Como nadie nunca está del todo satisfecho con las medidas de buen gobierno, son bastantes los detractores de la nueva ordenanza municipal, aunque algunos de ellos sólo pisen el centro de la ciudad ad calendas graecas, y ya se sabe que los griegos no usaban calendario. Menuda incomodidad, dirán. Pero como la medida procede de un consistorio teñido de un color que no es el suyo, ponen en práctica aquello de que al adversario hay que negarle el pan y la sal de la hospitalidad de los clásicos. Sin embargo, también son muchos los que no sólo la aceptan de buen grado sino que además la aplauden. Yo, ya lo he dicho, estoy entre estos últimos. Menos coches, menos humos, menos ruidos, menos contaminación. Más ciudad que contemplar y más comodidad al pasear.
Hace ya muchos años que no cometo la locura de desplazarme en coche a esa zona. Para qué, si luego tienes que aparcar donde el viento da la vuelta. O metro o autobús o, si se apodera de mí la pertinaz molicie, taxi. Por eso, cuando ahora oigo como argumento en contra de la medida que el gremio de comerciantes cree que saldrá perjudicado no lo entiendo. Es una queja que no se basa en mi experiencia como comprador. Supongo que cuando la nuevas ordenanzas estén algo más rodadas, no solamente se desdirán de sus reclamaciones sino que además agradecerán la medida. Un barrio en el que se pueda pasear con tranquilidad y sosiego es más atractivo para ir de compras que la vorágine de unas calles inundadas por docenas de coches atascados.
Madrid no ha sido ni mucho menos la primera ciudad europea que adopta estas medidas. Son muchas las que hace años decidieron restringir el tráfico en sus barrios centrales, es decir en sus respectivas “almendras”. Ni será la última. Yo, gracias a mi edad, o mejor dicho como consecuencia de los años que pesan sobre mis espaldas, he sido testigo de una evolución del tráfico en la capìtal que parece no tener fin. Recuerdo que cuando era joven acudía en ocasiones a los cines de la Gran Vía en coche y podía aparcar delante del elegido sin demasiados problemas. Algunos pensarán que aquello era muy cómodo, y tendrán razón porque lo era. Pero esa comodidad pertenece a otra época, a otras circunstancias. Las de ahora, nos guste o no, no permiten que los coches sigan apoderándose del centro de la ciudad. La realidad se impone y el ayuntamiento por fin así lo ha entendido.
Ahora mismo me voy a vagar un rato por el centro de Madrid, a ver si noto la nueva realidad. Y de paso, por qué no, me tomaré una cañita de cerveza. O acaso un doble.
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