6 de febrero de 2015

Las palabras no se las lleva el viento

Leí no hace mucho en “De profundis”, el extraordinario ensayo que escribió Oscar Wilde, cuando estuvo recluido en la cárcel tras el escándalo que su homosexualidad provocó en la mojigata sociedad británica de la época, que las palabras no tienen ningún valor, porque éste se lo otorga quien las pronuncia. Me voy a atrever a apostillar la reflexión del genial escritor irlandés, añadiendo por mi cuenta y riesgo que no basta con saber quien las dice, también hay que conocer las circunstancias bajo las que se pronuncian, entre ellas los estados de ánimo del que habla y de su interlocutor.
Un amigo puede llamarte hijo de puta hasta con intención cariñosa, porque en ese momento tu madre no está presente en sus pensamientos, pretende sólo enfatizar su admiración o sorpresa ante algo que hayas hecho o dicho, como si fuera un halago. Sin embargo, esa misma grosera jaculatoria podría herir la sensibilidad de cualquier persona, si procede de alguien con quien, por alguna razón, se mantiene una discusión acalorada, y en medio de la trifulca, para apoyar sus tesis, no se le ocurre nada mejor que acudir al insulto. Un ejemplo de una misma frase, dos personas diferentes y dos circunstancias completamente distintas, que originan en el que la recibe respuestas emotivas desiguales.
Por eso, volviendo a la reflexión de Oscar Wilde, los significados de las palabras dependen de quien las pronuncie, pero también del destinatario de las mismas. ¿Quién no ha espetado alguna vez una frase poco afortunada, cuya verdadera intención sólo estaba en su ánimo, a la que el receptor de la expresión le ha otorgado su propia interpretación, quizá la de que se trataba de un desprecio o de un insulto? ¿O quién no ha caído en el error de no medir sus palabras en función de la personalidad de su interlocutor, que se ha sentido ofendido más allá de lo que en realidad hubiera correspondido? A mí me ha sucedido en alguna ocasión, afortunadamente pocas, y lamentablemente he sufrido después las consecuencias, a veces de forma desproporcionada, sin que valieran explicaciones, ni siquiera pedir disculpas.
Por eso, hace tiempo que me propuse medir muy bien lo que decía, pero sobre todo tener en cuenta a quién se lo decía,  aun en perjuicio de la espontaneidad y frescura de lo dicho. Con esa cautela es posible que no vuelvan a sucederme situaciones como éstas, aunque vaya usted a saber, porque por mucho esmero que uno ponga, siempre habrá quien dé su propia interpretación a las verdaderas intenciones del que habla, quien coja el rábano por las hojas.
Por cierto, no quisiera dejar pasar la ocasión para recomendar a quien desee leer un brillante y profundo análisis sobre la amistad y la lealtad debida entre personas, que no deje de leer “De profundis”. Yo lo hice por consejo de alguien cuya opinión me ha merecido siempre mucho respeto y me he encontrado con una obra colosal entre las manos. Nunca estaré suficientemente agradecido a esa persona por su recomendación

2 comentarios:

  1. Hermosa a la par que interesante la reflexión que haces de este maravilloso ensayo de uno de los grandes, libro de lectura obligada que pienso que hay que retomar en distintos momentos y circunstancias de nuestra vida, para todos aquellos que amamos profundamente las palabras, una vez más somos conscientes del valor y el poder de las mismas ya que somos dueños de nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras. Todo ser humano vale más por lo que calla que por lo que cuenta y como nos dejó escrito Eric Arthur Blair más conocido como George Orwell en su libro 1984 publicado en 1949:¨Las palabras interesantes tienen dos sentidos contradictorios, aplicadas a un contrario, son un insulto; aplicadas a alguien con quien estés de acuerdo, son un elogio.
    Tu sobrina Cuca;
    Que te quiere, te respeta y te admira.

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  2. Todos sabemos que resultan de muy mal gusto las bromas dichas a destiempo, cuando no es la ocasión. Una misma broma con la que te puedes hartar de reír en un contexto determinado, en otro distinto puede resultar altamente grosera. Yo me aplico una técnica que no me ha fallado desde que empecé a usarla: si no estás seguro de cómo va a sentar lo que vayas a decir en un contexto determinado mejor no decirlo y buscar otra ocasión, que siempre se encuentra.
    Por ejemplo: ahora iba a escribir "yo por ejemplo jamás discuto en público con mi mujer", pero sabiendo que esto le puede sentar mal mejor me lo callo de momento y lo dejo para otra ocasión.
    Gracias por la recomendación literaria.

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