar las positivas, porque todos sin distinción hemos venido al mundo con un bagaje circunstancial muy surtido. Sin embargo, al final lo único que logramos es modificar en mayor o menor medida el premio o el castigo recibido en la lotería que supone aparecer en este mundo. Después, una vez modificado el legado, las variantes que resulten son nuestras nuevas circunstancias y éstas se convierten con el tiempo en el caldo de cultivo de nuestras rutinas.

Es cierto que las rutinas pueden ser de naturaleza muy distinta. Pongamos algunos ejemplos, porque ya se sabe que no hay buenas lecciones sin verbigracia. Los magnates del acero, del petróleo o de cualquier otra materia, prima o no prima, hacen casi todos lo mismo y con perseverancia. Cenas en Maxim´s, viajes en jet privado, veraneo en las Bahamas y esquí en Saint Moritz. Cómo no se aburren con tanta repetición. Los deportistas, ya lo decía el inolvidable Tony Leblanc, por la mañana a la Casa de Campo y por la tarde al gimnasio. Que pesadez. Los escritores -supongo- todo el día imaginando argumentos y horas y horas corrigiendo sus escritos. No sé cómo continúan en la brecha. Los jugadores de golf constantemente pendientes de reservar hora en el campo, después golpe tras golpe a la bola y más tarde explicación de sus golpes y jugadas a quien se preste a escucharlos. Y así sucesivamente porque podría seguir poniendo ejemplos.

Eso que llamamos hobbies no es más que la institucionalización de la rutina. Por eso, cuando alguien me pregunta si tengo algún hobby suelo contestar que muchos. No voy a entrar en detalles, porque sería prolijo, pero no hago otra cosa que practicarlos, desde que me levanto y me lavo los dientes con un cepillo verde –no me gustan los de otros colores-, hasta que me acuesto y me llevo un vaso de agua a la mesilla –nunca bebo por la noche pero si no lo tengo a mano me entra sed-. Ya sé que alguno estará pensando que eso no son hobbies, que son manías. Pero, ¿hay alguna diferencia?

Nadie se libra de la rutina, ni los ricos ni los pobres ni los poderosos ni los humildes ni los reyes ni los plebeyos. Nadie. Todos somos nosotros y nuestras rutinas. ¿O no?

23 de diciembre de 2018

La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va


Una vez más estamos en Navidad, unas fiestas que, con independencia de su origen y trasfondo religioso, se han convertido en un periodo de alegría y buenos deseos para los cristianos de todas las tendencias y modalidades, para los agnósticos dubitativos y hasta para los ateos convencidos. Forman parte de una tradición milenaria, y nadie serio, a estas alturas del siglo XXI, cuestiona su celebración como días especialmente señalados en el calendario. Al menos en el mundo occidental, porque fuera de sus fronteras culturales los fundamentalismos siguen berreando. Los ataques a los mercados navideños europeos son un signo dramático de esa barbarie e intolerancia. Son otras tradiciones –que no otras religiones- atacando a la de origen cristiano. De aquellas luchas religiosa estas intolerancias. De aquellos polvos medievales estos lodos posmodernos.

Pero como estamos en Navidad, no es momento para continuar por ahí. Hoy no quiero hablar de intransigencias ni de dogmatismos ni mucho menos de fanatismos. Hoy quiero hablar de concordia o, como se dice ahora, de buen rollo. Quiero abstraerme de la realidad que me circunda  -al menos durante el rato que dedico a la escritura de este artículo- y convencerme de que vivo en un mundo perfecto. Es difícil, ya lo sé, porque la realidad es aplastante y no da tregua. Pero, ¿por qué no imaginarme que la sociedad combate la violencia machista con medidas preventivas en vez de utilizar los crímenes con fines partidistas? O, ¿por qué no creerme que los inmigrantes llegan a Europa sin jugarse la vida y sin pasar penurias, y que son acogidos como se acoge a los seres humanos sea cual sea su condición? O, ¿por qué no pensar que en las cumbres internacionales sobre el cambio climático los representantes de las naciones poderosas llegan a acuerdos eficaces y no simplemente a vestir la mona de seda? O, ¿por qué no soñar que a los ciudadanos lo que verdaderamente les preocupa es la reinserción social de los encarcelados en vez de moverse por móviles vengativos?

