28 de febrero de 2015

Patrias guturales

Mapa antiguo de la península Ibérica
Tomo el título del lúcido artículo de Antonio Muñoz Molina que publicó El País hace ya algún tiempo, concretamente el 1 de octubre del 2007, cuyo contenido a mi entender no sólo no ha perdido vigencia, sino que en estos momentos resultaría aún más oportuno que entonces, si cupiera hacer esta precisión.

Arremetía el novelista contra el patriotismo escénico de algunos, el que “conduce a las afecciones de garganta y a un incremento peligroso de la tensión arterial, así como a la recuperación de impulsos ancestrales tan nobles como el escrutinio de la limpieza de sangre y las hogueras purificadoras”.

Lo relevante de este artículo, en mi opinión, era que situaba en el mismo terreno de la crítica a la ultraderecha española y a los separatistas vascos o catalanes. A unos y a otros les atribuía intolerancia, dogmatismo y radicalidad, y los acusaba de defender “patrias guturales”, porque sus posiciones extremistas dificultan el entendimiento entre los españoles y convierte un litigio resoluble en enfrentamiento enconado, en cuanto a que las posiciones alborotadas de unos pocos contagian a otros muchos, lo que radicaliza la situación hasta convertirla en un conflicto peligroso para todos.

El cada vez más difuso concepto de patria –no por degeneración de su esencia, sino por evolución hacia integraciones supranacionales- no puede ni debe éticamente basarse en la exclusión de unos frente a otros. La patria no es una entelequia metafísica, sino que por el contrario debe ser concurrencia de personas con ideas distintas, que pueden o no haber compartido un pasado común, pero que en cualquier caso se afanan en construir un futuro en armonía. La patria debe significar futuro, no pasado.

Ni los Dos de Mayo, ni los Once de Septiembre, ni las efemérides gloriosas (sólo para unos) hacen patria. La patria se hace mirando hacia adelante, sin que el recuerdo del pasado pueda entorpecer el progreso hacia el futuro. A eso es a lo que debería llamarse “hacer patria”, porque la patria nunca está hecha del todo, hay que ir construyéndola día a día, sin complejos provincianos, sin ataduras anecdóticas, sin remilgos antropológicos.

Ser patriota no es gritar eslóganes ni vestir con los colores de la bandera española o de las banderas separatistas. Ser patriota significa sentirse incluido en un colectivo que quiere compartir un futuro. Ser patriota comporta un sentido de la igualdad y de la solidaridad, que no excluye a nadie por mantener ideas distintas.

Sólo así y nada más que así debería seguir hablándose de patria, pero con serenidad y sin exclamaciones guturales.

26 de febrero de 2015

Lugares comunes

Qué aficionados somos a utilizar generalizaciones como herramientas dialécticas. Supongo que se debe a que generalizar significa simplificar y es más fácil manejar lo simple que lo complejo. Para qué voy yo a complicarme la vida dando explicaciones exhaustivas que ilustren o avalen mis ideas, cuando puedo hacerlo aportando generalidades que abarquen aquello que pretendo demostrar.

Lo que sucede es que cuando se usan generalizaciones se pierde rigor, entre otras cosas porque uno se aleja de la realidad de lo que se propone describir. Se da por sentado un marco general de comportamiento, para inferir a continuación que cualquier sujeto amparado por las mismas circunstancias tiene que responder a las características comunes de su población.

Oí decir el otro día a alguien -sólo es un ejemplo, pero estoy seguro de que el lector encontrará muchos otros- que la sociedad de un determinado lugar de España era muy cerrada, lo que esgrimía como prueba irrefutable de que la persona de la que hablábamos en aquel momento era poco transparente. Definía un escenario y situaba al objeto de su crítica dentro de su decorado. Para qué recurrir a mejores pruebas: si lo primero es cierto, lo segundo también.

