17 de julio de 2017

Los últimos de Filipinas

Hace muchos años, demasiados, cuando todavía no había cuplido los diez de edad, vi por primera vez en mi vida la primitiva versión cinematográfica de Los últimos de Filipinas. Fue en el cine de mi colegio de entonces, rodeado de compañeros de edades parecidas a la mía, que vivíamos el patriotismo exacerbado de la posguerra, en un clima de exaltación de los valores patrios. Ni que decir tiene que me impresionó profundamente la numantina resistencia de los héroes de Baler y su impasividad ante las noticias que les llegaban sobre el final de la guerra que España mantenía en aquel país.

Años más tarde, cuando mis juicios sobre los relatos de la Historia del mundo habían alcanzado un cierto grado de madurez crítica, empecé a comprender que en realidad lo que había sucedido fue fruto de la obstinada decisión de un oficial de complemento, el segundo teniente Martín Cerezo, que no había dudado en poner en riesgo la vida de cincuenta hombres, pensando más en su propia gloria que en los intereses de España.

Cuento esta impresión personal porque me da pie para hablar de algo muy distinto, concretamente de las personas que se empeñan en rechazar las innovaciones en las costumbres que experimenta la sociedad que les ha tocado vivir, de remar contracorriente, sin comprender que el devenir social está en manos de una dinámica que les es por completo ajena. En vez de adaptarse a la “marcha de los tiempos”, se consumen con desesperación intentando modificar su rumbo, ajenos por completo a la realidad que los rodea. Son últimos de Filipinas a su manera. No se prodigan, es cierto, pero se les puede reconocer por su constante NO a todo lo que suponga innovación, sea ésta de indole tecnológica, social o política.  

En cierto modo todos somos un poco como el teniente Martín Cerezo. Nos empeñamos en ganar batallas perdidas, más por fidelidad a nuestras propias convicciones que por defender el interés general. Lo que sucede es que algunos en particular transforman el compromiso personal con sus ideas en una manera de vivir, de comportamiento ante los demás, algo que inevitablemente los lleva a la inadaptación social, a la misantropía, al odio y al desprecio a los demás. Convierten la convicción de que lo que ellos hacen es lo correcto en auténtica paranoia de carácter obsesivo.

A pesar de todo, sigo guardando un entrañable recuerdo de aquella lejana versión cinematográfica de Los últimos de Filipinas, porque la nostalgia, ese gusanillo que mezcla la tristeza del recuerdo con el placer de la rememoración, sigue machacando mi memoria con insistencia.

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