31 de enero de 2016

Tengo el corazón "partío"

Desde fuera del colectivo socialista, es muy difícil percibir el desconcierto que cunde entre los votantes de este partido. No me refiero a los políticos, que al final tomarán las decisiones que la compleja coyuntura poselectoral les aconseje, sino a los miles de votantes de la izquierda moderada que siempre han defendido las reformas progresistas desde la moderación, el respeto absoluto a las leyes de la economía de mercado y la inscripción de nuestro país en el llamado mundo occidental. Estoy hablando, por tanto, de ese numeroso grupo de ciudadanos que se mantiene fieles a las ideas progresistas de la socialdemocracia europea, entre cuyas filas me encuentro a título de votante, como ya he confesado en más de una ocasión.

Un socialdemócrata no puede desear compartir responsabilidades de gobierno con la derecha neoliberal que representa el PP de Rajoy. A quienes se les haya podido pasar por la cabeza la idea del llamado gran pacto, es que no tienen ni idea de lo que ha significado para España la legislatura que ahora está dando sus últimos coletazos. So pretexto de la situación económica ruinosa heredada, que precisamente generó el capitalismo rampante y desmadrado, los populares han metido el bisturí donde más duele, en los tejidos del estado del bienestar, arramplando con los niveles de progreso que se habían alcanzado hasta entonces, aumentando las diferencias entre los que más y menos tienen, generando pobreza y desigualdad. Un socialista no puede apoyar ni por asomo esas políticas.

Pero tampoco puede estar al lado de la utopía populista de Podemos, un partido que ha ido pasando desde los mensajes antisistema de sus orígenes a un intento de acomodación a la realidad global en la que se mueve España, sin dar explicaciones de su mutación sobrevenida. Para mí, y para muchos otros, estos cambios no son sino acoplamientos oportunistas a las circunstancias electorales de cada momento, una actitud camaleónica que no engaña a quienes saben que la firmeza en las ideas es garantía de eficacia a largo plazo. La continua adaptación al medio puede producir buenos resultados electorales a corto, porque es una estrategia que engaña a los más crédulos, pero al final será como las tormentas del desierto, que pasan y no dejan más rastro que el polvo levantado.

La expectación que existe en estos momentos ante la posición que pueda adoptar el PSOE si al final decide intentar formar gobierno, se debe a que desde fuera se intuye el dilema, aunque no se comprenda bien. La derecha invoca la moderación y la estabilidad, como si con estas palabras alejara a la bicha. Por su lado, la izquierda radical habla de repartir sillones, no vaya a ser que se les pase la oportunidad. Dos actitudes, la del PP y la de Podemos, que lo único que pretenden es arrimar el ascua a su sardina, dos cantos de sirena que de ser escuchados podrían resultar letales para el partido que representa a la socialdemocracia en España. Sus votantes, y también sus dirigentes, lo saben muy bien.

De la derecha neoliberal, a la que siempre he combatido desde las urnas, no me sorprende que ahora quiera el apoyo del PSOE, su denostado rival. Forma parte de su estilo, gobernar con quien sea menester, como hicieron en su momento con los, también despreciados por ellos, nacionalistas catalanes De la izquierda radical sólo puedo decir aquello de que cuánto daño le han hecho a los principios del progreso social, aunque crean que son la salvación de los desposeídos. Me temo que tarde o temprano volverán los conservadores al gobierno, y entonces los progresistas señalaremos a los populistas como culpables de haber dividido a la izquierda entonando la utopía inalcanzable.

Yo contemplo el panorama con la misma expectación que los demás, pero confieso que soy uno de los que tiene el corazón “partio”, tiri-ti-tando de frío.

28 de enero de 2016

Racismo, xenofobia, homofobia y otras perturbaciones del espíritu

Vengo observando, desde hace ya algún tiempo, que en ciertas personas, no en todas por supuesto, determinados prejuicios suelen caminar juntos, en grupo indivisible, como si cualquiera de ellos llevara asociados a los demás. Un fenómeno digno de reflexión, que ahora me propongo analizar, no para dar consejos -que por otra parte seguramente nadie aceptaría-, sino como ejercicio mental que me permita desviar la atención, al menos por un momento, de la vorágine pactista que nos rodea y del griterío de intransigencias que exhiben nuestros políticos.

Citaré algunos de estos comportamientos fóbicos, sin ser exhaustivo para permitir a quien quiera acompañarme en la reflexión que añada cuantos quiera, porque seguro que encontrará muchos más que yo. Racismo, xenofobia, homofobia, antifeminismo serían algunos de ellos, cuatro aversiones de muy distinto carácter,  que se dan en ocasiones en una misma persona. A simple vista no se explica con facilidad el fenómeno, aunque, como en casi todo lo que afecta a los complejos comportamientos humanos, alguna razón debe de existir para que se produzca la simultaneidad.

Veamos. Si los objetos de los rechazos son distintos, como en el ejemplo que acabo de citar -extranjería, raza, homosexualidad y defensa de la equiparación de los derechos de la mujer con los del hombre-, habría que preguntarse qué los une en la mente del sujeto que padece la aversión plurivalente. Lo primero que se me ocurre pensar es que quizá la explicación no haya que buscarla en los objetos de las fobias, sino en el sujeto que las padece. Una primera pista, pero no suficiente.