Ocurre sin embargo con frecuencia que las apreciaciones generales que se utilizan no son ciertas, suelen ser puras conjeturas y en la mayoría de los casos prejuicios. Se establece de esa forma un primera premisa falsa, dar por hecho que existen unas características irrefutables que definen una realidad, lo que adultera la conclusión. Además, segunda premisa falsa, se asegura que todos los que pertenecen a ese colectivo responden a los mismos patrones de conducta. Nada más lejos de la realidad.

Recuerdo una escena que vi en alguna película española hace muchos años, cuyo título he olvidado, en la que sucedía un diálogo muy parecido al que viene a continuación.

-Vosotras, las suecas, sois muy libres –aseguraba un nativo celtibérico a una rubia despampanante sentada a su lado en una playa del sur de España.

-Yo no soy sueca, soy danesa –contestaba la nórdica adivinando las intenciones del español.

-¿Danesa? ¿De Dinamarca? Bueno, eso está al lado de Suecia.

-Sí, pero procedo de la parte continental, la fronteriza a la puritana Alemania. Además, mi madre era polaca, de la católica Polonia.

No quiero alargarme en el diálogo, entre otras cosas porque lo transcribiría mal. Pero sí recuerdo que mientras que el José Luis López Vázquez de turno continuaba con su asedio, la Katia Loritz que le daba réplica reculaba en su árbol genealógico, hasta llegar a demostrar que en realidad procedía de los antiguos Estados Pontificios. Intentaba salirse del marco donde la había situado el galanteador, para así frenar sus pretensiones.

Por cierto, no recuerdo como acababa la escena. Pero ese es otro tema que nada tiene que ver con el uso de lugares comunes sino con el cine español de aquella época olvidada.

24 de febrero de 2015

Virus del lenguaje (II)

Los virus lingüísticos, de los que hablaba en mi entrada del otro día, están cambiando las tradicionales formas de cortesía. Lo normal en nuestro idioma ha sido siempre despedirse con expresiones tales como “hasta luego”, “adiós”, “espero verte pronto” y tantas otras que el idioma español ha ido acuñando a lo largo de los siglos, palabras o locuciones en las que en cualquier caso subyace la intención de ser cortés con la otra persona.

Es cierto que como los idiomas son entes vivos, constantemente aparecen y desaparecen expresiones de despedida, como por ejemplo la de “chao”, de clara influencia italiana, que por cierto he oído utilizar a franceses, alemanes e ingleses en sus respectivos idiomas, no sólo a españoles en el nuestro. A mí no me gusta, pero mucho me temo que es una palabra que se ha instalado entre nosotros con tanta fuerza que hasta el Diccionario de la Academia lo recoge como expresión coloquial equivalente a adiós.

Pero el virus lingüístico al que voy a referirme ahora es otro, la palabra “venga” como fórmula de despedida.

-Me alegro de haberte visto – se despide alguien.

-Venga –le contesta el otro y se queda tan ancho.

¿Quién o qué tiene que venir?, me pregunto yo. Se trata de una ambigüedad expresiva de la que me cuesta mucho entender su significado etimológico, suponiendo que lo tenga.

Otra manifestación de cortesía, tan antigua como el propio idioma, es utilizar la expresión “por favor” para pedirle a alguien alguna información o para rogarle que haga algo. “Por favor, ¿me podría indicar dónde está la boca de metro más cercana?” “Por favor, ¿le importaría cerrar esa ventana para evitar tanta corriente?”.

En este caso, el virus que observo es la utilización de las palabras “perdone” o “perdona” en lugar del tradicional “por favor”. “Perdone, ¿qué hora es?” “Perdone, ¿me trae una servilleta?” ¿Por qué?, me pregunto yo. ¿Por qué hay que pedir perdón cuando en realidad no hemos cometido ninguna falta y lo único que estamos haciendo es solicitar un favor? Y los favores se piden por favor, no pidiendo excusas.

Por último. Hay un gremio profesional, al que por otro lado admiro por su utilidad social, el formado por los meteorólogos, que cuando se refiere al futuro, aunque éste sea tan inmediato como las próximas horas, lo hace utilizando la expresión “de cara a”.

