30 de mayo de 2021

Ancha es Castilla

Siempre he sostenido que cualquier viaje de los llamados de placer consta de tres partes, la preparación, el viaje propiamente dicho y el posterior saboreo de los recuerdos. Cada una de ellas dispone de sus propias características, pero todas contribuyen, si se aprovechan adecuadamente, a deleitar el espíritu. Hoy estoy en la tercera del que acabo de realizar a lo largo de varias provincias castellano-leonesas, es decir en la etapa de la rememoración de las experiencias. Sin embargo, no pretendo traer hoy aquí sus detalles, entre otras cosas porque no cabrían en el espacio de un artículo, pero sí destacar algunas de las impresiones que he recibido estos días, todas de carácter general, unas buenas y otras no tanto.

Empezaré por explicar que regreso con la sensación de que las consecuencias de la pandemia empiezan a superarse. Aunque todavía con cierta timidez, me ha dado la sensación de que la economía está despertando poco a poco de su largo letargo. Los hoteles -en este caso dos paradores- están contratando gente nueva, algo que compruebas cuando observas en cualquiera de sus secciones a empleados veteranos enseñando los pormenores de su función a jóvenes recién incorporados. Pero además si le preguntas a los responsables cómo perciben el futuro inmediato, te contestan sin ambages que parece que las cosa van cambiando a mejor, de tal forma que pronostican un verano con un índice de ocupación muy alta .

Lo mismo sucede con los restaurantes, en los que empieza de nuevo a ser conveniente reservar con anticipación, porque se corre el riesgo de no encontrar mesa libre. Este viaje ha sido en días laborables y casi en su totalidad en ambientes rurales. Pues bien, las terrazas repletas, el callejeo multitudinario, las tiendas abiertas por todas partes y los escaparates rebosantes transmiten la sensación evidente de que la oferta empieza a ajustarse a la expectativa de una demanda creciente. En definitiva, un panorama que parece reflejar un optimismo que ojalá no sea infundado. Porque de rebrotes verdes convertidos en hojarasca otoñal tenemos algunos recuerdos.

Sin embargo, hay asuntos que siguen igual de mal que antes de la pandemia. Pondré un ejemplo que en mi opinión es bastante significativo. Cuando a las doce y cinco minutos de la mañana de un martes intenté visitar la catedral de Burgos, me encontré con un insidioso cartel que indicaba que las visitas se habían cerrado a las doce y que no se reanudarían hasta las cinco y media. Una auténtica vergüenza, porque estamos hablando nada más y nada menos que de una muestra del Patrimonio Mundial de la Humanidad, de una joya de la arquitectura gótica española, puede que de su máximo exponente. Que por razones desconocidas se cierre a las visitas a unas horas de máxima audiencia, demuestra la falta de interés por parte de los que ostentan la “propiedad” del templo, la archidiócesis burgalesa.

Pero esto de las iglesias cerradas ha sido durante estos días una tónica general, porque la mayoría de ellas echan el cierre nada más acabar la misa o misas programadas para ese día. De manera que es imposible disfrutar del patrimonio religioso arquitectónico español, porque sus administradores se reservan el derecho de hacer de su capa sacerdotal un sayo. Parece como si la espiritualidad religiosa que defienden estuviera reñida con la cultura laica, como si el culto fuera su única preocupación. Sé que es clamar en el desierto, pero no me quedaría tranquilo si no aportara aquí mi modesto grano de protesta.

En la revista sociocultural de un pueblo para mí muy querido hay una sección que se llama Rosas y Cardos. Pues bien, en este viaje le he otorgado una rosa a la recuperación económica de nuestro país y un cardo borriquero a la incomprensible actitud de la Iglesia con respecto al ingente patrimonio cultural que administra.

27 de mayo de 2021

Los derechos sociales avanzan, aunque no les guste

Con este extraño título me refiero al continuo avance de los derechos sociales, de las libertades individuales y de la igualdad de oportunidades. Con pasmosa lentitud y abriéndose paso a través de innumerables dificultades de todo tipo, la sociedad en su conjunto camina hacia escenarios de mayor solidaridad y por consiguiente de mayor bienestar. Ya sé que esta afirmación puede parecer un tanto ilusoria, pero cuando comparo el mundo en el que ahora vivimos con el que les tocó vivir a nuestros padres o, todavía más, a nuestros abuelos, me convenzo de que el progreso social es imparable. Lo que no quiere decir que no susbsistan infinidad de injustas e irritantes desigualdades, contra las que hay que seguir luchando.