¿Qué puede haber en la mente de un individuo para que cosas tan distintas obtengan una misma respuesta en su psiquis? Podría ser que fuera tan simple como la autoafirmación de sus condiciones personales: si soy de raza blanca, no pueden gustarme los negros; si soy español, por qué tengo que admitir a un chino en mi vecindad; si soy heterosexual, los homosexuales cuanto más lejos mejor; si soy varón, y a veces también mujer, me pregunto qué se les habrá perdido a los que defienden con tanto tesón la igualdad de derechos entre los dos sexos.

¿Pero esa autoafirmación de las condiciones personales, no implica al mismo tiempo un cierto desprecio y algo de intolerancia hacia los diferentes a uno mismo? Si fuera así, que a mí me parece que lo es, quizá hayamos dado con otra clave para entender este curioso fenómeno, la de que aquellos que en su mente acumulan los prejuicios como un todo inseparable deben de ser soberbios, ya que miran por encima del hombro a otros, e intolerantes, porque convierten su supuesta superioridad en intransigencia.

Llegados a este punto, concluido que el problema radica en el sujeto y no en el objeto del rechazo, razonado que la causa podría estar en la soberbia y en la intolerancia, se me ocurre otra conclusión: aquellos que padecen fobias concurrentes deben de ser individuos muy poco seguros de sí mismos, que necesitan reafirmar su personalidad cotejándola con la de los demás, para lo cual les resulta útil tomar como punto de referencia a los distintos a sí mismo y considerarlos de inferior condición a la suya, con lo cual en la comparación creerán salir ganando.

Como a mí los pertenecientes a los colectivos referidos, no sólo no me producen rechazo sino por el contrario cierta simpatía cuando contemplo su lucha por el reconocimiento social, me pregunto a veces: ¿No seré yo quien tenga perturbada el alma al admitir a mi alrededor y considerar como iguales a los diferentes a mí? Es que tanto contraste entre mi actitud y la de los fóbicos me sorprende.

24 de enero de 2016

De los aspirantes a la Moncloa y de otros divertidos espectáculos

Reconozcamos que el viernes día 22 de enero de 2016 fue una jornada rica en sorpresas para el común de los españoles, fueran éstos peperos, ciudadanistas, sociatas, podemistas o izquierda-unida-populistas  (llegará un momento en que, con tantas siglas añadidas para identificar un partido, se pondrá muy difícil dedicar a sus votantes apelativos cariñosos). Desde primeras horas de la mañana, hasta muy avanzada la tarde, cada poco tiempo se iba produciendo una noticia política, en una especie de carrera por superar la expectación creada por la que le precedía en el turno de los sobresaltos. Un espectáculo rebosante de emociones, que a los que permanecimos pendientes del televisor durante una gran parte del día llegó a ponernos, como diría Almodovar, al borde de un ataque de nervios. ¡Qué subidón, Dios mío!

Primero fue el señor Iglesias quien sobrecogió nuestro decaído espíritu, haciéndonos saber que, como señalan los protocolos al uso en las democracias occidentales, le había comunicado al jefe del estado (lo de rey se le atraganta) la primicia de que se proponía así mismo como vicepresidente de un gobierno de progreso presidido por Pedro Sánchez, a quien el destino lo había sonreído, sin mérito alguno y gracias a él. Después continuó pidiendo ministerios para algunos de sus chicos y chicas y, por si no hubiera carteras para todos, solicitando que se creara alguna nueva, por ejemplo para las plurinacionalidades del estado, uno de los problemas, proclamó circunspecto, que se propone resolver de una vez por todas. Debo reconocer que apenas me inmuté cuando le llegó el turno a esta última declaración, porque la primera parte de su comparecencia había paralizado por completo mi sentido de la percepción.

Un poco más tarde fue Pedro Sánchez, el sonreído por la benignidad de los hados, quien en un alarde, no sé si de candor o de precipitada improvisación, agradeció a su predecesor en las sorpresas su desinteresado gesto. Aunque a esas horas ya me había repuesto de la parálisis anterior, se me atragantó la fría cerveza acompañada de pepinillos en vinagre que me estaba bebiendo con fidelidad a mis inveteradas costumbres de mediodía. Intenté, como hago siempre que algo se escapa a mis entendederas, discernir si se trataba de una ironía o de un ataque de sinceridad, pero los 4,5 grados de la Mahou me habían quitado algo de capacidad analítica.

Lo de la tarde, aunque me pilló totalmente vacunado para sufrir cualquier otro ataque por sorpresa, cuando Rajoy confesó que no contaba con apoyos suficientes para someterse a la investidura de presidente del gobierno, y por tanto declinaba la generosa  oferta del rey (en realidad dijo su majestad el rey), estuve algún tiempo intentando averiguar qué se proponía con ese ataque de reconocimiento sobrevenido de la realidad aritmética, si hacer un servicio a la nación mediante un gesto de absoluta generosidad o esperar a que los contendientes a su izquierda se despellejaran hasta hacerse sangre. Como a esas horas la abstinencia me otorgaba un cierto grado de sobriedad, no tuve por menos que exclamar: ¡ay pillín, pillín, que te veo venir!