Será sólo un rato, no demasiado largo, porque tengo el sueño ligero y enseguida me despierto. Pero por poco que dure la ingenua ensoñación quiero disfrutarla. Lo que sucede es que las pesadillas interceden y no me dejan vivir el momento como desearía. La realidad es tan distinta de lo que imagino, que hasta soñando reconozco que ese mundo de fantasías es falso. Pero aun así prefiero seguir dormido porque algo de sosiego le llega a mi espíritu, por efímera que sea la alucinación. Incluso no ignorando que tan sólo se trata de delirios pasajeros, son unos instantes que me proporcionan paz, aunque sospeche que al despertar me llevaré un disgusto.

Las Navidades son un poco así, una breve interrupción en el ejercicio de la intolerancia, una tregua concedida por los intransigentes, un ligero aletargamiento del odio. Pero tan breve como un sueño. De hecho nadie abandona las trincheras, de manera que algún disparo furtivo suena de vez en vez. Da la sensación de que se trate de una situación forzada. Es cierto que durante esos días la gente sonríe más, desea lo mejor a todos sin excepción, demuestra una empatía arrolladora. Es la cara positiva. La negativa es la brevedad.

En cualquier caso, me alegro de que estemos en Navidad. Por eso, y aprovechando la ocasión, desde aquí quiero desearles a todos los que lean estas líneas muchas felicidades y el mejor año nuevo posible.

18 de diciembre de 2018

Amistades peligrosas

No es la primera vez que me propongo hablar aquí de la amistad. En otras ocasiones me he referido a casos concretos, como cuando escribí sobre  las virtudes de una persona que había convertido el fomento de las relaciones con los demás en casi una religión personal. Hoy, sin embargo, voy a ser mucho más impreciso, porque lo que pretendo es reflexionar sobre el concepto y no sobre la utilidad de tener amigos. Un pretensión para la que quizá me falten conocimientos teóricos, pero no prácticos. Veamos.

Dicen algunos que la amistad se basa en la afinidad de caracteres, pero yo no estoy de acuerdo. Según una aseveración tan categórica, dos personas con diferentes puntos de vista sobre el mundo y sus ciscurstancias nunca se llevarían bien. Sin embargo, la experiencia me dicta que se puede tener amigos con opiniones muy distintas de las tuyas. Incluso la diferencia de criterio en aquellos temas que consideramos más polémicos, como  los religiosos o los políticos, nunca han sido en mi opinión obstáculos insalvables para mantener una buena amistad. Una cosa son las discusiones circunstanciales en tiempo y lugar entre amigos y otra muy distinta que éstas logren deshacer las buenas amistades.

Es cierto que a veces se da lo que algunos llaman incompatibilidad de caracteres, una expresión que a pesar de su ambigüedad define perfectamente un conjunto de discrepancias tan profundo que pudiera llegar a obstaculizar la amistad entre dos personas. No obstante, ni siquiera ese estado de contraposición extendida consigue necesariamente romper las relaciones entre amigos. La frase coloquial “son cosas suyas, ya sabemos cómo es” suele resolver las dificultades. Incluso a veces se hace de la necesidad virtud y las discrepancias terminan convirtiéndose en caldo de cultivo de las relaciones entre amigos. Se dice aquello de “es muy rarito, pero es mi amigo", y adelante con las rarezas. O se le tilda de peculiar, y a otra cosa mariposa.