-De cara a mañana, lloverá -dice la sonriente mujer del tiempo, frente a la pantalla repleta de misteriosas isobaras.

-De cara al fin de semana se espera que la cota de nieve descienda a los novecientos metros –explica el hombre del tiempo de otra cadena de televisión, mientras señala un mapa pintado con intrigantes colores.

El latiguillo es tan corriente entre los de la profesión, que he llegado a preguntarme si no procederá de algún profesor del centro docente al que hayan asistido todos ellos, porque por un lado no hay uno que se salve de decirlo y por otro no oigo a nadie fuera del ámbito de la predicción del tiempo que lo utilice. Al menos de momento, porque los virus son contagiosos.

22 de febrero de 2015

Ángel Gabilondo

Todavía no se ha secado la tinta de mi entrada anterior en este blog, cuando salta la noticia de que Ángel Gabilondo ha aceptado ser el candidato del PSOE a la Presidencia de la Comunidad de Madrid. Me alegro y lo celebro. Creo que empiezo a ver un atisbo de luz al final del túnel, aunque advierto de que yo, como aquel, también soy un optimista antropológico.

Las credenciales que acompañan a este catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid no pueden ser mejores. Pensador, profesor y escritor, pero sobre todo con experiencia política, ya que fue durante dos años ministro de la cartera de Educación. De esta última época recuerdo sus esfuerzos por lograr un acuerdo con el Partido Popular, para convertir la enseñanza en una cuestión de Estado y no seguir con tantos cambios de planes de estudios como cambios de gobierno central haya. No lo consiguió, porque el PP no quiso concederle al gabinete de Zapatero ni una sola ventaja política, no fuera a darle prestigio. Pero de aquel esfuerzo titánico de Gabilondo por conseguir el consenso ha quedado en mi recuerdo la sensación de que estamos ante un hombre de ideas prácticas, dispuesto a dialogar con el mismísimo Belcebú si hiciera falta a los intereses de los españoles.

He leído en la prensa su discurso de hoy y, aunque conciso por necesidad de la urgencia, me ha parecido de talla intelectual. Apela al entendimiento y llama a la colaboración de todos. Y aunque estamos saturados de buenas intenciones y de pocos hechos, prefiero pensar que las cosas pueden cambiar.

La noticia trae del brazo una consecuencia de suma importancia. Pedro Sánchez ha dado un golpe de timón arriesgado, que le ha salido bien. Ya dije algo sobre este asunto hace unos días, cuando decidió retirar a Tomás Gómez como candidato por Madrid, y poco más tengo que añadir ahora. Los líderes políticos deben ejercer el ineludible principio de autoridad, mucho más en situaciones de crisis. A los electores no les gustan ni las debilidades ni mucho menos los guirigays. Ojalá que esta decisión venga acompañada de otras muchas que hacen falta para recobrar el buen nombre del Partido Socialista, que unos cuantos mediocres y otros tantos desaprensivos han tirado por el suelo. Espero que a Pedro Sánchez no le tiemble el pulso y que el nombramiento de Ángel Gabilondo no se quede en un hecho aislado. Esa es la línea de actuación que pedimos muchos.

Quizá estemos, siguiendo el símil que utilizo de vez en vez, empezando a reparar las averías de la rueda y no haya necesidad de inventar otras nuevas.

Se oye el frotar de manos



La derecha está frotándose las manos. Los conservadores creían tenerlo todo perdido y de repente, no sus méritos, la torpeza de sus rivales de la izquierda les ha devuelto la esperanza de volver a ganar las elecciones, quizá no por mayoría absoluta, pero ya se encargarán de establecer los pactos que necesiten para continuar gobernando al menos una legislatura más.

En mi opinión, la causa de su posible victoria estaría en la férrea unión que mantienen los que se consideran amparados por el paraguas conservador y en la desunión, por no decir pelea de gallos, que campea en la izquierda de nuestro país. Este panorama no es nuevo, hace tiempo que las cosas son así, pero es cierto que en los últimos meses se ha recrudecido.