Los demás en la contienda política debían de estar tan anonadados como yo, porque en sus intervenciones ante los medios parecían no reaccionar. Garzón dijo aquello de que un ministerio no hace daño, pero advirtiendo que lo importante son las medidas a tomar y no las poltronas, original expresión que yo ya había oído en algún sitio. Y Rivera mostró su sorpresa por el giro que estaban tomando los acontecimientos, y repitió aquello de que ellos están en la moderación, frase que también me suena haber percibido en anteriores ocasiones.

Lo del otro día fue sorprendente. Si tuviera que dar un premio al más original de todos, la verdad es que me encontraría ante un poliédrico dilema. Quizá me decidiera por otorgar un trofeo ex aequo, porque en realidad todos se lo merecen.

22 de enero de 2016

Hasta el rabo todo es toro (dicho popular)

Es sabido que cualquier reforma de la Constitución Española ha de ser aprobada por mayoría cualificada. Esto significa, no lo perdamos de vista, que con el actual panorama parlamentario español no será posible hacer ningún cambio en la ley fundamental si no se cuenta con el consentimiento de todos los grandes partidos, entre ellos, por supuesto, el PP. Lo que se traduce en que, si gobernara el PSOE durante la próxima legislatura, como en estos momentos apuntan casi todos los pronósticos, no sería posible realizar ninguna modificación constitucional, ya que el señor Rajoy ha asegurado, o al menos dado a entender, que aunque los socialistas obtengan el apoyo de los partidos progresistas y por tanto puedan gobernar, contarán con su oposición ante cualquier cambio que se pretenda hacer en la carta magna. Una advertencia hecha sin concreción, pero suficientemente expresiva para que se tome como un aviso a navegantes.

Las reformas constitucionales que se barajan en los programas electorales de la izquierda son varias, muy diversas y de distinta transcendencia política. Entre las normas que se podrían modificar con facilidad estarían las que hacen referencia a los criterios de  sucesión en la Corona, para dar prioridad a la edad del sucesor sin tener en cuenta el sexo. Dicho de otra forma, para acabar con la discriminación machista que ahora contiene nuestra  constitución. En mi opinión, no parece posible que ni siquiera el PP se opusiera a este cambio, salvo que, al tratarse de la primera modificación de las previstas, los populares no deseen que se abra el melón.

Pero hay dos reformas pendientes de mayor calado, que afectan por una parte a la ley electoral y por otra a la distribución territorial del estado, dos modificaciones trascendentales de nuestro ordenamiento jurídico, en las que no parece fácil lograr el mínimo consenso exigido. Las amenazas o, si se prefiere, las advertencias de Rajoy parecen referidas sobre todo al segundo de estos cambios. Si el PP no está dispuesto a tocar estas leyes desde la oposición, no será posible llevar a cabo modificaciones en la Constitución mientras gobierne el PSOE, a pesar de que la situación política en España las esté demandando.

Por eso, no me ha extrañado oír el otro día en la radio a un analista político sostener que sería más fácil modificar la Constitución con el PP en el gobierno que en la oposición. Su reflexión se basaba en que si los populares gobernaran sería porque habrían pactado determinadas reformas con quienes los hubieran apoyado (el PSOE tendría que estar entre ellos), mientras que si pasaran a la oposición se limitarían a frenar cualquier intento de cambio, mucho más si estos afectan a lo que consideran su ADN político.

Ojo, porque de lo anterior podría concluirse que, desde el punto de vista de llevar adelante las reformas constitucionales que piden las fuerzas progresistas, tendría que gobernar el PP, con la aquiescencia del PSOE y por tanto sujeto a pactos con los socialistas, en vez de hacerlo el PSOE con el exclusivo apoyo de los partidos progresistas. Una auténtica paradoja de muy difícil explicación, salvo si se tiene en cuenta la cerrazón que en ocasiones exhibe la derecha española, de la que tuvimos sobradas muestras cuando fue presidente del gobierno José Luis Rodríguez Zapatero y jefe de la oposición Mariano Rajoy.

Esta consideración, por mucho que resulte incomprensible, podría estar presente en las negociaciones a varias bandas que se están llevando a cabo entre las distintas fuerzas políticas. Contaría con la ventaja para las fuerzas que piden el cambio de que podría resolver de una vez los problemas que se derivan de cierta obsolescencia de la Constitución, pero tendría a cambio para la izquierda los inconvenientes que emanan de la permanencia en el gobierno de la derecha neoliberal durante otra legislatura. Estemos al tanto, porque aunque el llamado gran pacto (PP, Ciudadanos y PSOE) parece en estos momentos totalmente descartado, reflexiones como la que acabo de exponer podrían dar un vuelco inesperado a la situación.

En política hasta el rabo todo es toro.

19 de enero de 2016

El centro político no existe, es un mito que nos hemos inventado

Me contó alguien una vez que en el transcurso de una comida con un grupo de personas, a las que apenas le unía una ligera amistad, le preguntaron si era de derechas o de izquierdas. La contestación inmediata fue que eso dependía de dónde situara el centro quien le hacía la pregunta. No le faltaba razón al responder con una aparente evasiva, porque hablar de izquierdas o derechas sólo da una ligera indicación de las ideologías personales, en cuanto a que hace referencia a la posición relativa con respecto a las de los demás, sin definirlas con rigor. Las ideas que para unos se inscribirían en el extremismo izquierdista, para otros pudieran ser simples ideas avanzadas; y las que para otros se sitúan en la extrema derecha, quizá haya quien las aprecie como prudentes y moderadas. Por eso, desde mi punto de vista, el centro político no existe, salvo como referencia posicional.