Pero hay veces en las que, en vez de discrepancias circunstanciales y de incompatibilidad de caracteres, se da el fenómeno de la dejadez o desidia en el mantenimiento de la amistad por alguna de las partes. Cuando esto sucede, los lazos acaban desatándose. El caldo de cultivo al que antes me refería se transforma en un jugo agrio de aspecto desagradable, de manera que en vez de cultivar las relaciones de amistad las esterilizan. En esas condiciones, por mucho que se intente mantener los vínculos, estos desaparecen poco a poco. La distancia es el olvido -dice el bolero-, pero no hace falta que ésta sea material. Puede ser tan intangible como lo es el abandono del compromiso. Porque la amistad, no nos quepa la menor duda, significa compromiso.

Conclusión: no es difícil mantener las buenas amistades, porque resisten  las tensiones, las discrepancias y las diferencias ideológicas. Lo que no soportan es el abandono, la pereza o la falta de cuidado. Con estos último ingredientes, pasivos por naturaleza, la ruptura está servida.

15 de diciembre de 2018

Y colorín colorado...

La expresión no es mía. La utilizó el otro día Iñaki Gabilondo en una de sus locuciones periódica en la SER, refiriéndose al calentamiento del conflicto catalán. Llegados a este punto –venía a decir-, si el señor Torra se empeña en romper la baraja, rómpase. Una cosa son las provocaciones bravuconas y otra elevar el tono de las amenazas y anunciar que si para lograr la independencia hay que llegar al enfrentamiento civil se llegará.

Es cierto que las escaladas verbales tienen límites, pero estos son muy difíciles de precisar cuando se intenta llegar a acuerdos firmes y duraderos. Lo que hay en juego -nada más y nada menos que la unidad de España y la concordia entre los españoles-, bien merece no dar pasos en falso, no dejarse llevar por impulsos viscerales. El gobierno de Pedro Sánchez, cuyo proposito de resolver el conflicto mediante pactos que no vulneren la legalidad siempre he visto con buenos ojos, se encuentra en una difícil situación, en la del jugador de las siete y media, un juego en el que ya sabemos que o te pasas o no llegas. Y como le decía don Mendo a Magdalena: “…el no llegar da dolor, pues indica que mal tasas y eres del otro deudor. Más ¡ay de ti si te pasas! ¡Si te pasas es peor!”. Una ocurrente definición de la conveniencia de medir con acierto el momento en el que se deben tomar las decisiones, que a mi juicio queda aquí que ni pintada. No hay que precipitarse, pero ojo con no actuar a tiempo.

Lo fácil es pedir que el cielo descargue rayos y centellas sobre los líderes separatistas, como solicitan al unísono las tres derechas en liza y también ciertas izquierdas. No les importa que la contundencia de las medidas abra todavía más las brechas separatistas y que, como consecuencia, cada vez se haga más difícil llegar a una solución que cierre definitivamente el conflicto. De hecho ni siquiera reconocen el alcance social del problema. Para ellos se trata de la manipulación de la opinión pública por parte de unos pocos, de manera que muerto el perro se acabó la rabia. Pero, desgraciadamente, siendo lo anterior verdad, es bastante más complejo que todo eso.

Estoy completamente convencido de que si se vulnera la legalidad el gobierno actuará con firmeza. En su momento, los que ahora gobiernan apoyaron la aplicación del 155 sin condiciones. De manera que todo hace pensar que si volvieran a producirse hechos como los que dieron lugar a aquellas medidas de excepción, no dudarían en activarlas de nuevo. Lo que sucede es que, salvo fanfarronadas, exabruptos y salidas de tono de muy mal gusto, los separatistas están teniendo sumo cuidado en que no se produzcan situaciones de verdadera ilegalidad. Proponer la independencia, aunque no nos guste, no es ilegal. Por eso, supongo, el gobierno de momento mantiene el pulso, aunque ya haya advertido en sede parlamentaria de hasta dónde está dispuesto a llegar.

