30 de junio de 2021

El verano ya está aquí

El 21 de junio -por cierto, el día de mi onomástica- llegó el verano. Como este año hemos gozado en Madrid de unos días de fresquito extemporáneo, yo ni me había enterado. Ha sido necesario ver como se llenaban las playas mediterráneas de fogatas nocturnas -las de san Juan- para que me diera cuenta del cambio de estación. Estas hogueras, de evidente sabor pagano, que perpetúan aquellas con las que las viejas civilizaciones celebraban el solsticio de verano, siempre han sido para mí el aviso de que ya habíamos entrado en la época estival.

Pero el verano sería sólo una estación más de las cuatro que componen el año, si no fuera porque durante ellas el común de los mortales toma sus vacaciones anuales. Los estudiantes cuelgan los libros una temporada, los trabajadores intentan olvidarse de los sinsabores del obligado trabajo y el mundo en su conjunto parece ralentizar el ritmo. Son el merecido descanso anual, que algunos pasan, como en los viejos sainetes, asomados al balcón de sus casas, en camiseta y con el botijo al lado. No hay actividad en el mundo que no nos recuerde la injusticia social.

Los políticos nos abandonarán por unos días -muy pocos, por cierto- y nos encontraremos huérfanos de sabias palabras y de consejos desinteresados. Aunque, como estamos acostumbrados a su ausencia periódica, la carencia de liderazgo no se nos hará muy larga. Pronto volveremos a verlos pasear por los pasillos del Congreso y a oír sus arengas, desde la plaza de Colón o desde Vistalegre, y comprobaremos que el reposo estival no ha mermado ni un ápice su capacidad intelectual. No creo que a alguno de ellos se le llegue a olvidar aquel epíteto tan cariñoso y erudito de miente usted más que habla. En cualquier caso, no hay que alarmarse, porque las vacaciones distienden el ánimo, pero no atemperan los instintos.

Los demás, quiero decir los de a pie, aunque las estadísticas nos digan que la pandemia remite en virulencia, no deberíamos bajar la guardia. A mí personalmente me da miedo salir este año al extranjero, pero como el vicio de viajar me domina, algún circuito interior ronda por mi cabeza. Es una buena ocasión para recorrer los viñedos riojanos, los valles vascos o las Rías Bajas y, quizá, si hubiera tiempo y presupuesto, la Axarquía malagueña. Carretera y manta, que decían nuestros abuelos, o tira millas que dicen los de ahora.  

También tendré mi correspondiente dosis de playa en Chiclana, quiero decir de chiringuitos, porque la arena con los años se me ha hecho insoportable y la piel, en vez de tostarse y mejorar mi aspecto, se exfolia impertinentemente y me obliga a visitar al dermatólogo. Y, por supuesto, algunos días en el pueblo de mis ancestros, que hoy es el mío, con fiestas o con no fiestas, que lo del virus ha estado a punto de acabar hasta con las charangas, los toros de fuego y las peñas en los corrales.

En definitiva, lo de siempre. Porque el veraneo no deja de ser un cambio de ritmo, o al menos un intento de cambiarlo, la ilusión de vivir una vida distinta de la habitual, aunque cuando uno lo piensa mejor se da cuenta de que en realidad no es otra cosa que más de lo mismo, con más calor, con más aglomeración humana y, en cierto modo, con bastantes menos ganas de hacer cualquier cosa que merezca la pena.

En cualquier caso, no creo que, a pesar del verano, yo sea capaz de resistir la tentación de seguir escribiendo en este blog, aunque quizá me lo tome durante estas semanas con más tranquilidad. O vaya usted a saber.

24 de junio de 2021

El coronavirus y el comportamiento humano

Pensaba yo el otro día que quizá pudiera decirse aquello de dime cómo te has comportado durante la pandemia y te diré quien eres. Desde el negacionismo puro y duro de algunos hasta la paranoia aislacionista de otros hay un largo trecho que recorrer, toda una gama de actitudes que, si se examinan con cierto detenimiento, traslucen con claridad la personalidad del individuo analizado. La pandemia ha sido, en mi opinión, un extraordinario laboratorio donde analizar los comportamientos humanos.

Empezaré por aquellos que, en un alarde de descabellada negación de la realidad, han desdeñado desde el primer momento las medidas de protección contra el contagio, poniendo en peligro su vida y la de sus conciudadanos. Suelen ser personas de mentes cerradas y pensamientos inflexibles, con una clara tendencia a pasarse por el arco del triunfo cualquier norma de convivencia social. Son contrarios a todo lo que proceda de las normativas vigentes, enemigos de las disposiciones que se dictan para facilitar la armonía convivencial, es decir, claramente de mentalidad antisistema.

En el lado contrario están los que, dominados por una cautela que va mucho más allá de lo que recomiendan los científicos, se han encerrado a cal y canto en sus cuarteles de invierno durante meses y meses, convirtiendo sus vidas en auténticos retiros monacales. Desconfían de todo lo que se mueva a su alrededor y están convencidos de que el virus se esconde debajo de las piedras, fluye por los manantiales y se encuentra entre los alimentos que ingieren a diario. El fin de las medidas de excepción significa para ellos el anuncio del desastre final, algo así como si de repente se quedaran sin defensa ante la vida.

Éstos, como decía al principio, son los extremos. La mayoría de los ciudadanos nos encontramos en determinados términos medios. Sin embargo, aunque la gama de posibles actitudes sea enorme, se han dado algunos comportamientos específicos, que, por repetirse con bastante frecuencia, me han llamado la atención. No son más que algunos ejemplos.