Tras las últimas elecciones, el panorama político español ha visto aumentada la amplitud de su espectro ideológico. Dos nuevos partidos han hecho aparición en el parlamento y nadie duda cómo catalogar a cada uno de ellos con respecto a los que ya estaban ahí. Ciudadanos a la derecha del PSOE y a la izquierda del PP, y Podemos a la izquierda del PSOE y, aunque esto no lo tengo demasiado claro, solapando a Izquierda Unida. El resultado, desde el punto de vista posicional, es que los populares se han visto desplazados aún más hacia la derecha, mientras que su eterno rival, el partido socialista, ha quedado más centrado de lo que estaba.

Lo anterior tan sólo sería un juego de palabras, un divertimento para pasar el rato, si no fuera por la trascendencia que tiene a la hora de pensar en potenciales acuerdos de gobernabilidad, en el momento de especular sobre las oportunidades que tiene cada uno de los partidos para pactar con los demás. El PP no tiene a nadie situado a su derecha y, como se está comprobando estos días, sólo cuenta con el posible respaldo de Ciudadanos; mientras que el PSOE, al haber quedado situado en el epicentro del arco parlamentario, dispone de una mayor capacidad para lograr acuerdos. La posición relativa de centro le favorece, al menos desde esta perspectiva.

Pero, como decía al principio, el centro como ideología política no existe. A finales de los 70, recién salidos de la dictadura, hubo muchos españoles que creían ser centristas, hasta el punto de que UCD, el partido de Adolfo Suarez, incluyó entre sus siglas la C de centro. En realidad lo que sucedió fue que un gran número de ciudadanos deseaba superar la etapa anterior, pero al mismo tiempo le producía una cierta inquietud la democracia que se le venía encima, después de haber estado recibiendo durante tantos años consignas denigratorias contra las libertades ciudadanas. La idea de centro para muchos fue un refugio, que les permitió sentirse más seguros durante la complicada etapa de la transición, quizá porque la asimilaran a moderación. Hasta que se fueron perdiendo los temores y aclarando las posiciones ideológicas, para dar paso a las adscripciones decididas a uno u otro lado del conjunto de las ofertas programáticas. El efímero centro político se esfumó de repente, porque había dejado de ser útil como idea.

Ahora los españoles tienen muy claro lo que defiende cada partido, aunque en ocasiones la proximidad ideológica de algunas formaciones confunda al elector. Pero en lo que nadie tiene duda es en la posición relativa de unos con respecto a otros, lo que no deja de ser una ventaja a la hora de elegir. Por eso, aunque sea muy difícil pronosticar qué gobierno saldrá de este parlamento tras las complejas negociaciones que, aunque solapadas, se están llevando a cabo durante estas semanas, lo que sí se puede asegurar es que será conservador o progresista, pero nunca de centro.

Claro: es que el centro no existe.

16 de enero de 2016

¿No queríamos que nuestros políticos negociaran?

Los que conocen el difícil arte de la negociación recomiendan que en cualquiera intento para lograr un acuerdo hay que empezar por pedir la luna, tantear después con atención al que se sienta enfrente, ceder muy poco al principio, reducir el nivel de las exigencias paulatinamente, amagar de vez en vez con pegar carpetazo al asunto, dar a entender cuando la ocasión lo requiera que existen otras alternativas, pero, sobre todo, no descubrir las cartas que se esconden en la manga hasta el final. Yo, que en mi vida laboral me vi muy a menudo en la tesitura de negociar para lograr acuerdos comerciales, entiendo perfectamente estas líneas de actuación, que ahora reconozco en lo que está sucediendo en la política española.

A nadie se le escapa que la situación parlamentaria en la que ha quedado el PSOE tras las últimas elecciones es de muy difícil salida. Los nervios de algunos dirigentes socialistas parecen desatados, los cantos de sirena desde la derecha para atraerlo a eso que eufemísticamente llaman la gran coalición resuenan por todos los rincones del universo mediático, las formaciones que se consideran progresistas especulan con inquietud sobre la solución definitiva que vayan a adoptar los socialdemócratas y, como es lógico, los cinco millones y medio de votantes socialistas esperan intranquilos los acuerdos que el secretario general del partido que han votado alcance con los otros.

Lo que está sucediendo no es ni más ni menos que aquello que muchos de los que ahora se sorprenden pronosticaban durante los últimos meses, que la distribución de fuerzas políticas ha cambiado en España y hay que negociar para lograr acuerdos de gobierno. Sucede sin embargo que como hasta ahora lo de la negociación era un deseo y no una realidad, cuando ha llegado el momento de la verdad muchos se rasgan las vestiduras. Unos porque nunca desearon llegar a esta situación, otros porque para ellos no era más que un eslogan electoral y nunca pensaron seriamente en sus consecuencias, y la mayoría porque eso de ponerse de acuerdo con los que no piensan igual que tú les parece un desatino.