El bloque independentista se está desestructurando. Su estrategia se basa en el enfrentamiento directo, en la provocación. La negociación no les favorece, pero no pueden negarse a ella. De ahí que cada día que pasa se observen mayores divergencias entre las distintas tendencias que defienden la independencia. Intentan mantener la unidad de criterio, pero las diferencias se perciben con nitidez. Ante esa situación de desintegración lenta pero evidente, el gobierno debe mantener la cabeza fría y no precipitarse.

Desgraciadamente éste no es el pensamiento que hoy impera. Pero yo no diría lo que pienso si dijera lo contrario de lo que acabo de decir. Y en este blog me puedo equivocar, pero nunca mentir.

11 de diciembre de 2018

Elogio a mi ciudad

Como me había prometido a mí mismo, hace unos días fui a darme un garbeo por el intricado centro de Madrid, con la intención de comprobar si las medidas que restringen el tráfico rodado habían servido para algo. El paseo fue largo, desde Neptuno a la Gran Vía, pasando por Cibeles, desde Callao a la plaza Mayor, atravesando Sol, y desde allí al museo del Prado, bajando por la carera de San Jerónimo. Era un día festivo de diciembre y por tanto fechas prenavideñas. Además, nos encontrábamos en mitad de un largo puente y disfrutábamos de una tregua en la sucesión de borrascas otoñales que han estado aguándonos la fiesta en los últimos tiempos. Y la capital de España, no lo olvidemos, continuaba siendo una ciudad de cuatro millones de habitantes.

Lo primero que observé fue que el tráfico había disminuido hasta límites insospechados. Algunos taxis, pocos coches -que o gozaban de bula municipal o circulaban despistados- y los autobuses de siempre avanzando con soltura y sin atascos. No es que se tratara de una visión idílica -tampoco hay que exagerar-, pero reconfortaba el ánimo comprobar que al menos se había dado un buen paso en el camino que conduce a la mejora del bienestar ciudadano.

Pero con independencia de esta grata impresión, me llamó la atención comprobar la ingente cantidad de transeúntes que llenaba las aceras del centro de Madrid, auténtica marea humana desbordada por las calles peatonales, hasta el extremo de que en algunos tramos resultara defícil dar un paso. Nunca me he sentido a gusto en mitad de las aglomeraciones, pero aquella multitud me hizo reflexionar sobre el poder de atracción de una ciudad como Madrid, que hasta hace muy poco daba la impresión de que estuviera excluida o casi excluida de los circuitos turísticos interiores y exteriores.

La experiencia de cruzarme con tanta gente que en apariencia vagaba sin destino concreto, contemplando a su alrededor lo que veía y descubriendo aspectos urbanos desconocidos u olvidados, me hizo pensar en que algo estaba cambiando en la capital de España. Quizá –pensé- la Villa y Corte estuviera pasando de ser una ciudad gestionada con criterios muy cerrados y bastante catetos, a ser una urbe con pretensiones cosmopolitas. Reconozco que, a pesar de mi fobia a las multitudes, aquel descubrimiento me llenó de satisfacción y, permítaseme la vanagloria, de cierto orgullo.

Es cierto que las circunstancias ayudaban ese día. Pero no lo es menos que ciertas políticas de apertura al paseante y de inteligente venta de imagen favorecen el fenómeno. Si se le devuelve el protagonismo a los peatones, si se limita el tráfico rodado a lo imprescindible, si se amplían las aceras y se reduce el número de carriles hábiles para los vehículos, al ciudadano de a pie le apetece mucho más salir a la calle y disfrutar de la ciudad; y a los forasteros, españoles o extranjeros, conocer una ciudad que antes asustaba por su vorágine y ahora invita al paseo. Disponen de algo que habían perdido, de un espacio utilizable que hasta hace poco les estaba vedado.

Como ya sé que habrá muchos escépticos que duden de que mi entusiasmo esté justificado, les invito a que hagan lo que yo he hecho, a que se acerquen al centro de Madrid –sin coche por supuesto-, que se den una buena caminata por donde la aguja de marear los lleve y que observen a su alrededor cuanto acontece. Estoy seguro de que llegarán a la conclusión de que me he quedado muy corto en este breve elogio a la ciudad en la que vivo.

