9 de octubre de 2018

Comportamiento ciudadano

Le decía el otro día a un buen amigo, que yo siempre intento -aunque no siempre lo consiga- cumplir las normativas vigentes, me gusten o no me gusten, las considere razonables o fuera de lugar, útiles o inútiles. Por supuesto que no me refería a las leyes que figuran en los códigos civil y penal –porque esas por descontado-, sino a las normativas municipales o aquellas otras de menor entidad que regulan el comportamiento ciudadano del día a día.

En esto de las ordenanzas somos muy dados a considerarlas atropellos a las libertades individuales. No sólo eso, también a dar por hecho que se dictan para otros, no para nuestro caso particular.  ¿Por qué no sobrepasar los 120 kilómetros por hora en una autopista, a plena luz del día, sin apenas circulación? –he oído decir en  alguna ocasión. Esa limitación –argumentan- está puesta para otros, para los malos conductores, pero no para ellos. ¿Por qué no aparcar en un hueco donde no molestas a nadie? ¿Por qué no cruzar un paso de peatones con el semáforo en rojo, cuando hay visibilidad suficiente como para tener garantía de que no te van a atropellar? Y así hasta no acabar.

Yo sólo tengo una contestación: porque está prohibido y punto. No entro en mayores consideraciones. No me pongo a analizar la bondad de la norma ni la utilidad de la prohibición ni la conveniencia de la regulación. Doy por hecho que la ordenanza persigue lo más conveniente para todos, acepto que es imposible legislar a la medida de cada uno y asumo que vivir en sociedad implica someterse a unas normas que no siempre son cómodas. Creo que el “contrato social” del que hablaba Rousseau, la necesidad de aceptar unas reglas de juego que obliguen a todos por igual, es aplicable también a las normativas más cercanas al individuo.

La segunda derivada de esta reflexión es por qué tanta denuncia, tanta sanción, tanta medida punitiva. Para recaudar, dicen algunos. Pero yo no estoy de acuerdo. Aunque parezca mentira, los países que han llegado a altas cotas de civismo y de cumplimiento de las normativas lo han logrado a base de vigilancia exhaustiva y de aplicación de castigos, y no porque llevaran el civismo en los genes. En Finlandia –sólo es un ejemplo entre muchos otros- a nadie se le ocurre aparcar en doble fila. Si lo hace, si cae en la debilidad de “si sólo es un momento”, sabe que le puede caer una multa que lo deje baldado durante un tiempo. En Alemania, en cuyas autopistas, si no se indica lo contrario, se puede conducir a la velocidad que le venga a uno en gana, se te cae el pelo si te sorprenden sobrepasando la limitación señalada en los numerosos tramos donde lo está. Que a nadie se le ocurra tirar un papel en una calle de Estocolmo, porque corre el riesgo de que alguno de sus vecinos lo denuncie.

La educación ciudadana, el civismo, consiste en eso, en cumplir a rajatabla las normativas vigentes en cada momento. En una sociedad democrática, son las autoridades elegidas por el pueblo quienes las dictan. No cabe por tanto achacarles características dictatoriales ni tacharlas de abuso de autoridad. Si no te gusta alguna, vota a los que estén en contra para que las derogue. Pero mientras tanto, mientras rijan, acátalas como acatas las leyes de mayor enjundia.

No cuesta tanto.

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