Si no fuera porque estoy vacunado contra la decepción aguda, la noche de las pasadas elecciones autonómicas andaluzas me hubiera dado un soponcio. No sólo el PSOE de mis amores y desamores se pegaba un sonado batacazo, sino que además, para mayor inri, la ultraderecha se colaba de rondón en las instituciones democráticas españolas. Pero como a estas alturas de mi vida pocas situaciones pueden alterarme el ritmo cardiaco, ese día a pesar de los pesares me fui a la cama y dormí como un bendito, como decía mi tía abuela Esperanza.
El electorado andaluz ha dicho lo que quería decir. Lo que toca ahora es interpretar el mensaje correctamente, en vez de liarse mantas a la cabeza y buscar culpables para descargar las iras sobre sus cabezas, o proclamarse campeón, cuando el árbitro ha contado hasta diez y uno no ha sido capaz de ponerse en pie porque le temblaba hasta el alma, por sublime que ésta sea. Ya sé que para los implicados directamente es difícil aceptar la derrota y actuar con coherencia, pero yo no soy uno de ellos. Simplemente me tengo por un progresista que prefiere que gobierne la socialdemocracia moderada a que lo hagan los conservadores con ayuda de la ultradereha. Por eso voy a dar ciertas opiniones sobre algunas de las causas de la derrota. Lo siento, pero es que no lo puedo remediar.
La primera, que la permanencia en el poder corroe. Negarlo sería negar la naturaleza humana. Por muy eficientes que sean los gobernantes, el tiempo termina sacando a relucir debilidades e incapacidades; y por muy decentes que se propongan serlo, la hiedra de la corrupción acaba por hincar raíces en sus voluntades. El PSOE andaluz no se ha librado de esta amenaza y al electorado de izquierdas no le vale aquello de corruptos hay en todas partes.
La segunda, que en estos tiempos de globalidad las políticas autonómicas no caminan solas sino de la mano de las de ámbito estatal. El electorado español -y el andaluz no iba a ser una excepción-, es muy conservador a la hora de juzgar los asuntos que conciernen a la unidad de España. El tratamiento que el gobierno socialista está dando al problema del independentismo catalán no está siendo entendido por un gran sector de la opinión pública, en parte porque no lo están explicando bien quienes tenían que hacerlo, pero además porque la oposición conservadora utiliza un asunto de Estado tan delicado como arma arrojadiza electoral. Además, los independentistas con sus bravatas y cerrazón ayudan poco.
La tercera, y no menos importante, que el panorama de las posibles alianzas poselectorales –el PSOE de Susana Díez y la izquierda radical de Teresa Rodríguez- le inquieta a muchos. La mayoría de los votantes del partido socialista no es radical. Sin embargo el anticapitalismo del Podemos andaluz sí lo es. Casan mal a simple vista. Su amalgama produce preocupación, si no temor.
Dicen los politólogos que en las elecciones andaluzas los votantes del PSOE se han quedado en casa. No han ido a votar a partidos de derechas, simplemente han dicho que así no. Siguen estando ahí, pero su izquierdismo moderado no ha encontrado en esta ocasión encaje, porque no están dispuestos a tragar ruedas de molino. Por eso el PSOE andaluz, en vez de lanzar las campanas al vuelo de la algarabía callejera o de maquinar componendas parlamentarias contra natura, debería volver a los cuarteles de invierno, analizar con sosiego la situación, modificar lo modificable y cambiar a los cambiables. Sin prisas pero sin pausas. No todo ni mucho menos está perdido, por muchos nubarrones que ahora se vean en el horizonte.
Ahora bien, como decía un amigo mío muy castizo él y bastante gráfico en las descripciones, si el partido socialista se anda con el bolo colgando se lo comerán las hormigas; y lo que en esta ocasión no ha logrado alterar mi ánimo, quizá en las generales llegue a producirme urticaria. Es cierto que guardo una buena pomada en casa, pero no quisiera tener que usarla no vaya a ser que haya caducado.
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