El PP tiene muy difícil lograr la investidura de su jefe de filas, el señor Rajoy, porque salvo el 28,72 % que le ha votado nadie más lo respalda: el 72,18 % rechaza su política. Si acaso podría contar con la aquiescencia de Ciudadanos, que le daría otro 12,67 %, lo que sumaría un total del 41,39 % de apoyos, frente a 58,61 % de rechazos. No hablo ahora de escaños, porque sabido es que la suma de los de estos dos partidos no alcanza la mayoría absoluta.

El PSOE, con peores resultados que el PP, cuenta con la ventaja de que cosecha menos aversión, porque en su programa existen puntos de concordancia con otros partidos. Triste consuelo, dirán algunos, pero la realidad es que en política tienen más valor las coincidencias que las discrepancias, y el partido socialista con esta vara de medir sale mejor posicionado, aunque obligado a negociar con varios interlocutores

Por eso, si existe tanto desconcierto en torno a las negociaciones es porque las coincidencias de las que hablaba no son las mismas con unos que con otros. Los negociadores no sólo tienen que resaltar los puntos en común, matizar las discrepancias y descartar las exigencias inabordables, sino que además deben hacerlo con cada uno de sus interlocutores. Una labor difícil, jalonada de dificultades, con multitud de puntos débiles que serán aprovechados por los adversarios políticos para atacar sin dar cuartel, por todos los flancos.

Fijemos atención a las palabras o, mejor dicho, a las medio palabras que se oyen estos días. Es curioso observar cómo se utilizan frases inacabadas, de doble sentido, pero sobre todo las que alguna vez puedan argumentarse como disculpa ante la decisión que finalmente se adopte. Para los que nos gustan los matices del idioma más que a un tonto una tiza, resulta un verdadero placer analizar su contenido y averiguar la intención que se oculta detrás.

Tengamos paciencia, porque nos quedan negociaciones hasta hartarnos. Pero: ¿no era eso lo que queríamos?

14 de enero de 2016

Qué país, qué paisaje y qué paisanaje

Tomo prestadas de don Miguel de Unamuno las palabras del título de esta entrada, nada menos que de aquel gigante del pensamiento, de una de las mentes más preclaras del mundo intelectual español; y  pido por tanto perdón anticipado por mi osadía. Pero es que la impresión que me ha causado el espectáculo que nos ofrecieron algunos nuevos diputados del Congreso durante la sesión inaugural de la nueva legislatura, las ha traído a mi memoria y no he podido esquivar la tentación de utilizarlas.

Niños de teta, bicicletas frente al parlamento, chaquetas en los respaldos de los asientos, charangas callejeras, soflamas añadidas al juramento o a la promesa de fidelidad, todo un variopinto conjunto de comportamientos novedosos, con los que posiblemente sus señorías querían representar su idea del cambio. Mucha chicha y poca enjundia, más anécdota que categoría, demasiada espuma y apenas cerveza.

Dicho lo anterior, añadiré que nada tengo que objetar a ese comportamiento desde el fondo de mi alma democrática, aunque sienta un rechazo absoluto desde mi profunda convicción de que el hábito no hace al monje. Se podrían haber ahorrado la fanfarria demagógica y el espectáculo circense, y haber entrado en la sede de la soberanía nacional con la dignidad que exigía el momento, aunque no fuera más que por respeto a sus votantes.

Unas horas antes, el líder de Podemos sorprendió a la concurrencia mediática con un cabreo mayúsculo, porque la configuración de la Mesa del Congreso no respondía a sus exactos deseos; y, por si fuera poco, utilizando una nueva denominación despectiva hacia los otros tres grandes partidos, la de bunker: parece ser que aquello de casta se le ha quedado pequeño.¡Vaya por dios!

Por otro lado, la exigencia de Pablo Iglesias de que Podemos disponga de cuatro grupos en el parlamento, aparenta haberse convertido en una auténtica obsesión por su parte, insistencia que ya algunos de sus adversarios han tildado de intento de conseguir más sillones, precisamente una de las acusaciones que aquel líder va lanzando a los demás, a diestro y a siniestro. Algo de incoherencia intelectual se me antoja.

En las comparecencias frente a la prensa de los últimos días, el tono de Pablo Iglesias, de una sobreactuación excesiva, parece más el de un político en campaña que el del jefe de filas de un partido democrático que ha alcanzado una abultada representación en la cámara baja. Pero claro, es posible que esté pensando más en unas nuevas elecciones, que barran todavía más a su favor, que en lograr pactos de progreso y cambio, precisamente la razón por lo que le han votado sus electores. En vez de pensar en resolver cuanto antes la difícil encrucijada en la que se encuentra el país, da la sensación de que se hubiera quedado insatisfecho con los resultados y aspirara a más.

Nunca he visto fácil conformar una mayoría de izquierdas con los resultados obtenidos por el PSOE y por Podemos, pero a la vista de este comportamiento me está pareciendo imposible. Los votantes de este último partido no pueden sentirse satisfechos por la actitud de su líder, a menos que sus cabezas abriguen la idea que parece ocupar la del señor Iglesias, la del tacticismo político en vez de la de asegurar el cambio, la regeneración democrática y la recuperación de las prestaciones sociales, objetivos que, aunque con dificultades, podrían alcanzarse, siempre por supuesto con un talante por parte de los responsables políticos que permitiera acuerdos entre las formaciones progresistas.

