Pensaba yo el otro día que quizá pudiera decirse aquello de dime cómo te has comportado durante la pandemia y te diré quien eres. Desde el negacionismo puro y duro de algunos hasta la paranoia aislacionista de otros hay un largo trecho que recorrer, toda una gama de actitudes que, si se examinan con cierto detenimiento, traslucen con claridad la personalidad del individuo analizado. La pandemia ha sido, en mi opinión, un extraordinario laboratorio donde analizar los comportamientos humanos.
Empezaré por aquellos que, en un alarde de descabellada negación de la realidad, han desdeñado desde el primer momento las medidas de protección contra el contagio, poniendo en peligro su vida y la de sus conciudadanos. Suelen ser personas de mentes cerradas y pensamientos inflexibles, con una clara tendencia a pasarse por el arco del triunfo cualquier norma de convivencia social. Son contrarios a todo lo que proceda de las normativas vigentes, enemigos de las disposiciones que se dictan para facilitar la armonía convivencial, es decir, claramente de mentalidad antisistema.
En el lado contrario están los que, dominados por una cautela que va mucho más allá de lo que recomiendan los científicos, se han encerrado a cal y canto en sus cuarteles de invierno durante meses y meses, convirtiendo sus vidas en auténticos retiros monacales. Desconfían de todo lo que se mueva a su alrededor y están convencidos de que el virus se esconde debajo de las piedras, fluye por los manantiales y se encuentra entre los alimentos que ingieren a diario. El fin de las medidas de excepción significa para ellos el anuncio del desastre final, algo así como si de repente se quedaran sin defensa ante la vida.
Éstos, como decía al principio, son los extremos. La mayoría de los ciudadanos nos encontramos en determinados términos medios. Sin embargo, aunque la gama de posibles actitudes sea enorme, se han dado algunos comportamientos específicos, que, por repetirse con bastante frecuencia, me han llamado la atención. No son más que algunos ejemplos.
Empezaremos por las “nietitis” agudas sobrevenidas. Cuántas veces habremos oído durante estos meses la frase “soporto todo menos no poder abrazar a mis nietos”. De repente parecía como si la felicidad de una parte de la sociedad dependiera exclusivamente de los besos a los nietos, de los mimos y de las carantoñas, como si todo lo demás careciera de importancia. Podían estar las UCI colapsadas, la atención primaria desatendida, la mortandad en los geriátricos sin control y la incidencia acumulada por las nubes, pero para estos abuelos todo carecía de importancia si se comparaba con la ausencia de los nietos.
También están los que privados de la juerga nocturna han abominado de los confinamientos, de los toques de queda y de cualquier medida que supusiera cortapisa a sus aficiones trasnochadoras. Algunos, muchos, se han saltado las normas y, como sucedía en Estados Unidos en tiempos de la ley seca, han usado cenáculos clandestinos y discotecas improvisadas, con el “atractivo” adicional de correr el riesgo de que se les detuviera en cualquier momento, jugando con la ventaja de que sabían muy bien que la sangre no llegaría al río.
Cuentan -contaban- los que vivieron la Guerra Civil que cuando ésta terminó y se encontraban con los que llevaban tiempo sin ver les advertían: no me cuentes tu guerra que te cuento yo la mía. En esto de la pandemia es posible que dentro de poco se diga algo parecido, porque todos hemos tenido nuestras propias experienias. Pero yo hoy no he podido resistirme a contar algunas ideas que me han asaltado estos días. Al fin y al cabo de algo hay que hablar y qué mejor que del coronavirus y el comportamiento humano.
A todo se le puede encontrar su parte humorística desde luego, como hizo Gila con la guerra civil. Me has provocado sonrisas con lo de las nietitis.
ResponderEliminarFernando, la nietitis es una alusión que pretende ser cariñosa. Yo también soy abuelo.
ResponderEliminar