Para un votante de izquierdas “de toda la vida” el panorama no puede ser más desolador. Así jamás se logrará convertir en realidad los ideales de igualdad y solidaridad social. Se seguirá ladrando por las esquinas y ellos dirán aquello de “ladran,  luego cabalgamos”. Habrá clamor por la pérdida de los derechos sociales logrados a lo largo de tantos años de lucha, pero los lamentos no servirán de nada en absoluto, quizá sólo para seguir desuniendo a los progresistas, culpándose los unos a los otros de todos los males posibles.

Son muchos los que piensan que se necesita una nueva izquierda que nazca de las cenizas de la actual, porque ésta poco menos que se ha prostituido. Sostienen que los escándalos de corrupción, la endogamia de los aparatos, las ambiciones personales de sus líderes y tantos y tantos otros vicios de los viejos partidos progresistas requieren su refundación, introducir una ética en el funcionamiento de sus organizaciones que se ha perdido. Hay que cambiarlo todo, proclaman, porque lo actual no sirve. Hay que ser valiente, mirar con esperanza el futuro y acabar con lo que nos rodea, continúan diciendo.

En alguna ocasión he opinado en estas páginas que a mi entender el problema no está en el ADN de los actuales dirigentes de los partidos de izquierdas, sino en el marco jurídico en el que se mueven. Los nuevos dirigentes, esos que ahora pretenden mostrarse inmaculados ante la opinión pública, son iguales genéticamente a los otros, porque provienen de la misma sociedad civil, muchos de ellos incluso de los partidos que ya existían. Pensar que sin cambiar el entorno cambiarán las formas de hacer política tiene muy poco fundamento científico. Es a mi juicio una ilusión sin cimientos, que sólo se basa en una vaga esperanza, en la confianza de que, como esto no me gusta, probemos con algo nuevo, ignorando los peligros que implican los saltos en el vacío. No hablo de riesgos personales, me refiero a colectivos

Si no fuera porque nos estamos jugando entrar en un proceso de reacción que puede prolongar todavía mucho más la presencia del neoliberalismo económico que domina el actual panorama, quizá guardara silencio y esperara a ver qué pasa. Sería lo más cómodo para mí. Pero me queda el derecho a opinar y a manifestar lo que ya dije en este blog hace unas semanas: la rueda está inventada hace ya mucho tiempo. Reparemos sus averías y dejémonos de ensoñaciones arriesgadas.

20 de febrero de 2015

La Cuesta de Moyano



Con esto de que me conviene andar y necesito siempre algún pretexto para vencer la pereza que me da pasear por pasear, me acerco con cierta frecuencia a la Cuesta de Moyano, un trayecto de aproximadamente veinte minutos, a buen paso, desde mi casa. Recorrer sin prisas la hilera de librerías al aire libre, primero en un sentido y después en el otro, entretenerme en leer las solapas de los libros que se exhiben sobre las mesas sin que nadie me moleste, buscar alguna sorpresa que me decida a comprar alguno (nunca salgo con las manos vacías) o consultar a los libreros por la disponibilidad de algún volumen descatalogado, es un ritual que supone para mí una satisfacción difícilmente comparable a otras.

Suelo decir que me considero un bibliófilo en el amplio sentido de la palabra, porque no sólo disfruto con la lectura, también con la posesión del libro, con su tacto y hasta con el placer de contemplarlo en las estanterías de mi casa. Cuando viajo a algún sitio por primera vez, lo primero que hago es buscar librerías y visitarlas para comprar libros o simplemente para disfrutar del lugar, como quien se recrea durante el recorrido de una catedral gótica o de un monumento romano.

Empecé a leer libros que no fueran textos escolares a una edad muy temprana, hacia los once años, y desde entonces no he dejado de hacerlo hasta ahora. He pasado por distintas etapas, tanto en cuanto a estilos como a la frecuencia de lectura, y esto me ha ido dando una ligera visión de conjunto de la literatura, en cualquier caso muy pequeña comparada con la inmensa extensión de la bibliografía universal. Una gota insignificante en la grandiosidad del océano.