He dicho en más de una ocasión que en mi opinión la división de la izquierda es uno de los males seculares que padece la política española, sobre todo en un país en el que la derecha suele presentarse como un bloque monolítico. Ahora que ésta se ha dividido para dar lugar a la aparición de un partido conservador más centrado que el que ha gobernado el país durante los cuatro últimos años, cuando la inteligencia y no la visceralidad pueden lograr acuerdos de cambio, da la sensensación de que el señor Iglesias quisiera desmarcarse, no sé si por estrategia a corto plazo o porque no sea capaz de hacer política sino sólo asambleísmo.

Qué país, qué paisaje y qué paisanaje.

10 de enero de 2016

In memóriam

Uno de nuestros vicios nacionales es la envidia. Otro -tan extendido como el anterior, aunque suela pasar más desapercibido- consiste en la propensión que tenemos los españoles a convertir la muerte de una persona en ocasión de halagos excesivos, de panegíricos exagerados, en un desiderátum desmedido de alabanzas, quizá con la ilusa pretensión de que el que se acaba de marchar nos oiga desde el más allá y nos devuelva una sonrisa de agradecimiento. Puedo asegurar que lo que viene a continuación no responde en absoluto a este tipo debilidades, sino a la confianza que pongo en que me sirva de apoyo para construir la reflexión de hoy, ya que pretendo basarla en el ejemplo de una persona muy querida por mí, que acaba de desaparecer del mundo de los mortales.

Le oí decir un día a Luisa Mari algo así como que las amistades ni nacen por generación espontánea ni se mantienen si no se hace un esfuerzo por cuidarlas. Ella no sólo predicaba, sino que además daba trigo. A lo largo de su vida consiguió rodearse de decenas de amigos, procedentes de cualquiera de los círculos sociales que frecuentaba, familiares, de trabajo, de inquietudes culturales, relaciones directas o indirectas que fomentaba con ilusión y conservaba con interés, porque sabía que un amigo es uno de los mayores dones que la vida le puede otorgar al ser humano.

No sé si sociabilidad es uno de los antónimos de misantropía, pero para lo que quiero decir vendría bien que lo fuera. El mundo está lleno de misántropos, una paranoia enfermiza como todas las de su especie, que distancia a los que la padecen de la realidad del mundo, so pretexto de que a ellos no les gusta la gente como es. La consecuencia más inmediata de éste comportamiento es la pérdida de amigos, el aislamiento social, la melancolía, la hipocondría, la tristeza y la falta de ganas de vivir, si bien los que lo sufren suelan negar que padezcan sus consecuencias. Pero los resultados están a la vista de cualquier observador, por poca atención que ponga.

El sociable, sin embargo, se rodea de amigos, a veces, qué duda cabe, haciendo un esfuerzo personal, sacrificando algo de su autonomía individual, porque sabe que le merece la pena. Incluso llega a hacer de la necesidad virtud y convierte el empeño en disfrute, ya que para él todo lo que gire alrededor de la amistad adquiere un carácter cuasi sagrado. Ha descubierto uno de los filones de la felicidad humana y lo explota con fruición. Sabe, porque lo experimenta día a día, que la energía que derrocha en mantener el contacto con los demás, en interesarse por sus desvelos e inquietudes, se le devolverá en forma de cariño y gratitud.

Pero no es fácil ser sociable, no lo voy a negar, porque para eso hace falta disponer de unas dotes personales de las que algunos carecen. Es preciso ser tolerante, estar muy seguro de sí mismo, carecer de complejos de inferioridad, dejar a un lado el egoísmo, la vanidad muchas veces, incluso crear un mecanismo de autocontrol que evite las comparaciones de superioridad con los que te rodean, a las que tienden muchos mortales. Si no se dispone de esas cualidades, es muy fácil caer en la misantropía.

Luisa Mari, no sólo disponía de esas características, sino que además convirtió su vida en un canto a la amistad, en una actitud hacia los demás que sorprendía a los que la tratábamos con frecuencia. Su capacidad de comunicación con su entorno se había convertido en una de sus características más destacadas, y creo que muchos de los que la hemos conocido de cerca la recordaremos siempre, además de por muchas otras cualidades, por haber convertido la amistad en el centro de su mundo personal.

In memóriam.

9 de enero de 2016

Mis amigos catalanes

Creo que ya he confesado en estas páginas alguna vez que me honro con el trato que me dispensan algunos amigos catalanes, relaciones que proceden, o de mi etapa infantil en Cataluña, o de cuando durante casi una década sin interrupción disfrutaba de un mes completo de vacaciones estivales en la Costa Brava (concretamente en la playa de Sant Antoni de Calonge), o de cuando en la empresa donde trabajaba mantuve un estrecho contacto humano con un departamento de profesionales que yo dirigía desde Madrid. No son muchos, porque de la primera época ha pasado demasiado tiempo y la distancia dificulta que las amistades perduren; de la segunda, o yo o mis vecinos de urbanización debíamos de ser muy selectivos a la hora de establecer amistades duraderas y sólo perduran las que mantengo con unos cuantos; y de la tercera, las jubilaciones han ido dispersando poco a poco el grupo. Pero, aunque no sean demasiados, lo importante es que mis amigos catalanes son tan representativos del conjunto catalán, que espero que sus testimonios me ayuden a desbrozar el terreno que voy a pisar a continuación, áspero, confuso y lleno de trampas.

