29 de octubre de 2020

Mucho predicar y poco dar trigo

 

Me tragué -no encuentro mejor expresión- hace unos días, desde el principio hasta el final, las sesiones parlamentarias del llamado voto de censura, en cuyo transcurso el señor Abascal se proponía así mismo como presidente del gobierno. Confieso que empecé con un bolígrafo en la mano y unas cuantas cuartillas preparadas, por aquello de que padezco cierta propensión a tomar nota de toda situación que luego pueda servirme de apoyo para escribir. Pero, al cabo de unos minutos de garabatear precipitadamente, abandoné la idea. Me di cuenta enseguida de que la letra era tan repetitiva, tan monótona y tan conocida, que preferí centrarme en la música, pero sobre todo en la orquestación. Y creo que no me equivoqué, porque de otra manera los árboles no me hubieran dejado ver el bosque.

Después de haber oído de boca del señor Abascal toda una serie de descalificaciones, de las que no se libró ni la Unión Europea, ni los miles de invasores que nos llegan en pateras y en cayucos todos los días, ni siquiera doña Ana Botín, presidenta del banco de Santander, y de haber escuchado una vez más curiosos panegíricos, entre ellos a Donald Trump, le tocó primero el turno a la izquierda socio-comunista, populista, bolivariana y aliada de los terroristas, para dar paso después a sus compañeros de las otras derechas, a las que una vez más tildó de derechita cobarde. El señor Abascal, todo hay que decirlo, no dejó títere con cabeza.

La réplica de Pedro Sánchez, que jugaba con la ventaja de que aquella verbena lo único que podía traerle eran parabienes, porque el triunfo de la moción de censura estaba absolutamente descartado, fue comedida en la forma, pero contundente en el fondo. Aprovechó una vez más para desenmascarar a la ultraderecha trasnochada que se cobija en las filas de Vox y para advertir del peligro que supone que exista en España una formación de corte absolutamente fascista, populista y antisistema. Pero como estas acusaciones ya las he oído muchas veces, no me llamaron demasiado la atención.

Lo más sabroso de la sesión vino con las intervenciones de los otros dos líderes de la derecha, Inés Arrimadas y Pablo Casado. Cada uno en su estilo, más suave la primera y muy categórico el segundo, se desmarcaron de Vox y de su líder, incluso entrando en ocasiones en acusaciones personales, como cuando el presidente del PP tachó a Abascal de ingrato con su partido, que -dijo textualmente- le había dado trabajo durante quince años. Tengo que reconocer, y no soy sospechosos de propender al conservadurismo, que los dos discursos me parecieron interesantes y dignos del parlamento.

Hasta aquí hemos llegado, dijo Casado en un momento determinado, con énfasis muy estudiado y a mi entender algo “shakespeariano”. Pablo Iglesias, más tarde,  le espetaría que llega tarde, porque han estado alimentado durante demasiado tiempo al monstruo. En mi opinión, sin embargo, más vale tarde que nunca. Quizá ahora se hayan dado cuenta de que con tantas gaitas templadas estaban dando un exceso de pábulo a Vox y de que corrían el riesgo, más o menos inmediato, de que los engullera. Los votantes de la ultraderecha lo eran antes del PP, algo que están obligados a corregir si no quieren perecer políticamente. Supongo, además, que habrán recibido toques de atención de sus homónimos europeos, que no pueden estar viendo con buenos ojos tanto desatino extremista.

Dice el refrán que una cosa es predicar y otra dar trigo. A los millones de españoles -de derechas o de izquierdas- que les gusta moverse en la moderación no les basta con palabras, quieren hechos. No les son suficientes las declaraciones de intenciones, sino que esperan comprobar que el ambiente de crispación, del insulto por el insulto y de la mentira por la mentira desaparece. Esperan que ahora, tras este desmarque tan medido y calculado, el señor Casado y los suyos empiecen a dar señales que indiquen una rectificación del rumbol. Aunque mucho me temo que todo vaya a seguir igual, como demuestran con su abstención en la votación parlamentaria para autorizar el estado de alarma.

