27 de septiembre de 2023

La guerra de las lenguas

Una vez más asistimos en España a un enfrentamiento absurdo, en el que uno de los bandos en litigio no termina de aceptar la diversidad cultural entre las distintas regiones de España y el otro la reivindica como valor irrenunciable. Me refiero a todo este embrollo que se ha organizado sobre la utilización de las lenguas cooficiales en el Congreso de los Diputados. Como sucede en muchos otros países democráticos, en los que en su haber cultural cuentan con varios idiomas, a partir de ahora se podrán usar en el parlamento, además del castellano, el catalán, el vasco y el gallego.

Si consideráramos que un idioma es un valor cultural cuyos hablantes consideran como propio e irrenunciable, es posible que se acabara la discusión en unos segundos. Lo que sucede es que son muchos los que creen que las llamadas lenguas vernáculas son peligrosos signos de identidad nacionalista y por eso les niegan el pan y la sal. Utilizan un esquema intelectual muy simplista y concluyen que si las lenguas maternas se anularan o se ocultaran se acabaría el problema.

Pero también es cierto que no son pocos los que intentan utilizar su idioma como refrendo de sus aspiraciones independentistas, lo que los lleva a esgrimirlo como arma en sus reivindicaciones. Lo cual es absolutamente absurdo, porque para muchos españoles no nacionalista la lengua materna es patrimonio de todos, no sólo de los independentistas.

Cuando Borja Sémper habló en euskera en el Congreso, dijo que lo había hecho con la intención de demostrar que las lenguas cooficiales no son patrimonio de los nacionalistas, sino de todos. Lo que sucede es que la intransigencia de  algunos de los suyos le ha obligado a rectificar. Es una pena, porque la mejor manera de evitar que los independentistas se apropien de lo que es de todos es aceptar la cooficialidad de las lenguas como algo natural y no continuar cogiendo el rábano por las hojas.

Otra cosa son las posibles incomodidades que el plurilingüismo pueda ocasionar en el parlamento. Sin embargo, estoy convencido de que cuando se hayan sofocado las inútiles protestas, las salidas de tono del PP -y no digamos de Vox-, todo funcionará con normalidad, porque los propios bilingües hablarán en castellano cuando quieran que sus mensajes lleguen a todos. Y, si no, a tirar de pinganillo, que no pasa nada.

Yo personalmente me siento muy orgulloso de que en España existan varios idiomas. Considero que se trata de un patrimonio cultural procedente de nuestra compleja herencia histórica, a la que nunca deberíamos darle la espalda. Mucho menos renunciar a ninguna de las lenguas españolas, que, aunque muchos no utilicen, son patrimonio de todos.

¡Cuándo se acabarán las discusiones bizantinas en nuestro país!

 

22 de septiembre de 2023

Tirar la toalla

 


Lo que se está observando estos días en el comportamiento del candidato a la presidencia del gobierno, señor Núñez Feijóo, produce cierta estupefacción. Que en vez de estar recabando apoyos para la investidura se dedique a atacar a su rival, demuestra que, no sólo está seguro de que no saldrá adelante, sino también que da por hecho que el actual presidente en funciones sí puede conseguirla. Es una situación tan original que parece propia de una película de los hermanos Marx. Si fuera consecuente con la realidad de sus posibilidades de llegar en este momento a ser presidente del gobierno, tiraría la toalla.

En ese ataque desmesurado, catastrofista y con argumentos falsos que están llevando a cabo los conservadores del PP y la ultraderecha de Vox contra las negociaciones del señor Sánchez con los independentistas, en el que cuentan con el total apoyo del señor Aznar, parecen haber olvidado que éste último, después de que sus seguidores cantaran en la calle de Génova aquello de “Pujol, enano, habla castellano”, pactó con la derecha independentista catalana acuerdos tales como la supresión de los gobernadores civiles en toda España y la sustitución en Cataluña de la Guardia Civil por los Mossos de Escuadra, dos decisiones absolutamente legítimas, pero que contradicen los rasgados de vestiduras que tanto el candidato popular como su mentor hacen ahora cuando el gobierno progresista estudia medidas de carácter análogo.

¡Quién te ha visto y quién te ve! Dice Aznar que España puede llegar a desaparecer como nación, nada más y nada menos. Se ha convertido en un profeta de la más absurda de las profecías. No, don José María, no. España no va a desaparecer como nación, no porque usted lo vaya a impedir, sino porque nuestras instituciones gozan de buena salud y porque el pueblo español es mucho más sensato de lo que su imaginación supone. No sé a quién puede usted alarmar con tales amenazas, pero a mí, se lo aseguro, me ha parecido una de los mayores disparates que he oído desde hace mucho tiempo.