Me decía uno de ellos con ocasión de nuestra inexcusable felicitación telefónica de Navidad, que la sociedad catalana se había roto hasta extremos que se desconocen en el resto de España. Le preocupaba que fuera de Cataluña se tuviera una idea distorsionada de la realidad social de la situación y, como consecuencia, los españoles no catalanes estuvieran contemplando el conflicto con prejuicios centralistas, sin entender el exacto sentido que tenían las aspiraciones de una aplastante mayoría de catalanes Temía que sólo les llamara la atención las proclamas separatistas de unos cuantos y no prestaran atención o no fueran capaces de entender las reivindicaciones identificativas de la mayoría, incluyendo entre ellas el idioma. Por cierto, quien decía lo anterior pertenece a ese gran grupo que ahora llaman de unionista, en contraposición con el que forman los separatistas. Además, mi amigo, aunque domina el catalán, no lo utiliza a diario, aunque sí lo hagan sus numerosos hijos y nietos.

Me explicaba otro de mis amigos catalanes, también hace unos días, que observaba en el resto de España un distanciamiento paulatino de Cataluña, quizá como consecuencia del desconocimiento de la situación real, acrecentado a partir de las elecciones generales, cuando algunos han enarbolado la bandera de la unidad de España como talismán que los librara de sus derrotas electorales. No entendía que no se pudieran alcanzar acuerdos que consiguieran, de una vez por todas, resolver el encaje de Cataluña en España, nunca hasta ahora logrado a satisfacción de las distintas partes.

Voy a copiar textualmente a continuación un párrafo extraído de cierto ensayo histórico. Después daré algunos datos:  

Si se me permite la metáfora antropomórfica (de corte romántico, lo reconozco), para mí, Cataluña y España son mi familia sentimental, mi padre y mi madre (o viceversa) en la esperanza de que Europa se convierta en mi consorte. A veces creo que lleva razón una y a veces otra, y a veces ninguna o las dos su parte de razón. Y desde luego rechazo que alguna de ellas desprecie e ignore a la otra, que la convierta en el enemigo deshumanizado a batir haciendo de muchos ciudadanos como yo unos verdaderos prisioneros en una dialéctica de enfrentamiento que no deseamos.

Y más adelante añade:

La realidad española tiene futuro en la medida en que sepa respetar, amar y hacer suyas a quienes la componen: las Españas.

Las citas anteriores están contenidas en el libro “Cataluña y el absolutismo borbónico”, que obtuvo el último premio Nacional de Historia. Su autor es Alberto Fernández (L´Hospitalet de Llobregat, 1954), actual rector de la Universidad de Lleida. Recomiendo a los que de verdad estén preocupados por  mantener la unidad de España que lo lean y extraigan conclusiones.

Cuento todo lo anterior, porque ni muchos de mis amigos catalanes ni algunos rigurosos ensayistas pueden entender ciertas reacciones que se producen fuera de Cataluña, salvo que partan del desconocimiento o del prejuicio. Yo tampoco.

7 de enero de 2016

Los hitos de la Historia. Un juego especulativo

Aunque soy absolutamente lego en la materia, me considero un entusiasta aficionado al estudio de la Historia o, si se prefiere, a profundizar en el conocimiento de los hechos más importantes que han ido configurando el mundo de los hombres a través de los siglos. Quizá la segunda aseveración sea más correcta en mi caso que la primera, porque lo que en realidad me interesa del pasado son las decisiones humanas que originaron las grandes transformaciones, aquellas que han marcado los puntos de inflexión en la curva de la evolución humana. Por el contrario, pongo poco interés en memorizar nombres, fechas y efemérides, más allá de los que retiene mi memoria de manera casi involuntaria al recorrer las líneas generales de la historiografía.

Uno de los hitos que señala la Historia fue el decreto de tolerancia de la religión cristiana, publicado por decisión del emperador Constantino I el Grande (272 d.C.-337 d.C.).  El cristianismo hasta entonces  había sido una secta de poca importancia, que rivalizaba, sin conseguir desplazarlo, con el paganismo oficial del Imperio Romano, a uno de cuyos dioses –el dios Sol- idolatraba el propio emperador. A partir de aquí las leyendas sobre la "conversión" de Constantino al cristianismo se han sucedido, explicaciones que van desde la categoría de milagro, a la más terrenal de haber consistido en una determinación personal, motivada por intereses de Estado.

Lo cierto es que, a partir de aquel momento, el cristianismo fue poco a poco transformándose en la religión oficial del Imperio, acrecentando su posición en todos los niveles de la sociedad, hasta llegar a constituir, no sólo la creencia dominante en el mundo occidental, sino los cimientos de lo que hoy llamamos civilización cristiana. Lo que vino después de aquel punto de inflexión es de todos conocido.

Otro hito, de no menor importancia desde un punto de vista histórico, fue cuando el islamismo, una fe basada en la revelación de un mercader de edad madura de La Meca, conquistó a partir del siglo VII una inmensa extensión de territorio, que abarcaba desde el océano Atlántico hasta la India. Si el ejército bizantino de la época hubiera podido frenar los primeros ataques del Islam, probablemente esta religión hubiera continuado siendo una fe seguida por tan sólo unos pocos iniciados, recluidos en recónditos lugares de la península arábiga.

