27 de octubre de 2018

El cine y la literatura

Me gusta el cine, lo confieso, aunque haga años que no entre en una sala cinematográfica. Me limito a sentarme en mi butaca frente al televisor, seleccionar una película entre las tantas que ofrecen los canales especializados y que he grabado con anterioridad, y zambullirme durante hora y media o dos horas en las imágenes y en los diálogos del guion que haya elegido. No soy demasiado exigente con los argumentos. Me basta con que cuenten una historia que no conozca, porque tengo la suerte de ser capaz de encontrar alicientes en los más mínimos detalles, en las imágenes, en los diálogos, en la música, en las interpretaciones, en el vestuario, en las ambientaciones, en todo.

Y me gusta leer novelas o ensayos por igual. En cuanto me sumerjo en los argumentos o en las argumentaciones de las primeras páginas de un libro, ya no soy capaz de abandonar su lectura hasta el final. También es cierto que aquí soy algo más selectivo que con el cine, porque mientras que con éste me basta con echar un vistazo a la oferta disponible para seleccionar la película que me interese en un momento determinado, la elección de un libro me lleva bastante tiempo de brujuleo entre las estanterías de las librerías que frecuento. Me sucede algo así como si con el cine no me importara demasiado equivocarme en la elección, mientras que con la lectura tuviera temor a perder el tiempo entre las páginas de un argumento o de una tesis que careciera de interés para mí. Por eso atiendo poco las recomendaciones cinematográficas que se me hagan y mucho los consejos de los lectores.

Lo que no llevo bien es la mezcla de estos dos medios. Quiero decir, para que nos entendamos, que no suelen gustarme las adaptaciones cinematográficas de las novelas. Supongo que se debe a que mientras que con la lectura es mi mente la que pone cara a los protagonistas, construye los escenarios y compone la sintonía general, el cine me lo da todo hecho y sólo tengo que prestar atención a lo que veo y a lo que oigo. En la lectura soy colaborador necesario del escritor y en la contemplación de una película mero receptor de la creación de otros.

Por eso, me resulta bastante incómodo ver una adaptación cinematográfica después de haber leído el libro sobre cuyo argumento esté basada. Suelen quedarse cortas o desdecir las ideas que yo había formado en mi mente con la lectura del libro. Por el contrario, son muchas las películas que me han llevado a buscar el libro adaptado, para así encontrar el desarrollo completo de las ideas del autor, aunque me encuentre lamentablemente condicionado por la previa visualización de la película. Creo que se trata de dos géneros tan distintos, de dos entretenimientos tan dispares, que difícilmente soportan la simbiosis.

Lo que me pregunto muchas veces es dónde encontraran distracción aquellos a los que no les gusta ni la literatura ni el cine. Aunque ya sé que siempre hay un roto para un descosido.

22 de octubre de 2018

Predecir el futuro

Con este título alguien podría pensar que hoy me he propuesto escribir sobre pitonisas o sobre adivinadores de lo que está por venir. Nada más lejos de mi intención. Lo que en realidad pretendo es reflexionar sobre ese tópico tan extendido que proclama que el conocimiento de la Historia ayuda a predecir el futuro. Lo he oído tan a menudo, que incluso llegué a creérmelo en algún momento. Pero, como estoy a tiempo de rectifica mis erroresr, voy a hacerlo. Y no sólo eso, también a justificar por qué me desdigo de lo que en algún momento defendí como una verdad incuestionable.

El desarrollo de la humanidad a lo largo del tiempo, que es en realidad la materia que estudia la Historia, obedece al efecto mariposa, ese según el cual el aleteo de uno de estos insectos en algún lugar del planeta puede ocasionar huracanes en las antípodas. De igual forma, la evolución del comportamiento social a lo largo de los siglos se debe en gran medida a efectos aleatorios, es consecuencia de la suma de infinidad de razones impredecibles y no de causas recurrentes a lo largo del tiempo, como el tópico da a entender.

¿Alguien hubiera podido suponer antes de que surgieran las sufragistas a principios del siglo XX que el feminismo iba a estar con el tiempo en la cresta de la ola como está en estos momentos? ¿Podría alguien haber imaginado en el Toledo medieval de las tres culturas que el yihadismo causaría en el siglo XXI el terror que está causando? ¿Hubieran podido pensar los padres de la constitución americana en el siglo XVIII que con el tiempo tendrían un presidente como Trump? ¿A los combatientes en Verdún se les podría haber pasado por la cabeza que los descendientes de los que en ese momento les disparaban desde las trincheras de enfrente serían algún día ciudadanos de la misma Unión Europea a la que pertenecerían los suyos? Mi respuesta a las preguntas anteriores es que ni por asomo.