Núñez Feijóo sabe muy bien que su investidura está condenada al fracaso. Los conservadores españoles, después de la brutal escisión que produjo el nacimiento de Vox, están bastante perdidos. Antes los tenían dentro, controlaban sus desvaríos y calmaban sus añoranzas. Sus votos, dentro de la disciplina del PP, les daban fuerza. Pero ahora se han dividido y no cuentan nada más que con su mutuo apoyo, porque en los demás producen desconfianza.

El candidato popular nunca debería haberle dicho al rey que pensaba lograr los apoyos suficientes. Si le hubiera contado la realidad, los españoles nos habríamos ahorrado muchas energías y evitado muchos sinsabores, porque esta campaña anticipada a la que ha conducido la actitud del candidato conservador está haciendo mucho daño, no sólo a su adversario, también a ellos. Pero sobre todo a la democracia.

Confío en que dentro de muy poco todo lo que está sucediendo no haya sido más que una tormenta de verano, que las aguas vuelvan muy pronto a su cauce. El PSOE tampoco las tiene todas consigo, es verdad; pero si Pedro Sánchez consigue los apoyos que necesita sin vulnerar la legalidad vigente, se habrá apuntado un tanto muy valioso. Eso lo saben los dos partidos que apoyan a Núñez Feijóo y de ahí su tremendismo. Están viendo que se les escapa una ocasión que consideraban ganada.


18 de septiembre de 2023

Poner sobre la mesa

 

La expresión que he elegido hoy como título de este artículo suele utilizarse para indicar la idea de iniciar una negociación, no la de concluirla. Lo que están haciendo en este momento todos los partidos políticos sin excepción es poner sobre la mesa sus exigencias de máximos a cambio de prestar los apoyos que se les piden. No significa que las cartas que se enseñan sean las definitivas, porque la técnica o, si se prefiere, el arte de negociar, requiere de escaramuzas dialécticas iniciales como las que estamos viendo estos días.

Lo malo de estas exigencias es que, como inevitablemente transcienden a la opinión pública, contaminan el ambiente, crean incertidumbres y, lo que es peor, son aprovechadas por el adversario político para intentar desacreditar los posibles pactos que se estén fraguando. No digo que no sea verdad que los independentistas catalanes estén pidiendo lo imposible, lo que quiero decir es que saben muy bien lo que se les puede conceder y lo que no. Pero con exigencias desmesuradas tienen más posibilidad de conseguir acuerdos razonables.

Ahora ya se está hablando de dinero, algo que a nadie debería sorprender, porque al fin y al cabo la política lleva incluida la obligación de mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos, y sin dinero no es posible. Creo que fue Chamberlain, un político británico conservador, quien dijo en una ocasión que la única política que existe es la aprobación de los presupuestos, que todo lo demás son adornos prescindibles. Una reflexión muy cínica, pero no demasiado apartada de la realidad.

Por eso ha vuelto a salir a relucir el nunca bien resuelto asunto de la financiación de las comunidades, lo que al fin y al cabo es política en estado puro.  Lo que sucede es que la palabra dinero tiene mala prensa y da lugar a que, cuando se exige, se construyan relatos de insolidaridad, de egoísmo y de comportamientos espurios.

Sin embargo, éste es un asunto que hay que abordar, porque el reparto del dinero entre las comunidades y la contribución de cada una de ellas a la caja común nunca ha estado bien resuelto. Por tanto, que en plenas negociaciones políticas se haya puesto sobre la mesa este asunto a nadie debería sorprender. Otra cosa es que, una vez más, se esté pidiendo el oro y el moro, si se me permite la expresión coloquial. Pero que se exija resolver el problema de una vez por todas tiene pleno sentido.

Estamos asistiendo una vez más al triste espectáculo de la falta de discreción en las negociaciones. Lo que sucede es que en política los actores tienen detrás a sus votantes y como consecuencia aprovechan cualquier circunstancia para hacer méritos. Es por tanto inevitable. Ahora bien, nadie debería considerar una escaramuza negociadora como el resultado de la negociación. Tengo la sensación de que estamos todavía en los primeros capítulos y que queda mucha tela que cortar. Yo aconsejaría que contempláramos el espectáculo con frialdad, que no sacáramos conclusiones precipitadas y que esperáramos al resultado de los acuerdos para emitir un juicio.

Mientras tanto, dejemos que los negociadores negocien. España ha demostrado a lo largo de los últimos decenios madurez democrática y estabilidad institucional y, por mucho que algunos agoreros de vía estrecha amenacen, no va a desaparecer como nación. Es una cantinela tan repetida, tan estrambótica y desmesurada, que oírla en boca de algunos viejos y desfasados próceres produce hilaridad.

Menos lobos, Caperucita.