La política no es ni más ni menos que un pulso entre las reivindicaciones de progreso social y las reacciones contra este progreso. Porque sucede que los avances de todos suelen mermar de alguna manera los privilegios de algunos; y la mejor manera de defender las prebendas y regalías de las minorías es oponerse a las exigencias de las mayorías, para intentar no tener que repartir el pastel entre muchos, porque entonces se toca a menos. Esa resistencia suele ser sutil y vaporosa, porque en política nadie en su sano juicio defenderá abiertamente un ataque a los derechos de los demás. La reacción se disfraza con infinidad de raros atuendos, entre los que no suelen faltar el patriotismo y la moral.

Ahora que disponemos de un gobierno progresista, esa lucha entre el avance social -el progreso- y la reacción conservadora -el freno al progreso- se manifiesta con claridad. Estamos asistiendo a una marea de medidas de carácter social, a las que las fuerzas conservadoras se oponen con muchos circunloquios y con bastantes dobleces, porque criticarlas abiertamente no les resultaría efectivo. Un ejemplo de esta sutileza la pudimos observar en los trámites parlamentarios para aprobar los Presupuestos Generales del Estado, en los que los partidos conservadores utilizaban argumentos que nada tenían que ver con la bondad o maldad de su articulado, sino con los perfiles políticos de los que apoyaban su aprobación. Si esto lo defiende los comunistas bolivarianos, los separatistas catalanes y los amigos de los terroristas, nosotros no podemos aprobarlos, decían algunos preclaros líderes de la derecha. Pero ni una sola alusión al contenido de las cuentas públicas, porque eso hubiera sido criticar el dinero que se dedicaba  a los temas de caracter social, algo que no entendería ni su propio electorado.

En ese mismo terreno se han movido las discusiones parlamentarias sobre la nueva ley de educación -la ley Celaa-, en las que los conservadores, en vez de esgrimir argumentos de carácter académico, se han limitado a utilizar tópicos tales como el derecho de los padres a elegir el centro educativo de sus hijos. Si hubieran entrado en la discusión sobre el contenido de la ley, es posible que no hubieran podido convencer a sus electores de sus supuestas maldades. Pero quedándose en una polémica artificial y falsa, lo entienden mejor.

A veces la resistencia al avance utiliza argumentos de carácter moral, como ha sucedido con la ley de la eutanasia. Digo de carácter moral, porque así lo definen los que no están de acuerdo con su aprobación, cuando en realidad debería haber dicho de carácter religioso. Porque no se puede considerar inmoral legislar sobre la muerte digna de los que padecen enfermedades incurables y viven el último tramo de su vida en constante sufrimiento. No confundamos, como sucede con demasiada frecuencia, los preceptos religiosos con la moral. Son cosas distintas.

Todas estas leyes y muchas más están saliendo adelante gracias a que un gobierno progresistas dirige ahora el país. Puede ser, no lo voy a negar, que algunas de ellas se frenen cuando los conservadores vuelvan a gobernar. Pero, como ha sucedido a lo largo del tiempo, una parte sustancial de las reformas permanecerá. El progreso implica mayor justicia y muchos de los votantes que sustentan los gobiernos conservadores no entenderían volver a situaciones ya superadas. El divorcio, el aborto, el ingreso mínimo vital  y la ley de dependencia, entre otras muchas leyes de carácter social, ilustran lo que acabo de decir. Fueron gobiernos socialistas los que los pusieron en marcha, con una enorme resistencia por parte de los conservadores. Y ahí siguen, porque cuando han gobernado no se han atrevido a derogar unas leyes a las que en su momento negaron el apoyo.

La justicia social se abre paso, sí, aunque les pese a algunos. Y seguirá avanzando por mucho que los reaccionarios pretendan frenarla.

