28 de julio de 2017

El mejor amigo del hombre: el perro

Creo que hay pocas cosas que dividan tanto la opinión de la especie humana como la afición a los perros. Hay quien los considera algo así como la quintaesencia de la ternura, un símbolo de fidelidad llevada al extremo o la expresión suprema de la inteligencia animal, y los pasean por la calle y hablan con ellos, cuidado no cruces que te puede atropellar un coche o ya te he dicho mil veces que seas bueno y no te hagas caca aquí. Y aunque no esperan contestación, porque supongo que hasta ahí no llega su confianza en las cualidades del canis lupus familiaris, quedan convencidos de que sus consejos y advertencias calan en la mente del animal como las doctrinas de Aristóteles en los peripatéticos de la escuela filosófica de Atenas. Pero también existe el que cuando se dirige a ellos tuerce la boca, levanta un pie en actitud amenazadora, agudiza el tono de su voz hasta la histeria y les espeta quítate de mi vista chucho. Ni en política, que ya es decir, he encontrado yo tanta adhesión o tanto rechazo a una causa, tanta entrega o tan desmedida falta de consideración.

En realidad yo no estoy ni con unos ni con otros. Ni les hablo ni los maltrato. A mí simplemente los perros me dan miedo. Nunca he consultado a un psiquiatra ni pienso hacerlo, porque en realidad mi espanto es controlable y por tanto no creo necesario acudir a ayudas terapéuticas. Simplemente me mantengo lejos del alcance de sus mordiscos tanto como puedo. Lo que sucede es que, como estos amigos del hombre disponen de un magnífico olfato, huelen mis incontrolados derrames de adrenalina, me persiguen por todas partes, me gruñen sin consideración y me enseñan sus amenazadores colmillos. Un sino el mío terrible, un destino preocupante.

También es cierto que estos ataques de aprensión no me suceden con todos los perros, sólo con algunos. ¿Con cuáles?, me pregunto a veces intentando encontrar una relación causa y efecto que me permita alejarme de unos y aproximarme a otros, adoptar una estrategia de vinculación con ellos, un protocolo personal de interrelación humano perruna. Pero hasta ahora no he logrado descifrar la incógnita, a pesar de mis laboriosos intentos, lo que me obliga  a vagar por este mundo como alma en pena entre las mascotas de quienes me rodean, que ajenos a mis temores los sueltan en mi presencia sin ninguna consideración.

Como soy consciente de que los animales no tienen la culpa de mis debilidades y también de que sus amos merecen a pesar de todo mi respeto, estoy inmerso en un mar de dudas. No sé si aislarme del mundo, recluirme en un apartado lugar en el que los perros estén prohibidos o, si no encuentro ese improbable paraíso, rogarles a sus dueños que los aparten de mí, los pongan a buen recaudo y no los dejen libres cuando estoy delante, a capricho de sus irracionales instintos.

Pensándolo bien, quizá este último sea el mejor camino y esta confesión el primer paso para acabar con mis angustias.

25 de julio de 2017

El difícil arte de vivir

Ya sé que el título que he escogido para esta reflexión es un auténtico tópico de proporciones descomunales, porque ni existe tal arte ni se puede hablar con propiedad de saber vivir. Se vive como se puede, que ya es decir, y punto.  Los gustos además no son extrapolables, de manera que lo que algunos considerarían sibaritismo, lujo y el no va más, a otros podría resultarles vulgaridad, chabacanería y qué he hecho yo para merecer esto. Hay entretenimientos, distracciones y hobbies que causan felicidad a unos, mientras que otros los tacharían de suplicios medievales, de potros de tortura. Pero, como disfruto retorciendo el significado de las frases, me voy a quedar con el engañoso encabezamiento para referirme a un asunto muy concreto: la actitud ante la vida. Nada más y nada menos, pero estamos en verano y el calor incrementa la osadía.

Participé el otro día en una discusión veraniega, de esas de bebidas largas y razonamientos cortos. El Camino de Santiago y la afición sobrevenida a tantos y tantos de cumplir con la vieja tradición peregrina estaba en el meollo del debate. Unos defendían las incomodidades a las que se ven sometidos los caminantes, como si el sufrimiento fuera la quintaesencia del rito medieval, y otros cuestionaban que fuera necesario pasar calamidades para hacer senderismo, por grande que sea el trasfondo religioso del experimento. Dos actitudes, dos tomas de posición antagónicas, que sólo demuestran que las cosas son del color del cristal con que se miren.