En una democracia moderna es preciso que existan partidos de Estado moderados, porque las distorsiones extremistas van directamente contra el necesario equilibrio que se necesita para progresar. Pero cuando esos partidos se sitúan, por mimetismo o por estrategia política, fuera de los límites de la moderación, ponen en peligro la convivencia y por tanto el orden democrático. Ojalá el señor Casado y sus asesores se dieran cuenta de ello. Si fuera así, les iría bastante mejor en las encuestas y puede que algún día en las elecciones.

25 de octubre de 2020

Palabras de doble filo

Hay palabras que con el uso terminan perdiendo su significado verdadero. La mayoría de ellas proceden del lenguaje ordinario, y los hablantes, con intención o con la mayor de las ingenuidades, las han trasladado al de la política con un sentido completamente distinto del original. El vocablo radical, que procede de la palabra raíz y que por tanto hace referencia a la profundidad o al arraigo de las ideas, se interpreta ahora como equivalente a extremismo. La palabra equidistante, que cualquier bachiller sabe que significa situado a la misma distancia de otros puntos determinados, se utiliza ahora para designar a los que mantienen posiciones políticas diferentes de otras definidas y enfrentadas, cuando por lo general lo que sucede es que no encajan ni en una ni en otra. Por eso precisamente se inventó hace ya tiempo la expresión tercera vía, que significa alternativa a las otras dos, pero no equidistancia entre ellas.

Pero de entre todas las palabras que con el tiempo se han prostituido me quedo hoy con moderado, que algunos ahora, ante tanta alteración del léxico político, interpretan como educado, lo cual desde mi punto de vista es un error. Se puede ser moderado y al mismo tiempo maleducado, o disponer de una educación exquisita y moverse en el escabroso terreno de la inmoderación. En nuestra política, y no voy a dar nombres por innecesario, hay de todas las combinaciones posibles: maleducados moderados, bien educados inmoderados, maleducados inmoderados y bien educados moderados. Un buen ejercicio para la mente consiste en poner ejemplos conocidos entre nuestros políticos en cada una de las cuatro casillas. Yo ya lo he hecho mentalmente y no me ha quedado ninguna vacía. Animo a los demás a que también lo hagan y pasen un rato entretenido.

Moderación significa contención y freno en la conducta. Es una virtud que consiste en que, sin renunciar a la defensa de aquello en lo que se cree, se acepta que las vías para lograrlo nunca deben romper la convivencia. Por esa razón, los moderados por lo general no tienen prisa, no es la vehemencia quien los mueve. Para ellos, el apremio, la improvisación y la línea recta no son recomendables en política, porque provocan reacciones en contra, más violentas cuanto mayor sea el atajo elegido. La flexibilidad de cintura, la capacidad de negociación y la aceptación de las tesis del rival como punto de partida en las discusiones suelen aportar mayor rédito que las posiciones inmoderadas. Un moderado nunca impone líneas rojas, que al fin y al cabo no son más que dogmas.

Además, mientras que la mala o la buena educación son producto de factores exógenos a la genética, el grado de moderación suele ser congénito. La educación llega al individuo desde la familia, desde la escuela o desde el ambiente social que frecuenta, mientras que la propensión a la moderación o a la inmoderación suele estar impresa en los genes. Sin embargo, tanto la educación como el talante son moldeables. Por eso vemos con frecuencia a voceras impresentables que se han educado en buenos colegios, y por eso también observamos en ocasiones en algunos inmoderados sorprendentes giros hacia la moderación. Claro está que, para que estos cambios sucedan, es necesario que el individuo colabore. No hay más ciego que el que no quiere ver ni más maleducado que el que se regodea en el insulto ni menos inteligente que el que no sabe que desde la moderación se avanza más deprisa.