23 de mayo de 2021

Fallas culturales. Crónica de urgencia

En geología, se denomina falla a aquella fractura de la corteza terrestre en la que uno de los dos bloques laterales se ha deslizado respecto al otro. De ahí que a mí me guste hablar de fallas culturales cuando me refiero a las que se interponen entre dos naciones fronterizas con situaciones sociales, económicas y culturales muy distintas. En estos casos, podría decirse en sentido figurado que existe entre las dos una fisura de carácter convivencial.  El mundo está lleno de fallas culturales. Sólo por poner algunos ejemplos citaré las fronteras entre Estados Unidos y Méjico y entre Turquía y Europa. A los dos lados de las rayas se sitúan poblaciones tan distintas en sus maneras de entender la vida, que difícilmente pueden convivir sin que surjan entre ellas motivos de fricción. Pues bien, entre Marruecos y España se interpone una enorme falla cultural, que debería ser tenida siempre en cuenta al evaluar cualquier conflicto que surja entre los dos Estados.

Yo le tengo una gran simpatía a Marruecos, quizá porque viví los nueve primeros años de mi vida en Tetuán, entonces capital del protectorado español del norte de África, una variante del colonialismo en la que se respetaba el stablishment de la nación protegida. Allí, junto al Alto Comisario español, existía la figura del Jalifa marroquí, el máximo representante del sultán. Conservo por tanto recuerdos entrañables de aquella época, en la que las dos poblaciones convivían en paz y armonía, aunque es fácil suponer que las tensiones continuaran latentes. El protectorado significaba por un lado sumisión del protegido respecto al protector, pero también la obligación de que la protección incluyera la ayuda necesaria para el desarrollo socioeconómico.

Lo que ha sucedido estos días en Ceuta no puede explicarse si no se tiene en cuenta la brecha tan profunda que existe entre los dos países, sobre todo en el ámbito económico. La estrategia por parte del gobierno marroquí, desde mi punto de vista equivocada, de fomentar el paso de marroquíes a la ciudad autonómica jugándose la vida, no hubiera podido darse si no existiera la profunda falla.

El gobierno dice que no se ha tratado de una crisis migratoria, sino de un chantaje inadmisible, y estoy de acuerdo. Pero yo añado que los gobernantes del país vecino han actuado con muy poco sentido político, porque las declaraciones de los “asaltantes” ponen de manifiesto la miseria y desesperación que ha llevado a muchos a iniciar una aventura absolutamente inútil. Es curioso observar como sus quejas se dirigen contra quienes los han enviado.

El Estado español se está comportando de acuerdo con las difíciles circunstancias, respondiendo con prudencia a la provocación. Al gobierno no le ha temblado el pulso, pero tampoco ha sucumbido a tentaciones de actuar con mayor contundencia. Europa ha respaldado a España, un punto importantísimo si se tiene en cuenta que podría haber caído en la tentación de considerar la situación como un problema local y no comunitario. Las fuerzas de seguridad, las de protección civil y las armadas han puesto sobre el terreno lo mejor de sí mismos. El compromiso de España con la solidaridad y con el respeto a los derechos humanos ha quedado demostrado.

Pero la oposición ha actuado de manera escandalosa y mezquina. Explicaciones absurdas sobre el origen de la crisis y acusaciones fuera de lugar a determinados actores políticos han demostrado una vez más que no enienden lo que significa asunto de estado, un concepto que confunden con la crítica política. Deberían recordar la crisis de Perogil, cuando 150 legionarios ocuparon un islote de escasos metros cuadrados, “invadido” por seis policías marroquíes. No digo que no hubiera que haberlos desalojado, pero sí que aquel despliegue resultó esperpéntico por desproporcionado, muy al gusto de los patriotas de vía estrcha. Casado debería recordar aquello, pero de estadista tiene muy poco y sus consejeros de diplomáticos absolutamente nada. A cualquier español de pro debería darle vergüenza lo que la oposición de derechas ha hecho y sigue haciendo con este asunto.

De la ultraderecha no quiero ni hablar, porque ni siquiera aceptan los abrazos emotivos de una auxiliar de la Cruz Roja a un senegalés asustado. Han llegado a decir de este gesto que se trataba de una escaramuza de carácter sexual. Si por ellos fuera, habríamos declarado la guerra a Marruecos y se hubiera dejado que los niños y jóvenes que llegaban a nado se ahogaran. Hay que ser ruin y miserable para argumentar como están argumentando.

Para acabar, de la misma manera que las fallas geológicas son irreversibles, las culturales tienen solución, si no a corto, sí a medio plazo. Para ello es preciso trabajar en los dos lados para que mediante la colaboración vayan poco a poco disminuyendo las diferencias socioeconómicas. Y para conseguirlo, todo lo que se haga en esta crisis puede ayudar a acercarnos al objetivo o, por el contrario, a agravar las diferencias.