El mundo musulmán, que procede de aquella extraordinaria conquista por las armas, terminaría convirtiéndose en otra de las civilizaciones más importantes de una parte del mundo.  Su rivalidad con el cristianismo, mantenida a lo largo de los siglos mediante sangrientas guerras sin cuartel de todo tipo -Cruzadas incluidas-, en defensa de sus respectivas visiones religiosas y ambiciones territoriales, constituye hoy el telón de fondo del escenario en el que se mueve gran parte de los países más importantes del mundo. El terrorismo islamista trae causa, entre otras razones, del secular y fanático enfrentamiento entre las dos citadas religiones monoteístas.

Si señalo estos dos acontecimientos históricos, lo hago para reflexionar sobre la importancia que en el desarrollo de la humanidad han tenido decisiones de carácter casi personal, capaces de transformar el devenir de la humanidad, aunque ese no fuera su propósito.  La pregunta especulativa que podríamos hacernos ahora, simplemente a modo de juego intelectual, consistiría en: ¿qué hubiera sucedido si ni Constantino ni los inmediatos seguidores de Mahoma hubieran tomado en su momento las decisiones que tomaron? Lo único que podemos asegurar es que el mundo sería completamente distinto del que ahora conocemos. A partir de aquí, cada uno puede sacar la conclusión que le venga en gana, sin olvidar que cualquier aproximación que se haga será un juicio de valor subjetivo. Yo ya hice el mío hace tiempo, pero hoy no toca confesarlo.

4 de enero de 2016

El mito de las naciones

Ya he hablado en alguna ocasión en este blog de los mitos, entendiendo como tales el conjunto de creencias de cualquier clase, que reside sólo en la mente de los individuos de determinados colectivos, sin que exista ningún sustrato que les dé forma real. Entre los ejemplos que se me ocurren para desarrollar la reflexión que me propongo, utilizaré el de las naciones.

Cuando hablamos de estado -no de nación-, solemos referirnos a un concepto que sí existe en la realidad. Podría decirse que tiene forma material, en cuanto a que posee leyes específicas que lo regulan, ocupa un determinado territorio geográfico, dispone de símbolos distintivos y goza de reconocimiento internacional. Los estados pueden haber nacido de ideas abstractas, muchas veces apoyadas en mitos, pero una vez configurados se han convertido en entes tangibles.

La nación, sin embargo, es un mito que sólo existe en la mente de los que dicen aceptarla como propia. Suele presentarse como el conjunto de personas que disponen de unas características específicas, entre ellas una larga historia, unas costumbres que las hace diferentes al resto de los mortales y unos héroes ancestrales que defendieron su identidad colectiva hasta límites sobrehumanos. A veces, no siempre, disponen de lengua propia.  

Los nacionalistas, a falta de realidades en las que apoyar el concepto abstracto que reside en sus mentes, magnifican estas características, trasladan el origen de su andadura colectiva cuanto más atrás mejor, agrandan las bondades de sus caudillos, ensalzan la importancia de sus hábitos y usanzas, en definitiva agigantan cuanto pueden los mitos con los que pretenden dar forma a lo que sólo existe en sus mentes.

El concepto de nación es tan abstracto, que nunca se sabe dónde acaba una y dónde empieza la siguiente. No existen fronteras físicas, porque las ideas no tienen límites reconocibles. Como consecuencia, los nacionalismos, el conjunto de teorías que defiende a cada una de las naciones, chocan entre sí y se enfrentan cuando las ideas entran en conflicto.

Los llamados nacionalismos periféricos españoles, aquellos que defienden el reconocimiento de una nación dentro de un estado plurinacional, chocan contra otro nacionalismo de índole muy parecida, el centralista. Un choque de ideas abstractas, de mitos sin forma real, que de no tratarse con la inteligencia necesaria puede llevar a los colectivos que soportan las dos nacionalidades a tensiones de proporciones gigantescas e incontrolables, como lamentablemente estamos contemplando ahora en España.

Todavía podríamos dar un paso más en este análisis de nacionalismos encontrados, si cruzamos las fronteras de nuestro país y meditamos sobre la Unión Europea. Aquí los distintos nacionalismos centralistas se darán en ocasiones de bruces con el nacionalismo europeo, que como tal no sería más que otra entelequia. Porque si no existen las naciones periféricas ni las centrales, tampoco podrá existir la supranacional.

Creo que nos ahorraríamos muchas energías si en vez de hablar de naciones y de nacionalismos, habláramos de estados contenidos en otros estados o en organizaciones internacionales. Ese leguaje sí es real, el de las entidades políticas. Los independentistas deberían dejar a un lado tanto discurso nacionalista y explicar las razones que les llevan a solicitar la separación del estado al que ahora pertenecen; y los centralistas tendrían la obligación de atender esas razones, ponerlas encima de la mesa y discutirlas desde la perspectiva de lo real y no de los mitos. Quizá así nos entendiéramos mejor y llegáramos a soluciones razonables.

Dejemos a un lado a don Pelayo y a Wifredo el Velloso, y hablemos de derecho político y de articulación de los estados con distintas mitos nacionales, que eso sí es real.