Este tópico tiene además varios inconvenientes o, mejor dicho, trae aparejados mensajes negativos o pretextos sectarios. El primero es el fatalismo: si las cosas fueron mal en algún momento, seguirán yendo mal y nada ni nadie podrá evitarlo. El segundo, ahora muy en boga con tanto nacionalismo de todo tipo, la manipulación de la Historia con fines sectarios: debemos ir por este sendero, porque ya lo hicieron nuestros antepasados.

El futuro no existe, se hace día a día. Nada hace pensar que las cosas deban suceder como evolución lógica de cualquier pasado. Cada mañana aparecen nuevos factores, nuevas causas, nuevos gérmenes para el desarrollo futuro de la humanidad, que arrasan los anteriores, les quitan vigencia y les hacen perder validez. En definitiva, los anulan como elementos sobre los que basar nuevas predicciones. Las acciones individuales de millones y millones de personas en cualquier rincón del mundo forjan día a día, sin que ellos lo sepan, el futuro de la humanidad. Y como la resultante del conjunto de esas manipulaciones es impredecible, también lo es el devenir de la Historia. No tenemos ni la menor idea de adónde vamos a corto plazo, ni mucho menos a largo. Cualquier especulación no será más que eso, un puro invento.

De las tres supuestas consecuencias que acarrea el estudio minucioso de la Historia -conocer el pasado, entender el presente y anticipar el futuro-, me quedo con las dos primeras. La tercera no es más que un tópico sin fundamento alguno.

18 de octubre de 2018

Usos, modas y costumbres

Hace unos días me referí en este mismo blog a un par de bodas a las que había tenido ocasión de asistir en el corto plazo de dos semanas. Como en algunos aspectos fueron muy distintas, no he podido librarme de caer en la tentación de comparar algún capítulo de las mismas. Aunque las dos respondían a entornos sociales muy parecidos -si no iguales-, la primera fue civil y la segunda religiosa.

Las dos gozaron de sus correspondientes ceremonias y también las dos de los consabidos banquetes y de la desbordante generosidad que conlleva una boda. Y las dos se celebraron, a mi juicio, con la solemnidad que suele rodear estos actos. En la primera, fue un concejal del ayuntamiento de una pequeña capital de provincia castellana  el encargado de sellar el compromiso. En la segunda, un sacerdote, amigo de los contrayentes, ofició el enlace. El marco de la civil fue el soleado patio de un interesante edificio herreriano y el de la religiosa una iglesia del siglo XVII, en el centro de cierta ciudad andaluza. Como no podía ser de otra manera, hubo sus correspondientes pláticas. Y a ellas y a sus contenidos me voy a referir ahora.

El concejal oficiante de la primera centró su mensaje a los contrayentes en “vivid en armonía, pero que ninguno de los dos absorba la personalidad del otro”. En realidad fueron otras palabras, pero la tesis era esa: “ayudaos, protegeos y vivid el proyecto de convivencia con felicidad, pero no olvidéis nunca vuestra individualidad como seres humanos”. O dicho de otro modo: “habéis adquirido un compromiso de lealtad mutua, que en ningún caso significa sumisión del uno con respecto al otro”

El sacerdote de la segunda habló también en su homilía de respeto y felicidad, por supuesto bajo el manto de la Iglesia. “Lo que ha unido Dios que no lo separe el hombre”. O dicho de otra manera: “Juntos hasta la muerte, suceda lo que suceda”. Citas de alguna epístola que venía al caso y recuerdo de la obligación de los padres a educar a los hijos en la fe. Pocas referencias a los aspectos humanos, si es que hubo alguna.

En la primera, varios invitados -amigos y familiares de los contrayentes- tomaron la palabra tras el concejal para, en un ambiente distendido, cálido y amigable, lanzar algunos mensajes alegres y entusiastas a los novios. En la segunda, también por parte de algunos íntimos, encorsetadas y circunspectas lecturas de algunos pasajes del Nuevo Testamento, pero ninguna mención personalizada. Una estandarización de mensajes muy al uso en las ceremonias religiosas. Poca novedad, la verdad.