He llegado incluso a imponerme una cierta disciplina de lectura, en calidad y en cantidad. Si detecto carencia de autores o de estilos (tengo muchas y muy variadas), procuro corregirla dedicando algún tiempo a tapar ese agujero. A veces, no me importa confesarlo, un libro no me dura entre las manos más allá de las cincuenta primeras páginas, o porque el estilo no sea de mi agrado o quizá porque el argumento me parezca banal, lo que no significa, ni mucho menos, que no merezca la atención de otros lectores. Es mi criterio quien decide y no puedo asegurar que sea correcto.

Si hablo hoy de la lectura, no es para aconsejarla como fuente de conocimientos, que por supuesto lo es, sino para señalar su ejercicio como un inagotable manantial de placeres. La lectura, para los que hemos llegado a disfrutarla de ese modo, es una actividad lúdica, que te evade durante unos momentos de tu propia realidad y te sumerge en un mundo paralelo al tuyo, distinto pero siempre con algún parecido que te permite comprenderlo. Es una gimnasia mental que no requiere más aparato que las neuronas de tu cerebro, cuya intensidad el lector maneja a su antojo o quizá al dictamen de los propósitos del escritor. La lectura no puede compararse a ningún otro entretenimiento, es distinto por su naturaleza de ejercicio introspectivo.

Observo con inquietud que el hábito de leer está muy poco extendido, puede que cada vez menos. Sospecho que la razón esté en nuestro sistema educativo, que enfoca el aprendizaje de la literatura como simple enumeración de autores, no como obligado análisis de sus obras. ¿De qué sirve conocer a pies juntillas la larga lista de las obras de Lope de Vega si luego no se dedica ni un minuto al análisis de alguna de ellas? ¿Qué objeto tiene aprender los nombres de los grandes de la literatura rusa si no se acompaña con la lectura de “Crimen y castigo” o de “Los hermanos Karamazov”?

Pero doctores tiene la iglesia. Yo desde aquí lo único que puedo hacer es recomendar que se lea, para así disfrutar de uno de los mejores entretenimientos que uno puede encontrar en la vida. Porque la lectura es cultura, cómo no, pero también placer.

18 de febrero de 2015

Por alusiones



Ya me ha pasado en varias ocasiones: amigos que dicen sentirse aludidos en algunas de mis reflexiones en este blog. La verdad es que cuando me sucede lo desmiento, aunque pensándolo mejor quizá en algunos casos tengan razón. Decía en “Apertura”, mi primera entrada en este blog, que los demás, aquellos que rodean a cada uno de nosotros, constituyen parte de tu propia realidad. Lo pensaba entonces y lo sigo pensando ahora. Recibimos todos los días mucha información y de muchos sitios, pero quizá la que más huella deje en nuestras conciencias sea la que procede de nuestro entorno más próximo. Eso nos honra a nosotros y honra a quien nos rodea.

De manera que sí, que aunque no esté pensando en nadie concreto cuando escribo, es indudable que la influencia de ciertas opiniones o de ciertas actuaciones o de ciertas palabras se desliza en mis pensamientos y por tanto después en mis escritos. Me ha sucedido y supongo que me seguirá sucediendo. Es inevitable. Pero eso no significa que esté criticando o poniendo en tela de juicio o quizá alabando a nadie, supone que mi percepción de ese asunto me ha llegado a través de mucha gente, pero también a través del que se ha sentido aludido.

Resulta que además parece que estas situaciones suceden no sólo en entradas de carácter social o político, también en otras más intrascendentes o incluso frívolas. Claro, es que estamos en la misma situación. Quienes me rodean influyen en mí en lo sustancial y también en lo irrelevante. Digámoslo de otra forma: es que son mis amigos.

Me pide el cuerpo seguir profundizando algo más en la idea de las alusiones y no dejar las cosas tan en el aire. Pero voy a detenerme aquí, no vaya a ser que alguien se de por aludido.

