16 de agosto de 2019

Fiestas de pueblo

A mí las fiestas locales nunca me han entusiasmado. Ni las de los pueblos, ni las de las ciudades, ni las de las comarcas, ni las de las regiones. Suelen estar todas cortadas por un mismo patrón, con independencia del lugar del que se trate. En las de España no pueden faltar los toros en sus diversas y variopintas variedades, los encierros, los fuegos artificiales, las charangas callejeras y el vocerío noctámbulo.  Mucho ruido, demasiados gritos y bastante incomodidad. Además, como suelen ser  patronales –no importa de qué virgen o de qué santo-, campanas al viento hasta ensordecer, procesiones con el alcalde al frente vestido de lagarterano, con sombrero cordobés o con cachirulo de diseño floreado, ofrendas de flores hasta donde llegan las escaleras plegables y bailes regionales al finalizar la misa mayor. Pero, a pesar de los inconvenientes, a pesar de los pesares hace muchos años que acudo puntualmente a las de Castellote, “mi pueblo”.

Son días de encuentro con gentes a las que durante el año ves poco o ni las ves; son jornadas para revivir recuerdos, para dejarse llevar un poco por la nostalgia, para meditar sobre el rápido transcurrir de la vida. En definitiva se trata de una corta interrupción de lo cotidiano.  Y aunque no sea más que porque se necesita cambiar de vez en vez de ambiente, de compañía y de lugar, las fiestas de Castellote son para mí imprescindibles. Lo que no significa que me guste convivir durante estos días con la monotonía de las charangas y aguantar estoicamente los estallidos de los petardos y de las tracas.

Pero hay un aspecto de las fiestas de los pueblos que me había pasado desapercibido hasta ahora, el de las ausencias. No me refiero sólo a los que ya han desaparecido de entre nosotros, sino también a los que, aunque todavía vivos, ya no pueden -o no quieren-  acudir a la convocatoria anual. Y lo he notado este año y no antes quizá porque hasta ahora no me había puesto a pasar lista. Esta vez lo he hecho y han sido muy pocos los que han contestado ¡presente! A estas alturas de mi vida no debería sorprenderme tanto silencio, tanta deserción, tanta inasistencia. Pero tengo el gran defecto de creer que las cosas continúan como siempre.

El paso del tiempo no perdona. Hace sólo unos años nos reuníamos durante estos días en cenas y en comidas largas y divertidas hasta treinta personas de nuestro círculo de amigos y familiares, repartidas en dos generaciones. Que ya no quede ninguna de la primera no tiene nada de particular. Pero que de la segunda, la mía, no hayamos acudido a la cita ni la mitad de la mitad de los habituales es bastante sorprendente, o al menos a mí se me hace extraño. Pero sobre todo me produce tristeza, un efecto absolutamente contrario al que debería esperarse en las fiestas de un pueblo.

No quería ponerme melancólico, pero hay instantes en los que uno tropieza con su propia realidad y éste ha sido uno de ellos. Ha sido un momento en el que, libre por completo de las ataduras de lo cotidiano, he podido constatar que todo en la vida, absolutamente todo, tiene fecha de caducidad

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