Como no quiero ser maleducado, ni mucho menos exceder la moderación que me he impuesto en la escritura, hoy lo dejo aquí. No vaya a ser que a base de insistir caiga en la tentación de empezar a dar nombres, porque venirme a la memoria me vienen a raudales. Por cierto, no lo he dicho antes, de las cuatro casillas que rellené, la menos abultada era la de los moderados bien educados. Adivínese cual era la que más nombres contenía.

 

18 de octubre de 2020

Canciones, coros, cánticos y cantinelas


La política española se ha convertido en los últimos tiempos en una especie de festival de canciones frikis. Su música suele ser monótona y estruendosa, aunque muy diferente de cualquier otra. Tiene personalidad propia, todo hay que decirlo, porque cuando uno sintoniza el televisor o la radio y coincide con un debate en el parlamento no le cabe la menor duda de lo que está oyendo. Las letras son repetitivas, auténticas cantinelas, y sólo hay que prestar un poco de atención para averiguar de qué parte del hemiciclo provienen. Pero sea del que sea llevan implícito el sello de la vulgaridad y de la falta de rigor intelectual.

Si Cánovas o Sagasta levantaran la cabeza y oyeran este certamen de desatinos, posiblemente creyeran que se trataba de un sainete o, quizá, de una opereta bufa, pero nunca del coro de los representantes del pueblo reunidos en asamblea. Aunque no es necesario ir a tanta distancia en el tiempo, porque muy pocos de los parlamentarios de hace sólo unas décadas serían capaces de averiguar que tanta  falta de rigor intelectual procede de sus sucesores en el Congreso y en el Senado. Siempre ha habido bronca política, vehemencia en los discursos y calor en las discusiones, pero dentro de unos cánones de cortesía y, sobre todo, de inteligencia.

En las sesiones de control en el Congreso de los Diputados, las preguntas van siempre precedidas de una introducción enrevesada en extremo, de una retahíla de numerosas descalificaciones, tantas como caben en el poco tiempo que disponen sus señorías; lo que demuestra que, en vez de preguntar, lo que se pretende es aprovechar la ocasión para zaherir al adversario. En consecuencia, las réplicas no son simples contestaciones a las preguntas, sino devoluciones del insulto.

Los que sentimos interés por la retórica, por la oratoria y por la inteligente utilización de la palabra nos sentimos defraudados, tanto por el fondo como por la forma. Por el fondo, porque entre las descalificaciones y los insultos se pierde el sentido del mensaje, ya que al no aportar nada comprensible se evapora entre los pliegues del cerebro, sin aportar nada en absoluto. Por la forma, porque en vez de oír apreciaciones sutiles, críticas ingeniosas o recomendaciones interesantes, sólo se oye un extenso vocabulario de improperios, a cuál más grueso y por tanto más estúpido.

Lo lamento, pero lo digo como lo siento. La política se ha convertido en un oficio de gentes de poco valor intelectual, en el modus vivendi de aquellos que no sirven para otra cosa.  Antes había rotación entre el desempeño de determinadas profesiones liberales y el paso por la política. Ahora los políticos se forman en sus respectivas escuelas de “mandos” y pasan a la política sin más experiencia que la que han recibido en sus centros de formación. A veces, no siempre, se cubre el expediente rodando a los neófitos en alcaldías o autonomías, para después soltarlos en el escenario de la política nacional. El fracaso no  preocupa, porque llegado el momento siempre estarán ahí las puertas giratorias.

Ahora, cuando una oposición desorientada ha decidido que la única manera de recuperar el poder es derrocar como sea al legítimo gobierno salido de las urnas, la crispación se ha enseñoreado de los hemiciclos. Tanto es así, que cuando se intenta buscar entre la palabrería alguna crítica concreta a la gestión del actual ejecutivo nunca se encuentra. Sólo se percibe una especie de sonido bronco, rudimentario y tosco, como si se intentase sustituir a la palabra por un ruido incomprensible. Quizá, me pregunto, resulte que no tienen nada que decir.