7 de diciembre de 2018

Susanita tiene un... marrón

Si no fuera porque estoy vacunado contra la decepción aguda, la noche de las pasadas elecciones autonómicas andaluzas me hubiera dado un soponcio. No sólo el PSOE de mis amores y desamores se pegaba un sonado batacazo, sino que además, para mayor inri, la ultraderecha se colaba de rondón en las instituciones democráticas españolas. Pero como a estas alturas de mi vida pocas situaciones pueden alterarme el ritmo cardiaco, ese día a pesar de los pesares me fui a la cama y dormí como un bendito, como decía mi tía abuela Esperanza.

El electorado andaluz ha dicho lo que quería decir. Lo que toca ahora es interpretar el mensaje correctamente, en vez de liarse mantas a la cabeza y buscar culpables para descargar las iras sobre sus cabezas, o proclamarse campeón, cuando el árbitro ha contado hasta diez y uno no ha sido capaz de ponerse en pie porque le temblaba hasta el alma, por sublime que ésta sea. Ya sé que para los implicados directamente es difícil aceptar la derrota y actuar con coherencia, pero yo no soy uno de ellos. Simplemente me tengo por un progresista que prefiere que gobierne la socialdemocracia moderada a que lo hagan los conservadores con ayuda de la ultradereha. Por eso voy a dar ciertas opiniones sobre algunas de las causas de la derrota. Lo siento, pero es que no lo puedo remediar.

La primera, que la permanencia en el poder corroe. Negarlo sería negar la naturaleza humana. Por muy eficientes que sean los gobernantes, el tiempo termina sacando a relucir debilidades e incapacidades; y por muy decentes que se propongan serlo, la hiedra de la corrupción acaba por hincar raíces en sus voluntades. El PSOE andaluz no se ha librado de esta amenaza y al electorado de izquierdas no le vale aquello de corruptos hay en todas partes.

La segunda, que en estos tiempos de globalidad las políticas autonómicas no caminan solas sino de la mano de las de ámbito estatal. El electorado español -y el andaluz no iba a ser una excepción-, es muy conservador a la hora de juzgar los asuntos que conciernen a la unidad de España. El tratamiento que el gobierno socialista está dando al problema del independentismo catalán no está siendo entendido por un gran sector de la opinión pública, en parte porque no lo están explicando bien quienes tenían que hacerlo, pero además porque la oposición conservadora utiliza un asunto de Estado tan delicado como arma arrojadiza electoral. Además, los independentistas con sus bravatas y cerrazón ayudan poco.

La tercera, y no menos importante, que el panorama de las posibles alianzas poselectorales –el PSOE de Susana Díez y la izquierda radical de Teresa Rodríguez- le inquieta a muchos. La mayoría de los votantes del partido socialista no es radical. Sin embargo el anticapitalismo del Podemos andaluz sí lo es. Casan mal a simple vista. Su amalgama produce preocupación, si no temor.

Dicen los politólogos que en las elecciones andaluzas los votantes del PSOE se han quedado en casa. No han ido a votar a partidos de derechas, simplemente han dicho que así no. Siguen estando ahí, pero su izquierdismo moderado no ha encontrado en esta ocasión encaje, porque no están dispuestos a tragar ruedas de molino. Por eso el PSOE andaluz, en vez de lanzar las campanas al vuelo de la algarabía callejera o de maquinar componendas parlamentarias contra natura, debería volver a los cuarteles de invierno, analizar con sosiego la situación, modificar lo modificable y cambiar a los cambiables. Sin prisas pero sin pausas. No todo ni mucho menos está perdido, por muchos nubarrones que ahora se vean en el horizonte.