17 de febrero de 2015

¿Quo Vadis, PSOE?


No es bueno empeñarse en escribir bajo la influencia de un cabreo como el que yo tengo en estos momentos, pero estoy tan indignado que no he podido evitar abrir el ordenador y empezar a redactar estas líneas. De manera que es posible que caiga en lo políticamente incorrecto, aunque debo confesar que a estas alturas de la película me importan muy poco ciertas incorrecciones. No tengo más remedio que desahogarme.

La situación que está viviendo el PSOE de Madrid, el llamado PSM, se parece más a una escena del cine de los hermanos Marx que a un proceso político racional. Vaya por delante que no soy militante de este partido, pero haber depositado tantas veces mi confianza en esa opción me da derecho a expresar lo que pienso en cada momento.

La destitución de Tomás Gómez como candidato a presidente de la Comunidad de Madrid era inevitable desde la óptica de la eficacia política. Las encuestas dibujaban un panorama preocupante para su partido en la capital de España y aunque sólo fuera por ello ya estaría justificado su cese. Además, salvada la presunción de inocencia que le otorgo a todo el mundo, los rumores sobre su posible implicación en asuntos económicos poco claros no lo hacían el mejor de los candidatos posibles, menos en los tiempos que corren. Es verdad que los militantes del partido en Madrid lo habían escogido y es verdad que las primarias son un hecho deseable en política, pero la dirección tiene la obligación moral de actuar con mano de hierro en determinadas situaciones. En la guerra como en la guerra, dice el viejo adagio.

Pero que fuera necesario tomar esta medida no quita importancia al hecho de que la imagen del partido haya quedado tocada. Por eso, a partir de ese momento hubieran sido necesarias dos cosas, por un lado que la dirección del PSOE explicara con claridad las razones de su decisión, es decir, que usara eso que se llama pedagogía política para orientar a sus simpatizantes, y por otro que los responsables a nivel autonómico aceptaran con sentido de compromiso la decisión y no entraran en guerras más o menos soterradas, que ante la opinión pública aparecen como expresiones de ambición personal o como pataletas sin sentido. Lo que tenían que haber hecho era ponerse a disposición de la Ejecutiva, manifestar discretamente su disponibilidad y esperar a que los llamaran, si les llamaban. Pero en vez de hacerlo así, han salido a la palestra a voz en grito para pedir que se abra un hueco a sus pretensiones. Ni he visto las explicaciones de unos ni la sensatez exigible en otros

Cualquier organización humana necesita ante todo cohesión interna y eso sólo se consigue aceptando el principio de la disciplina. Lo contrario es suicida, por no decir absolutamente ineficaz. Puede que algunos al leer la frase anterior piensen que carezco de talante democrático. En absoluto. Me gustan las primarias y creo en que las bases deben disponer de los cauces democráticos necesarios para impulsar hacia arriba los cambios que se necesiten en cada momento. No me gustan, por el contrario, ni las mordazas ni el dedazo. Pero las excepciones hay que tratarlas como tales.

En este momento el PSOE está ante una situación excepcional, yo diría que en una coyuntura histórica, y podría salir airoso de ella si no le faltara inteligencia y no le sobrara mezquindad a alguno de sus dirigentes. Esta mañana he oído en una cadena de televisión declarar a uno de sus más conocidos líderes en Madrid que para tomar la decisión de optar a candidato no había contado con la opinión del Secretario General del partido, simplemente respondía al dictamen de su conciencia. Queda muy bonito, pero demuestra una enorme carencia de cordura política.

Alguien que me conoce muy bien me preguntó hace poco qué iba a votar en las próximas elecciones. Mi contestación fue que procuraré mantenerme fiel a mis ideas, porque lo que está sucediendo son circunstancias pasajeras que no deberían modificar mi intención de voto. Ahora bien, como sigan agrediendo mi sentido de la realidad política tendré que pensármelo dos veces antes de votar lo que siempre he votado.

Aún hay tiempo para que rectifiquen la deriva.