Empezaremos por las “nietitis” agudas sobrevenidas. Cuántas veces habremos oído durante estos meses la frase “soporto todo menos no poder abrazar a mis nietos”.  De repente parecía como si la felicidad de una parte de la sociedad dependiera exclusivamente de los besos a los nietos, de los mimos y de las carantoñas, como si todo lo demás careciera de importancia. Podían estar las UCI colapsadas, la atención primaria desatendida, la mortandad en los geriátricos sin control y la incidencia acumulada por las nubes, pero para estos abuelos todo carecía de importancia si se comparaba con la ausencia de los nietos.

También están los que privados de la juerga nocturna han abominado de los confinamientos, de los toques de queda y de cualquier medida que supusiera cortapisa a sus aficiones trasnochadoras. Algunos, muchos, se han saltado las normas y, como sucedía en Estados Unidos en tiempos de la ley seca, han usado cenáculos clandestinos y discotecas improvisadas, con el “atractivo” adicional de correr el riesgo de que se les detuviera en cualquier momento, jugando con la ventaja de que sabían muy bien que la sangre no llegaría al río.

Cuentan -contaban- los que vivieron la Guerra Civil que cuando ésta terminó y se encontraban con los que llevaban tiempo sin ver les advertían: no me cuentes tu guerra que te cuento yo la mía. En esto de la pandemia es posible que dentro de poco se diga algo parecido, porque todos hemos tenido nuestras propias experienias. Pero yo hoy no he podido resistirme a contar algunas ideas que me han asaltado estos días. Al fin y al cabo de algo hay que hablar y qué mejor que del coronavirus y el comportamiento humano.

19 de junio de 2021

Los manipuladores de la Constitución

Qué lejos estaba la intención de los padres de la Constitución Española de 1978 del mal uso que algunos políticos, al cabo del tiempo, están haciendo del texto legal. Digo intención, porque toda norma legal dispone de una letra, pero sobre todo de un espíritu. La Carta Magna que sucedió al largo periodo de la dictadura franquista es un compendio de normas dictadas para la concordia, un conjunto de disposiciones pensadas para el encuentro y el entendimiento. No fue una improvisación -a pesar de la urgencia del momento-, sino la consecuencia de haber tomado conciencia de que la ruptura social anterior había sido tan profunda que se necesitaba un acuerdo de gran alcance que pusiera fin al enfrentamiento entre las llamadas dos Españas.

La manifestación del otro día contra los indultos a los condenados por el procés fue una más de las exteriorizaciones del torticero uso que algunos hacen de la Constitución. Aunque resultara un evidente fracaso, lo que cuenta es la intención desestabilizadora de sus promotores, unos partidos conservadores, hoy en la oposición, que no reparan en daños a la hora de atacar al gobierno legítimo de la nación. Les da lo mismo quebrantar la paz social, porque no es un asunto que forme parte de sus preocupaciones. Eligen a una tránsfuga profesional de la política española -la señora Rosa Díaz- como portavoz, exhiben banderas nacionales y entonan cánticos patrióticos, proclaman desde la tribuna de oradores sus odios y sus fobias, pero no hacen ninguna propuesta alternativa a las iniciativas que el gobierno ha decidido poner en marcha para desatascar el profundo quebranto de la unidad de España que supuso la declaración unilateral de independencia de 2017. Se limitan a repetir machaconamente que lo que pretende Pedro Sánchez es seguir ocupando la Moncloa.

Cortedad de miras, dirían algunos. Sin embargo, a mí me parece que detrás de esta parodia de defensa de la unidad de España se encuentra algo mucho más preocupante, el intento de recuperar el poder perdido caiga quien caiga, sea éste el gobierno, la concordia entre los españoles o el futuro de la nación. Lo importante para ellos es volver a manejar los hilos políticos, algo que deben de ver muy lejos de conseguir sin retorcer al país, sin exprimir las conciencias de los ciudadanos, muchos de los cuales se preguntan que a cuento de qué tanto grito. Se trata, que a nadie le quepa duda, de una acción programada y estimulada por los que consideran a España de su exclusiva propiedad, por aquellos que por convicción ideológica nunca han tolerado de buena gana el juego democrático, porque en el fondo de sus conciencias no son demócratas.

El asunto que está en juego es la unidad de España, de la España de todos, no sólo de la suya. Sus torpezas, su inactividad y su falta de visión política propiciaron una situación de inestabilidad política como nunca habíamos conocido los españoles de la posguerra. Se encontraron de repente con una deriva política que nunca se hubieran imaginado y para cuya solución a corto plazo tuvieron que contar con el partido socialista. El 155 hubo de aplicarse porque la inoperancia de los que gobernaban en aquel momento había permitido que los independentistas se crecieran y decidieran forzar al Estado. La responsabilidad fue de éstos últimos, pero la causa fue la torpeza del gobierno conservador que presidía el señor Rajoy.

Lo que pretende el gobierno ahora es abrir un diálogo que permita alcanzar un gran acuerdo de convivencia. Los indultos, que son unas herramientas absolutamente legales, persiguen disminuir en lo posible la tirantez existente en la actualidad. No son un fin, sino un medio. Es cierto que los indultados podrían volver a las andadas, pero no lo es menos que, si no sé intenta un arreglo, la situación continuará en vía muerta, con el consiguiente desgaste institucional, político y social. Porque no se puede olvidar nunca que en situaciones de conflicto el tiempo juega en contra, hasta convertir lo reversible en irreversible.

Ojalá el gobierno acierte en su política de concordia, a pesar de los palos en las ruedas que les arrojan aquellos a los que lo único que les importa es recuperar el poder, aun a costa de manipular la Constitución.