Ahora bien, como decía un amigo mío muy castizo él y bastante gráfico en las descripciones, si el partido socialista se anda con el bolo colgando se lo comerán las hormigas; y lo que en esta ocasión no ha logrado alterar mi ánimo, quizá en las generales llegue a producirme urticaria. Es cierto que guardo una buena pomada en casa, pero no quisiera tener que usarla no vaya a ser que haya caducado.

3 de diciembre de 2018

Paseos, cervezas y boquerones en vinagre


Ya he contado en alguna ocasión en las deslavazadas páginas de este blog que me encanta pasear por el centro de Madrid, callejear por sus barrios más antiguos, andar sin rumbo fijo. También he confesado que, aunque mi médico de cabecera insista con terquedad y no poca machaconería en que andar es muy bueno para la salud, no lo hago para hacer ejercicio sino como medio de entretenimiento. Por eso confío en que a nadie le sorprenda que las medidas puestas en marcha por el ayuntamiento de la capital de España para restringir el  tráfico rodado por la “almendra” me hayan parecido dabuten. Si además de deambular por esas tiendas de decoración que me gustan porque venden cosas que sirven para muy poco -si es que sirven para algo- y de saborear alguna caña -doble si es posible- en las viejas tabernas de mostrador de zinc, mesas de mármol y fachada de mosaico alicatado voy a respirar más sano, ¿qué otra cosa mejor le puedo pedir a la vida?

Como nadie nunca está del todo satisfecho con las medidas de buen gobierno, son bastantes los detractores de la nueva ordenanza municipal, aunque algunos de ellos sólo pisen el centro de la ciudad ad calendas graecas, y ya se sabe que los griegos no usaban calendario. Menuda incomodidad, dirán. Pero como la medida procede de un consistorio teñido de un color que no es el suyo, ponen en práctica aquello de que al adversario hay que negarle el pan y la sal de la hospitalidad de los clásicos. Sin embargo, también son muchos los que no sólo la aceptan de buen grado sino que además la aplauden. Yo, ya lo he dicho, estoy entre estos últimos. Menos coches, menos humos, menos ruidos, menos contaminación.  Más ciudad que contemplar y más comodidad al pasear.

Hace ya muchos años que no cometo la locura de desplazarme en coche a esa zona. Para qué, si luego tienes que aparcar donde el viento da la vuelta. O metro o autobús o, si se apodera de mí la pertinaz molicie, taxi. Por eso, cuando ahora oigo como argumento en contra de la medida que el gremio de comerciantes cree que saldrá perjudicado no lo entiendo. Es una queja que no se basa en mi experiencia como comprador. Supongo que cuando la nuevas ordenanzas estén algo más rodadas, no solamente se desdirán de sus reclamaciones sino que además agradecerán la medida. Un barrio en el que se pueda pasear con tranquilidad y sosiego es más atractivo para ir de compras que la vorágine de unas calles inundadas por docenas de coches atascados.

Madrid no ha sido ni mucho menos la primera ciudad europea que adopta estas medidas. Son muchas las que hace años decidieron restringir el tráfico en sus barrios centrales, es decir en sus respectivas “almendras”. Ni será la última. Yo, gracias a mi edad, o mejor dicho como consecuencia de los años que pesan sobre mis espaldas, he sido testigo de una evolución del tráfico en la capìtal que parece no tener fin. Recuerdo que cuando era joven acudía en ocasiones a los cines de la Gran Vía en coche y podía aparcar delante del elegido sin demasiados problemas. Algunos pensarán que aquello era muy cómodo, y tendrán razón porque lo era. Pero esa comodidad pertenece a otra época, a otras circunstancias. Las de ahora, nos guste o no, no permiten que los coches sigan apoderándose del centro de la ciudad. La realidad se impone y el ayuntamiento por fin así lo ha entendido.

Ahora mismo me voy a vagar un rato  por el centro de Madrid, a ver si noto la nueva realidad. Y de paso, por qué no, me tomaré una cañita de cerveza. O acaso un doble.