Ya he dicho antes que no hubiera entrado nunca en esta comparación si no fuera porque la cercanía de los dos actos, similares en la forma y distintos en los discursos, me hubiera provocado una reflexión sobre ciertas diferencias.  Boato, solemnidad y alegría distendida en las dos, pero dos mensajes distintos. En una, sed consecuentes con la decisión que hoy tomáis, pero si la realidad no responde a las expectativas no dudéis en recobrar vuestras vidas anteriores. En la segunda, avisos a los novios de que iniciaban  un camino de no retorno suceda lo que suceda, porque así está escrito en sagrado.

Ningún comentario por mi parte. Que cada cual saque sus conclusiones.

13 de octubre de 2018

Hoy las costumbres adelantan que es una barbaridad

Conozco a pocos que no consideren que en esto de los modales o de las costumbres sociales cualquier tiempo pasado fue mejor. Oigo tanto decir que el trato entre las personas está perdiendo calidad, que me he preguntado muchas veces si no se tratará de un tópico más, sin fundamento alguno que lo respalde. Como soy un escéptico impenitente, llevo un tiempo tratando de observar a mi alrededor lo que en realidad sucede y estoy llegando a la conclusión de que al emitir juicios sobre este asunto se utilizan patrones inadecuados. Dicho de otro modo, creo que se juzgan las conductas sin tener en cuenta la evolución de las costumbres.

Cuando yo andaba por los treinta, en el ambiente que por entonces frecuentaba se tenía por costumbre besar la mano a las señoras casadas cuando te las presentaban por primera vez, una leve inclinación del cuerpo, tan sólo un amago de lo que en otros tiempos quizá fuera una completa genuflexión versallesca. Ahora no se me ocurriría semejante ceremonia, no porque me haya vuelto un maleducado, sino porque las costumbres sociales han cambiado.

En las últimas semanas he tenido ocasión de asistir a dos bodas muy diferentes entre sí, pero las dos paradigmáticas de sus respectivos entornos familiares, que por cierto, aunque de mentalidades muy distintas, respondían a categorías sociales muy parecidas, a esa que algunos llaman de clase media acomodada. En las invitaciones de las dos figuraba una tarjeta con el número de cuenta corriente de los novios, para que de ese modo los invitados tuviéramos claro qué tipo de regalo se esperaba.

Cuando yo me casé, recuerdo que remitir a una lista de bodas resultaba cuanto menos chocante, por no decir de mal gusto. Más tarde se generalizaron, hasta el extremo de convertirse en depósitos bancarios disimulados, porque los titulares podían cambiar cada regalo por el que a ellos más les interesara. Y ahora un paso más, dinero contante y sonante y dejémonos de hipocresías. No me extrañaría que dentro de unos años el regalo nupcial se convierta en una tarifa a cobrar en ventanilla cuando se acceda al banquete. Más democrático e igualitario imposible.

Otro ejemplo. Yo me eduqué en el convencimiento de que había que limitar el uso del tuteo a los entornos más íntimos. En el colegio y en la universidad los profesores se dirigían a nosotros de usted. Respecto a las personas mayores, a nadie se le ocurría bajo ningún pretexto utilizar la segunda persona antes de recibir la correspondiente venia, salvo que hubiera suficiente confianza o proximidad familiar acreditada. Ahora el tuteo gana cada día gana más terreno. Confieso que a mí me está costando mucho acostumbrarme a esta nueva forma de relación personal. A veces, llevado por la terquedad, contesto de usted para defender “mi costumbre”, aunque reconozco que cada vez me voy rindiendo con más facilidad, entre otras cosas para no encontrarme con la ridícula situación de continuar hablándole de usted a una dependienta de 20 años, mientras ella, inamovible en sus convicciones,  continúa con el tuteo.

¿Son éstos síntomas de deterioro de la educación? Yo creo que no. Me parece que lo que sucede es que las costumbres sociales cambian constantemente hacia posiciones cada vez más prácticas y transparentes. Y es conveniente adaptarse a ellas si uno no quiere quedarse fuera de juego.

9 de octubre de 2018

Comportamiento ciudadano

Le decía el otro día a un buen amigo, que yo siempre intento -aunque no siempre lo consiga- cumplir las normativas vigentes, me gusten o no me gusten, las considere razonables o fuera de lugar, útiles o inútiles. Por supuesto que no me refería a las leyes que figuran en los códigos civil y penal –porque esas por descontado-, sino a las normativas municipales o aquellas otras de menor entidad que regulan el comportamiento ciudadano del día a día.