Atribuyen a Guerrita -otros a El Gallo, porque en esto de las autorías los historiadores nunca se ponen de acuerdo- la frase “hay gente pa to”, expresión que se ha convertido en proverbial cuando alguien quiere zanjar una discusión sobre gustos y predilecciones, y que yo incorporo a mi dialéctica personal con frecuencia, aun siendo consciente de que peco de poco original. Quizá lo haga porque en una ocasión me contaron que Guerrita, el histórico torero cordobés, la pronunció cuando alguien le explicaba en qué consistía el paracaidismo, incipiente deporte en aquellos tiempos del que el matador parece que nunca había oído hablar. Me llamó la atención su sorpresa ante lo que debía de considerar una irresponsable temeridad, precisamente un hombre que se jugaba la vida un día sí y otro también a beneficio de la afición.

He citado antes el bizantino debate sobre el Camino de Santiago y más tarde la sorpresa del torero, para concluir que no hay aficiones mejores que otras ni sabiduría en las maneras de vivir ni modelos que imitar. Lo que hay son actitudes personales ante la vida, y en eso sí que somos todos muy diferentes, desde los que sólo encuentran enormes piedras en el camino y centrados en sortearlas son incapaces de disfrutar del panorama completo que se les ofrece, hasta los que, por el contrario, disfrutan hasta de los obstáculos que se les atraviesan en el recorrido. Porque piedras y obstáculos claro que los hay, forman parte de la vida, y depende de uno mismo elegir el color con qué mirarlos.

Si lo pienso bien, a lo mejor resulta que sí tiene que ver el título con la reflexión.

23 de julio de 2017

Los chiringuitos son playa

Desde que fui consciente de que los chiringuitos forman parte de la playa –los vocablos chiringuito y playa están biunívocamente asociados-, presumo de acudir con cierta frecuencia a ésta. Me siento a la mesa de uno de ellos, pido una cerveza, adopto una posición contemplativa, participo mentalmente en el jolgorio -aunque a veces no llegue a entender a qué tanta risotada-  y, si se tercia, disfruto de la visión de algún que otro cuerpo femenino, afición que, a pesar de los años, mantengo inalterada, me atrevería a decir que casi como el primer día. No piso la arena ni me mancho las zapatillas ni me quemo los pies ni sufro escalofríos ni me revuelcan las olas ni me abraso la piel, pero estoy en la playa. ¿Se puede pedir más?

Los chiringuitos son para mí un lugar ideal para ejercitar la introspección. Tengo al alcance de la vista una representación de la sociedad de nuestro tiempo, en actitud desenfadada, alejada por unas horas de sus preocupaciones cotidianas, exteriorizando con absoluta sinceridad comportamientos que quizá en ningún otro sitio se puedan contemplar con tanta comodidad. Son, como diría el clásico, el patio de butacas del teatro del mundo, en los que la función cambia constantemente, sin que se repitan nunca las mismas situaciones, aunque a veces se parezcan. Pero aun en este caso siempre habrá alguna nota de originalidad en cada una de ellas que las diferencie de las demás. Y casi todas, si uno posee el talante adecuado, y yo me esfuerzo en tenerlo, dispondrán de su propia gracia.

El otro día, sin ir más lejos, una mujer de unos veintitantos años tomaba el sol sobre la arena, sentada en una silla playera, a unos veinte metros de mi chiringuito. Rubia, de bonito cuerpo –en topless para más detalle-, me llamó la atención desde el primer momento que descubrí su presencia. Pero no por las circunstancias anteriores –que por supuesto hubieran bastado por sí solas para distraer mi desocupada mente- sino porque no dejó de hablar por teléfono durante la hora y pico que estuve allí. Gesticulaba con cierto dramatismo, a veces reía con pequeñas carcajadas, en alguna ocasión entristecía el rostro, de cuando en cuando reforzaba con descuido la capa del protector solar que cubría su cuerpo, o se levantaba para cambiar la silla de posición, o se acercaba a la orilla para remojarse los pies. Pero todo ello sin dejar de hablar a través de las ondas con quien fuera ni un instante. Cuando al cabo de una hora, agotada mi cerveza, me retiré, ella seguía allí con el teléfono pegado a la oreja.

Al día siguiente, cuando me acercaba andando al chiringuito, repitiendo el largo paseo que me ayuda a preparar la sed para que la cerveza que viene a continuación todavía sepa mejor, me dio por pensar que quizá aquella rubia siguiera allí, en la misma posición que tenía veinticuatro horas antes. No era su cuerpo semidesnudo, ni el bronceado de su piel, ni el misterio de su soledad los que motivaban mi interés, sino comprobar si continuaba hablando por teléfono. Pero, para mi desilusión, había desaparecido. Otros personajes y otras situaciones, distintas pero tan motivadoras como la de la chica y su móvil, entretendrían ese día mi ocio veraniego.

Ya digo que los chiringuitos dan mucho de sí, sin necesidad de que tenga uno que someterse a los suplicios de la playa.

