23 de agosto de 2019

Viajar es viajar y punto

Oigo con cierta frecuencia aquello de que para qué viajar al extranjero existiendo tantos lugares en España para visitar, tan interesantes o más que los que uno pueda descubrir en tierras extrañas. Lo oigo con tanta insistencia que en más de una ocasión me he puesto a meditar sobre las causas que puedan originar tan categórica recomendación, que en principio me suena, lo diré con claridad meridiana, chovinista, por un lado, y corto de miras, por otro.

¿Qué tiene que ver el culo con las témporas?, dicen los que rehúyen las comparaciones odiosas, que además con frecuencia son estúpidas (las comparaciones). Porque en este caso estamos hablando de cosas idénticas en lo fundamental, aunque distintas en algunos aspectos. Se puede viajar por España, y conocer lugares maravillosos, o por el extranjero, donde, además de visitar parajes también interesantes, se descubren culturas y comportamientos diferentes a los que nos rodean habitualmente. Que las playas de mi querido Cádiz sean prodigiosas no invalida que me impresionen los acantilados de Moher. Ni creo que tenga que renunciar a visitar la catedral de Brujas porque en España contemos con extraordinarias muestras del gótico medieval. Cada cosa en su sitio y haya paz.

Viajar es un concepto que no admite fronteras. Un viaje, por insignificante que sea, es una aventura, grande o pequeña, pero al fin y al cabo una interrupción de lo cotidiano. E interrumpir lo cotidiano y encontrar cosas diferentes a lo de cada día es algo que se puede hacer a la vuelta de la esquina o en el recóndito Yukón, recorriendo las hoces del Guadalope o contemplando las cataratas de Iguazú, paseando por Cáceres o recorriendo Manhattan. Lo importante no es si el lugar pertenece o no a tu país sino lo que allí descubras, se hable español, farsi, mandarín o sánscrito.

Otra cosa son las preferencias de cada uno. Tengo amigos que cuando viajan prefieren dormir en albergues de dudosa higiene a pernoctar en un Sheraton de cinco estrellas; otros que si el viaje exige subirse a un avión eligen quedarse en casa; algunos –no demasiados- necesitan la aventura, aunque ésta comporte incomodidades, desasosiegos o diarreas; y no falta quien me ha espetado que para qué moverse de aquí para allá cuando desde la mullida butaca de tu cuarto de estar puedes recorrer el mundo a través de la pantalla del ordenador. De todo, como en botica.

Después -¡cómo no!- está la edad, a la que nunca se debe dar la espalda, a no ser que uno sea un insensato. No es lo mismo viajar con mochila en el transiberiano con 20 años de edad que trasladarse a las selvas amazónicas con 70 cumplidos. Los riesgos del primero son tan pequeños que merece la pena correrlos. A los segundos, aunque les desee lo mejor, no les arriendo la ganancia, porque las indómitas tensiones arteriales, las amenazas bacterianas y las comidas grasas y ricas en especias están siempre al acecho.

Pero en cualquier caso, qué más da si el viaje es por España o por el extranjero. Eso, a los efectos que nos atañe, es completamente indiferente. Porque viajar es viajar y punto.

16 de agosto de 2019

Fiestas de pueblo

A mí las fiestas locales nunca me han entusiasmado. Ni las de los pueblos, ni las de las ciudades, ni las de las comarcas, ni las de las regiones. Suelen estar todas cortadas por un mismo patrón, con independencia del lugar del que se trate. En las de España no pueden faltar los toros en sus diversas y variopintas variedades, los encierros, los fuegos artificiales, las charangas callejeras y el vocerío noctámbulo.  Mucho ruido, demasiados gritos y bastante incomodidad. Además, como suelen ser  patronales –no importa de qué virgen o de qué santo-, campanas al viento hasta ensordecer, procesiones con el alcalde al frente vestido de lagarterano, con sombrero cordobés o con cachirulo de diseño floreado, ofrendas de flores hasta donde llegan las escaleras plegables y bailes regionales al finalizar la misa mayor. Pero, a pesar de los inconvenientes, a pesar de los pesares hace muchos años que acudo puntualmente a las de Castellote, “mi pueblo”.

Son días de encuentro con gentes a las que durante el año ves poco o ni las ves; son jornadas para revivir recuerdos, para dejarse llevar un poco por la nostalgia, para meditar sobre el rápido transcurrir de la vida. En definitiva se trata de una corta interrupción de lo cotidiano.  Y aunque no sea más que porque se necesita cambiar de vez en vez de ambiente, de compañía y de lugar, las fiestas de Castellote son para mí imprescindibles. Lo que no significa que me guste convivir durante estos días con la monotonía de las charangas y aguantar estoicamente los estallidos de los petardos y de las tracas.

