11 de diciembre de 2018

Elogio a mi ciudad

Como me había prometido a mí mismo, hace unos días fui a darme un garbeo por el intricado centro de Madrid, con la intención de comprobar si las medidas que restringen el tráfico rodado habían servido para algo. El paseo fue largo, desde Neptuno a la Gran Vía, pasando por Cibeles, desde Callao a la plaza Mayor, atravesando Sol, y desde allí al museo del Prado, bajando por la carera de San Jerónimo. Era un día festivo de diciembre y por tanto fechas prenavideñas. Además, nos encontrábamos en mitad de un largo puente y disfrutábamos de una tregua en la sucesión de borrascas otoñales que han estado aguándonos la fiesta en los últimos tiempos. Y la capital de España, no lo olvidemos, continuaba siendo una ciudad de cuatro millones de habitantes.

Lo primero que observé fue que el tráfico había disminuido hasta límites insospechados. Algunos taxis, pocos coches -que o gozaban de bula municipal o circulaban despistados- y los autobuses de siempre avanzando con soltura y sin atascos. No es que se tratara de una visión idílica -tampoco hay que exagerar-, pero reconfortaba el ánimo comprobar que al menos se había dado un buen paso en el camino que conduce a la mejora del bienestar ciudadano.

Pero con independencia de esta grata impresión, me llamó la atención comprobar la ingente cantidad de transeúntes que llenaba las aceras del centro de Madrid, auténtica marea humana desbordada por las calles peatonales, hasta el extremo de que en algunos tramos resultara defícil dar un paso. Nunca me he sentido a gusto en mitad de las aglomeraciones, pero aquella multitud me hizo reflexionar sobre el poder de atracción de una ciudad como Madrid, que hasta hace muy poco daba la impresión de que estuviera excluida o casi excluida de los circuitos turísticos interiores y exteriores.

La experiencia de cruzarme con tanta gente que en apariencia vagaba sin destino concreto, contemplando a su alrededor lo que veía y descubriendo aspectos urbanos desconocidos u olvidados, me hizo pensar en que algo estaba cambiando en la capital de España. Quizá –pensé- la Villa y Corte estuviera pasando de ser una ciudad gestionada con criterios muy cerrados y bastante catetos, a ser una urbe con pretensiones cosmopolitas. Reconozco que, a pesar de mi fobia a las multitudes, aquel descubrimiento me llenó de satisfacción y, permítaseme la vanagloria, de cierto orgullo.

Es cierto que las circunstancias ayudaban ese día. Pero no lo es menos que ciertas políticas de apertura al paseante y de inteligente venta de imagen favorecen el fenómeno. Si se le devuelve el protagonismo a los peatones, si se limita el tráfico rodado a lo imprescindible, si se amplían las aceras y se reduce el número de carriles hábiles para los vehículos, al ciudadano de a pie le apetece mucho más salir a la calle y disfrutar de la ciudad; y a los forasteros, españoles o extranjeros, conocer una ciudad que antes asustaba por su vorágine y ahora invita al paseo. Disponen de algo que habían perdido, de un espacio utilizable que hasta hace poco les estaba vedado.

Como ya sé que habrá muchos escépticos que duden de que mi entusiasmo esté justificado, les invito a que hagan lo que yo he hecho, a que se acerquen al centro de Madrid –sin coche por supuesto-, que se den una buena caminata por donde la aguja de marear los lleve y que observen a su alrededor cuanto acontece. Estoy seguro de que llegarán a la conclusión de que me he quedado muy corto en este breve elogio a la ciudad en la que vivo.

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