17 de julio de 2017

Los últimos de Filipinas

Hace muchos años, demasiados, cuando todavía no había cuplido los diez de edad, vi por primera vez en mi vida la primitiva versión cinematográfica de Los últimos de Filipinas. Fue en el cine de mi colegio de entonces, rodeado de compañeros de edades parecidas a la mía, que vivíamos el patriotismo exacerbado de la posguerra, en un clima de exaltación de los valores patrios. Ni que decir tiene que me impresionó profundamente la numantina resistencia de los héroes de Baler y su impasividad ante las noticias que les llegaban sobre el final de la guerra que España mantenía en aquel país.

Años más tarde, cuando mis juicios sobre los relatos de la Historia del mundo habían alcanzado un cierto grado de madurez crítica, empecé a comprender que en realidad lo que había sucedido fue fruto de la obstinada decisión de un oficial de complemento, el segundo teniente Martín Cerezo, que no había dudado en poner en riesgo la vida de cincuenta hombres, pensando más en su propia gloria que en los intereses de España.

Cuento esta impresión personal porque me da pie para hablar de algo muy distinto, concretamente de las personas que se empeñan en rechazar las innovaciones en las costumbres que experimenta la sociedad que les ha tocado vivir, de remar contracorriente, sin comprender que el devenir social está en manos de una dinámica que les es por completo ajena. En vez de adaptarse a la “marcha de los tiempos”, se consumen con desesperación intentando modificar su rumbo, ajenos por completo a la realidad que los rodea. Son últimos de Filipinas a su manera. No se prodigan, es cierto, pero se les puede reconocer por su constante NO a todo lo que suponga innovación, sea ésta de indole tecnológica, social o política.  

En cierto modo todos somos un poco como el teniente Martín Cerezo. Nos empeñamos en ganar batallas perdidas, más por fidelidad a nuestras propias convicciones que por defender el interés general. Lo que sucede es que algunos en particular transforman el compromiso personal con sus ideas en una manera de vivir, de comportamiento ante los demás, algo que inevitablemente los lleva a la inadaptación social, a la misantropía, al odio y al desprecio a los demás. Convierten la convicción de que lo que ellos hacen es lo correcto en auténtica paranoia de carácter obsesivo.

A pesar de todo, sigo guardando un entrañable recuerdo de aquella lejana versión cinematográfica de Los últimos de Filipinas, porque la nostalgia, ese gusanillo que mezcla la tristeza del recuerdo con el placer de la rememoración, sigue machacando mi memoria con insistencia.

16 de julio de 2017

Arrebatos veraniegos

Empezaré confesando que las vacaciones de verano tienen la virtud, o puede que se trate de un vicio, de disminuir mi capacidad de concentración mental. No es que en otras épocas del año disponga de una mente aguda –no pretendo presumir de ello-, lo que sucede es que durante el periodo estival observo en mi sistema neuronal una cierta pereza, un ligero deslizamiento hacia la desidia, un principio de abandono intelectual. Y una de las consecuencias de este estado de cosas es que me cuesta un enorme esfuerzo abrir el ordenador e hilvanar ideas que me ayuden a redactar una entrada en el blog. Lo intento, porque no pierdo mi sentido de la disciplina bloguera, pero suelo fracasar.

Sin embargo, hay veces que una simple conversación telefónica -de esas que se mantienen de vez en vez para conservar encendida la llama de los afectos- provoca en mí impulsos incontrolables, despierta mi aletargada conciencia y me coloca como un autómata ante una página en blanco del procesador de textos del portátil que me acompaña a todas partes. Lo demás, darle forma al arrebato, viene a continuación sin demasiados escollos.

Quien me conoce sabe que me honro en mantener buenas relaciones de amistad con un no pequeño grupo de catalanes, consecuencia directa de los años pasados en Gerona y Barcelona durante mi infancia o de mis largos contactos posteriores, de trabajo o en vacaciones, con aquellas tierras. Y son éstos, y no las opiniones de los políticos que me llegan a través de los medios de información, los que con sus comentarios, con sus juicios de valor, me ayudan a entender qué está pasando en Cataluña. Me refiero a personas de ideologías distintas, de percepciones diferentes con respecto al proceso secesionista, variedad de opiniones que me permite sacar mis conclusiones.

La sociedad catalana está profundamente dividida respecto al movimiento soberanista. Me atrevería a decir que aunque todos practiquen  sin excepción el catalanismo -si por tal entendemos el profundo afecto a su lengua, a sus costumbres y a su pasado-, su posición respecto a la deriva independentista varía mucho de unos a otros. Los hay separatistas irredentos, nacionalistas descontentos con el grado de autonomía logrado hasta ahora, federalistas que aspiran a un cambio en la Constitución que les deje más satisfechos dentro de España y aquellos cuya aspiración es que todo siga como hasta ahora. También, cómo no, los que desearían volver a la situación anterior al Estado de las Autonomías.