Pero hay un aspecto de las fiestas de los pueblos que me había pasado desapercibido hasta ahora, el de las ausencias. No me refiero sólo a los que ya han desaparecido de entre nosotros, sino también a los que, aunque todavía vivos, ya no pueden -o no quieren-  acudir a la convocatoria anual. Y lo he notado este año y no antes quizá porque hasta ahora no me había puesto a pasar lista. Esta vez lo he hecho y han sido muy pocos los que han contestado ¡presente! A estas alturas de mi vida no debería sorprenderme tanto silencio, tanta deserción, tanta inasistencia. Pero tengo el gran defecto de creer que las cosas continúan como siempre.

El paso del tiempo no perdona. Hace sólo unos años nos reuníamos durante estos días en cenas y en comidas largas y divertidas hasta treinta personas de nuestro círculo de amigos y familiares, repartidas en dos generaciones. Que ya no quede ninguna de la primera no tiene nada de particular. Pero que de la segunda, la mía, no hayamos acudido a la cita ni la mitad de la mitad de los habituales es bastante sorprendente, o al menos a mí se me hace extraño. Pero sobre todo me produce tristeza, un efecto absolutamente contrario al que debería esperarse en las fiestas de un pueblo.

No quería ponerme melancólico, pero hay instantes en los que uno tropieza con su propia realidad y éste ha sido uno de ellos. Ha sido un momento en el que, libre por completo de las ataduras de lo cotidiano, he podido constatar que todo en la vida, absolutamente todo, tiene fecha de caducidad

6 de agosto de 2019

En esas tardes de verano

En esas tarde de verano, de vinos largos y frases deshilvanadas, de risas fáciles y gestos amables, cuando los amigos que sólo se ven de vez en vez se reúnen con el único propósito de pasar un rato juntos y mantener encendida la llama del afecto, surgen en ocasiones temas interesantes, aunque sólo sea por lo que supone conocer las opiniones de personas con las que hay pocas ocasiones de intercambiar ideas. La situación de descanso, de tregua vacacional, propicia que cualquier cosa que se diga resulte fascinante. Son conversaciones que para mí tiene un gran atractivo, porque carecen de propósitos concretos, de intentos de persuasión y de afanes doctrinarios. Se dicen cosas, y que cada uno retenga lo que quiera o lo que pueda, porque las gambas frescas y el buen vino dejan poco espacio para asimilar ideas.

Con algunos de estos amigos he debatido estos días sobre lo material -y también sobre lo metafísico-, en largas peroratas sin solución de continuidad, de salto en salto y sin más pretensiones que, como decía antes, hablar y hablar. Pero en ellas siempre se descubre algo nuevo. Por ejemplo, aunque parezca mentira a estas alturas del siglo XXI, que Vox dispone de una amplia grey sobre la que lanzar sus redes. Los votante de la derecha ultraconservadora llevaban años bastante deprimidos, quizá porque se hubieran quedado huérfanos de caudillaje hace ya algún tiempo. En el fondo de su alma política seguía latiendo el desacuerdo con la democracia, una camisa que les queda demasiado ancha para sus gustos. Demócratas por aquí y por allá –pensaban-, de derechas o de izquierdas pero demócratas al fin y al cabo; demasiados derechos humanos enarbolados sin venir a cuento; machaconas lecciones de tolerancia muy difíciles de digerir. Y mientras tanto –continuaban meditando- los "moros" saltando las vallas de Ceuta y Melilla, los LGTBI luciendo transgresión ramplona y las feministas dando el coñazo con eso de la igualdad de derechos. Pero ahora, cuando creían que todo estaba perdido, han descubierto que ya hay quien los entiende, ya conocen a quien puede redimirlos de tanta desazón y de tanto caos, ya se acabó el desamparo en el que habían caído.

A través de estas conversaciones -insisto que desenfadadas- he descubierto que se trata de personas que ni siquiera se habían parado a pensar en por qué se sentían incómodas. Disponían de una opción conservadora –la del Partido Popular- que en mayor o menor medida colmaba sus inquietudes, aunque nunca lo hiciera por completo. Pero cuando miraban aún más a la derecha no encontraban nada. Sin embargo, de repente aparecieron unos señores muy serios, con voz engolada y de gran prestancia, bajo las siglas de Vox y enarbolando banderas a los cuatro vientos, que les han devuelto la esperanza perdida. Es la ultraderecha que nunca perdió garra del todo, aunque sus inquietudes estuvieran un tanto aletargadas. Son los que añoran unos tiempos pasados que para ellos no fueron tan malos como dicen. O sus hijos o sus nietos, porque hay sensaciones que se trasmiten de generación en generación, quizá porque se graben a fuego en los genes.

Pero como el verano no se ha acabado, estas conversaciones intrascendentes continuarán. De manera que quizá otro día hable de alguna otra, en las que siempre se descubre algo nuevo. O no tan nuevo.