En esto de las ordenanzas somos muy dados a considerarlas atropellos a las libertades individuales. No sólo eso, también a dar por hecho que se dictan para otros, no para nuestro caso particular.  ¿Por qué no sobrepasar los 120 kilómetros por hora en una autopista, a plena luz del día, sin apenas circulación? –he oído decir en  alguna ocasión. Esa limitación –argumentan- está puesta para otros, para los malos conductores, pero no para ellos. ¿Por qué no aparcar en un hueco donde no molestas a nadie? ¿Por qué no cruzar un paso de peatones con el semáforo en rojo, cuando hay visibilidad suficiente como para tener garantía de que no te van a atropellar? Y así hasta no acabar.

Yo sólo tengo una contestación: porque está prohibido y punto. No entro en mayores consideraciones. No me pongo a analizar la bondad de la norma ni la utilidad de la prohibición ni la conveniencia de la regulación. Doy por hecho que la ordenanza persigue lo más conveniente para todos, acepto que es imposible legislar a la medida de cada uno y asumo que vivir en sociedad implica someterse a unas normas que no siempre son cómodas. Creo que el “contrato social” del que hablaba Rousseau, la necesidad de aceptar unas reglas de juego que obliguen a todos por igual, es aplicable también a las normativas más cercanas al individuo.

La segunda derivada de esta reflexión es por qué tanta denuncia, tanta sanción, tanta medida punitiva. Para recaudar, dicen algunos. Pero yo no estoy de acuerdo. Aunque parezca mentira, los países que han llegado a altas cotas de civismo y de cumplimiento de las normativas lo han logrado a base de vigilancia exhaustiva y de aplicación de castigos, y no porque llevaran el civismo en los genes. En Finlandia –sólo es un ejemplo entre muchos otros- a nadie se le ocurre aparcar en doble fila. Si lo hace, si cae en la debilidad de “si sólo es un momento”, sabe que le puede caer una multa que lo deje baldado durante un tiempo. En Alemania, en cuyas autopistas, si no se indica lo contrario, se puede conducir a la velocidad que le venga a uno en gana, se te cae el pelo si te sorprenden sobrepasando la limitación señalada en los numerosos tramos donde lo está. Que a nadie se le ocurra tirar un papel en una calle de Estocolmo, porque corre el riesgo de que alguno de sus vecinos lo denuncie.

La educación ciudadana, el civismo, consiste en eso, en cumplir a rajatabla las normativas vigentes en cada momento. En una sociedad democrática, son las autoridades elegidas por el pueblo quienes las dictan. No cabe por tanto achacarles características dictatoriales ni tacharlas de abuso de autoridad. Si no te gusta alguna, vota a los que estén en contra para que las derogue. Pero mientras tanto, mientras rijan, acátalas como acatas las leyes de mayor enjundia.

No cuesta tanto.

6 de octubre de 2018

La hora estelar de los radicales

Diríase que se ha abierto la veda del radicalismo. Derecho a la autodeterminación o nada que rascar, proponen los unos; leña al mono hasta que reviente, contestan los otros. Las dos partes con caras de pocos amigos. Sólo les falta bailar la danza maorí, esa estrafalaria costumbre que usan los jugadores de rugby neozelandeses antes de iniciar un partido. Aspavientos, amenazas y banderas al viento de las cuatro iras. Ganas de joder la marrana, que no se me ocurre otra expresión más adecuada para describir el triste esperpento con el que nos desayunamos todos los días. Vehementes ultimátum o amenazas con ilegalizar partidos o con aplicar el 155. De todo hay como en botica. De todo menos sentido de la responsabilidad y cintura política.

Y en mitad de la contienda, procurando no entrar en las provocaciones que le vienen de los dos flancos, el intento por parte del gobierno de poner en marcha un diálogo político de nueva factura, a la vista de que las estrategias empleadas con anterioridad han resultado un auténtico fracaso. Sí, porque nadie en su sano juicio puede negar que las soluciones autoritarias, los oídos sordos o el “laissez faire” sólo han conducido a ensanchar las brechas, a agravar las diferencias, pero no a salir de una crisis en la que llevamos inmersos demasiados años y que amenaza con convertirse en crónica, socavar los cimientos del Estado y poner en riesgo la convivencia pacífica entre los españoles..