Con este caldo de cultivo, con una población dividida, unos políticos irresponsables, cuya estrategia parece sustentarse en el principio de la huida hacia adelante, y unas mafias a las que se les empieza a acabar la impunidad que gozaban hasta ahora y contemplan la ruptura como una tabla de salvación ante la ley que los acosa, la deriva separatista continuará, sin que parezca que haya nadie que proponga soluciones. Las alegaciones a la legalidad vigente son necesarias -yo las comparto-, pero no suficientes. Por mucho que se invoquen las leyes, si una parte del país decide separarse del conjunto acabará consiguiéndolo. O se mantendrá unido, pero con una desafección muy peligrosa que continuará defendiendo la independencia a la espera de nuevas oportunidades.

No son las opiniones de los políticos ni las informaciones de los medios las que me hacen pensar que este problema no se puede zanjar con parches, con paños calientes o con improvisaciones; son los puntos de vista de mis amigos catalanes los que me alertan de que las cosas no se están haciendo como se deberían hacer.

7 de julio de 2017

Nubarrones, turbulencias y bandazos

Supongo que quien lea las improvisadas -pero meditadas- ideas que reflejo en este blog habrá advertido que mi afinidad con el PSOE ha sufrido serias turbulencias durante los últimos meses, concretamente desde que la Ejecutiva Federal del partido lanzó un órdago al que entonces era, y ahora vuelve a serlo, su secretario general. Ni me gustó la forma mediante la cual el “aparato” obligó a Pedro Sánchez a dimitir ni la terquedad de éste al empeñarse en convocar unas intempestivas primarias y un inoportuno congreso para afianzar su liderazgo, en plena crisis electoral. A los primeros les vi el plumero de la inoperancia y al segundo la frivolidad de su poco afortunada propuesta.

Pero dicho esto, reconocida la inestabilidad pasajera de mi confianza política en el partido que representa  a la socialdemocracia en España, ahora me toca hablar de presente y sobre todo de futuro. Empezaré por confesar que me gustó la limpieza con la que los socialistas resolvieron sus problemas internos, así como la contención verbal de vencedores y vencidos a la hora de valorar los resultados. Ha habido de todo, ya lo sé, pero el común denominador, desde mi punto de vista, fue la mesura y la cordura.

Pedro Sánchez, en quien en algún momento observé zalameros e inmaduros guiños a Podemos, parece haber aprendido la lección de que hasta ahora los de Pablo Iglesias no sólo no le ayudaron cuando tenían que haberlo hecho, sino que además aprovechan cualquier ocasión para denigrar al partido socialista hasta la saciedad, contribuyendo con su actitud a crear un ambiente de hostilidad que poco espacio deja al entendimiento. Es cierto que los de Podemos muestran en estos momentos unas formas menos agresivas con el PSOE, pero mucho me temo que las heridas que originaron como consecuencia de su obsesión por la hegemonía tarden mucho en cicatrizar.

Juntos pero no revueltos sería el lema que yo escogería para definir la relación que deseo entre los dos partidos de la izquierda. Juntos para desplazar a la derecha del gobierno en cuanto se den las circunstancias y así reiniciar las políticas sociales y progresistas que necesita nuestro país; separados para que la utopía de la “nueva izquierda” no desvirtue los principios de moderación realista socialdemócratas. Pero para ello sólo hay un camino, el de ganar las elecciones con suficiente amplitud para que resulte indiscutible la supremacía socialista. Ahora no es posible –la aritmética no permite engaños-, pero prefiero pensar que lo será en el futuro. En cualquier caso, las cosas no pintan mal, las encuestas demuestran un lento pero perceptible avance del PSOE, que se acerca al PP al mismo tiempo que se desmarca de Podemos. Ese es el único camino y ojalá muchos votantes progresistas lo entiendan como yo lo entiendo.

Hay un tema que está creando un cierto desconcierto, el de nación de naciones, que a mí no me causa ninguna desazón. Ya sé que las palabras a veces son traicioneras y que la semántica puede manejarse a capricho de las ideas. Pero si entendemos por nación el conjunto de personas que comparten un idioma, unas costumbres, una identidad cultural y una historia, España está formada por naciones, al mismo tiempo que el país en su totalidad también lo es. De lo que se trata ahora es de darle forma política a esa realidad incuestionable y ahí es donde empiezan los desasosiegos. Yo soy partidario del federalismo, es decir de reconocer constitucionalmente, sin tapujos, a las naciones que componen el estado que da forma a la nación española, sin menoscabo de la unidad de ésta. Y parece que por ahí van las propuesta del PSOE.

Veremos hasta cuando dura mi recobrada confianza en el PSOE.