Desde que fui consciente de que los chiringuitos forman parte de la playa –los vocablos chiringuito y playa están biunívocamente asociados-, presumo de acudir con cierta frecuencia a ésta. Me siento a la mesa de uno de ellos, pido una cerveza, adopto una posición contemplativa, participo mentalmente en el jolgorio -aunque a veces no llegue a entender a qué tanta risotada- y, si se tercia, disfruto de la visión de algún que otro cuerpo femenino, afición que, a pesar de los años, mantengo inalterada, me atrevería a decir que casi como el primer día. No piso la arena ni me mancho las zapatillas ni me quemo los pies ni sufro escalofríos ni me revuelcan las olas ni me abraso la piel, pero estoy en la playa. ¿Se puede pedir más?
Los chiringuitos son para mí un lugar ideal para ejercitar la introspección. Tengo al alcance de la vista una representación de la sociedad de nuestro tiempo, en actitud desenfadada, alejada por unas horas de sus preocupaciones cotidianas, exteriorizando con absoluta sinceridad comportamientos que quizá en ningún otro sitio se puedan contemplar con tanta comodidad. Son, como diría el clásico, el patio de butacas del teatro del mundo, en los que la función cambia constantemente, sin que se repitan nunca las mismas situaciones, aunque a veces se parezcan. Pero aun en este caso siempre habrá alguna nota de originalidad en cada una de ellas que las diferencie de las demás. Y casi todas, si uno posee el talante adecuado, y yo me esfuerzo en tenerlo, dispondrán de su propia gracia.
El otro día, sin ir más lejos, una mujer de unos veintitantos años tomaba el sol sobre la arena, sentada en una silla playera, a unos veinte metros de mi chiringuito. Rubia, de bonito cuerpo –en topless para más detalle-, me llamó la atención desde el primer momento que descubrí su presencia. Pero no por las circunstancias anteriores –que por supuesto hubieran bastado por sí solas para distraer mi desocupada mente- sino porque no dejó de hablar por teléfono durante la hora y pico que estuve allí. Gesticulaba con cierto dramatismo, a veces reía con pequeñas carcajadas, en alguna ocasión entristecía el rostro, de cuando en cuando reforzaba con descuido la capa del protector solar que cubría su cuerpo, o se levantaba para cambiar la silla de posición, o se acercaba a la orilla para remojarse los pies. Pero todo ello sin dejar de hablar a través de las ondas con quien fuera ni un instante. Cuando al cabo de una hora, agotada mi cerveza, me retiré, ella seguía allí con el teléfono pegado a la oreja.
Al día siguiente, cuando me acercaba andando al chiringuito, repitiendo el largo paseo que me ayuda a preparar la sed para que la cerveza que viene a continuación todavía sepa mejor, me dio por pensar que quizá aquella rubia siguiera allí, en la misma posición que tenía veinticuatro horas antes. No era su cuerpo semidesnudo, ni el bronceado de su piel, ni el misterio de su soledad los que motivaban mi interés, sino comprobar si continuaba hablando por teléfono. Pero, para mi desilusión, había desaparecido. Otros personajes y otras situaciones, distintas pero tan motivadoras como la de la chica y su móvil, entretendrían ese día mi ocio veraniego.
Ya digo que los chiringuitos dan mucho de sí, sin necesidad de que tenga uno que someterse a los suplicios de la playa.
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