Tal es la similitud del nivel de sus intransigencias, que a veces pienso que los mismos que alimentan el fanatismo independentista de Puigdemont y de Torra lo hacen con la irresponsabilidad de unos líderes de derechas que han convertido un asunto de Estado en batalla a favor de sus intereses partidista. Ya sé que se trata de una paranoia que debo corregirme, pero, como decía un amigo mío cuando algo le sorprendía más allá de lo normal, da que pensar.

No hay otra manera de salir de esta situación que dialogar y llegar a acuerdos. No se trata de vulnerar las leyes ni de hacer concesiones anticonstitucionales, no. Se trata de poner las cartas boca arriba, las de la legalidad constitucional por un lado y las de las reivindicaciones identitarias por el otro. Y a partir de ahí analizar hasta dónde se puede llegar. Seguramente –por qué no- existirá un punto de encuentro en el que quepamos todos.

Si algo están dejando claro los acontecimientos de los últimos días, es que en el campo independentista se empieza a oír con atención las propuestas de diálogo que les lanza el gobierno, hasta el punto de que se observen cada vez mayores diferencias de criterio entre sus líderes. Desde mi punto de vista, se trataría de un punto de inflexión que debería tenerse muy en cuenta y que confirmaría que la sensatez todavía puede abrirse paso entre tanto dislate y que la estrategia del gobierno no se basa en ingenuas quimeras.

Otra cosa será que, a pesar de todo, la irracionalidad siga campando por sus respetos, porque, no lo olvidemos, parece que ha llegado la hora estelar de los radicales de uno y de otro lado.

1 de octubre de 2018

El franquismo sociológico

España está llena de neofranquistas, de ciudadanos que añoran la época de la dictadura. No echan de menos la presencia del dictador, porque con el tiempo han asumido que murió y que su figura es políticamente irrepetible, pero sí los usos y costumbres dictatoriales de aquella larga etapa de la historia de España. Son personas que recuerdan con cierta satisfacción los años que vivieron bajo la autoridad de Franco o que han oído hablar tan bien de aquel régimen que confunden el relato de los otros con sus propios recuerdos.

Pero lo curioso es que casi ningún neofranquista reconoce serlo.  No lo manifiestan abiertamente, pero se les nota. Es más, suelen entrar al trapo en cualquier controversia que pueda empañar la figura del dictador. Expresiones como “barbaridades se cometieron en los dos bandos” o “qué sentido tiene remover la Historia” demuestran que reconocen las barbaridades, pero las reparten por igual, o que se sienten incómodos cuando se cuestiona el comportamiento de los que consumaron el golpe de estado del 36. Dejad que los muertos descansen en paz, sentencian.

Lo de la exhumación de los restos de Franco lo llevan muy mal. No lo dicen abiertamente, porque a tanto quizá no se atrevan. Los partidos que cosechan su voto ni siquiera apoyaron la iniciativa en el Congreso. Se limitaron a abstenerse, que compromete menos, y a justificar su actitud con aquello de “no tendrán otra cosa mejor que hacer” o con lo de “cortina de humo para ocultar su falta de ideas”. Todo menos defender abiertamente que Franco siga enterrado en el mausoleo que el mismo diseño para perpetuar su recuerdo. No, a eso, ya lo he dicho, no se atreven.

Algunos, cuando lean estas reflexiones pensaran que me acabo de caer del guindo, que era bien sabido que el neofranquismo existía. Sí, es cierto, yo también lo sabía. Pero, llevado por la ingenuidad, no creía que su sombra estuviera tan extendida. Y ahora, a la vejez viruela, descubro que lo está, quizá porque la llegada al gobierno de la izquierda reivindicativa de ciertos valores éticos haya espoloneado las adormecidas conciencias del franquismo sociológico y los nostálgicos se estén haciendo más visibles.

Sin embargo, no estoy seguro de que el neofranquismo represente una réplica hispana de la ultraderecha europea, ahora tan en auge. No digo que en sus filas no haya ultraderechistas, porque los hay y muchos, sino que muchos de ellos no reconocen serlo. Son conservadores –hasta ahí podíamos llegar-, pero su añoranza de aquella etapa está más basada en la nostalgia, en el recuerdo, que en la ideología. Sus mentes han evolucionado hacia formas políticas algo más abiertas, pero parte de sus neuronas siguen ancladas en aquel pasado, continuan presas en las redes de un régimen que seguramente a ellos no los trató tan mal.

Son muchos y están por todas partes. Yo cada día descubro a más y en los sitios más insospechados.