El gobierno haría muy bien en no caer en la tentación de responder con la misma actitud. Es difícil, porque las groserías suelen ser tan exageradas que los resortes de la paciencia saltan incontrolados. Pero es que si no son capaces de hacerlo caerán en la trampa que tratan de tenderles, porque está claro que la estrategia del PP y de Vox -tanto monta, monta tanto- está dirigida a la provocación, para que los españoles podamos decir aquello de son todos iguales. El presidente y sus ministros están obligados a mantener la calma, a templar el ánimo y a no perder los nervios. Si no son capaces, la derecha reaccionaria acabará consiguiendo el objetivo de desbancarlos.

15 de octubre de 2020

Separatismos y regionalismos desleales


Siempre he creído que el Estado de las Autonomías, un invento constitucional de la transición, fue consecuencia del reconocimiento por parte de los constituyentes de la compleja identidad territorial de España. La amalgama de nacionalidades históricas, con sus distintas lenguas y sus diferentes tradiciones y costumbres, debió de inspirarles la idea de conformar un sistema de corte federal, aunque no se atrevieran a bautizarlo con un nombre de connotaciones republicanas. Si a esta circunstancia le unimos que la pesada y anticuada burocracia centralizada que impusieron los Borbones con su advenimiento en 1700 requería de una profunda revisión, nada tiene de particular la articulación territorial que se eligió en aquel momento.

Sin embargo, el transcurrir de los años ha demostrado que los padres de la Constitución se dejaron algunas normas en el tintero, quizá porque nunca creyeran que ciertos autonomistas de pro iban a utilizar la nueva organización con absoluta deslealtad hacia el conjunto de todos los españoles. Éste ha sido el caso de los separatistas catalanes durante los últimos años, que, aun formando parte de las instituciones del Estado, han llegado al extremo de declarar la independencia de Cataluña, con tan sólo el teórico apoyo del cincuenta por ciento de los catalanes e incumpliendo la legalidad vigente. Si el Estado de las Autonomías no hubiera existido, otro gallo cantaría.

Pero es que ahora, cuando pareciera que esa bomba de relojería estaba prácticamente desactivada, o al menos en muy baja forma, aparece otra modalidad de separatismo, aquel que, considerando a la autonomía como una propiedad particular de sus gobernantes, practica el yo me lo guiso, yo me lo como. Isabel Díaz Ayuso no es la única, pero sí su más preclara exponente, al menos en estos días de tribulaciones “coronavíricas”. Su comportamiento, no sólo supone una enorme irresponsabilidad al poner en peligro con su obcecación la salud de los ciudadanos, sino que además adopta la forma de un separatismo a su estilo, el de la rebeldía frente a un Estado que, como les sucede a los soberanistas catalanes, representa.

Los padres de la Constitución no previeron estos comportamientos, con lo cual el Estado se encuentra en ocasiones en inferioridad frente a los que, apoyándose en la carta magna, atentan contra su espíritu. Unos persiguiendo la quimera de la independencia de su territorio, los otros atentando contra la unidad de acción que se requiere en determinados momentos. Sus motivaciones, es cierto, son distintas, pero todas se sustentan en la deslealtad y en la traición. Los primeros quieren constituir un nuevo estado independiente, los segundos funcionar como si lo fueran.

Frente a esta situación sólo cabe una revisión de la constitución de 1976 que, en casos excepcionales, dote al gobierno central de poderes excepcionales. Los derechos fundamentales no dejarían de estar debidamente garantizados, siempre que se arbitraran los correspondientes mecanismos de supervisión; y el gobierno de la nación podría contrarrestar con mayor eficacia los brotes de deslealtad institucional del signo que fueran. El Estado de las Autonomías podría seguir funcionando como lo imaginaron los constituyentes, sin merma de las competencias transferidas. Se ganaría en eficacia y nos ahorraríamos los bochornos político-judiciales con los que nos encontramos de vez en vez, lamentablemente con demasiada frecuencia en los últimos tiempos.

El refranero español, al que acudo con frecuencia para que me eche una mano, dice que el que hizo la ley hizo la trampa. Pero es que la constitución de un país no puede dejar resquicio para que se cuelen los tramposos. Ahora bien: a ver quién le pone el cascabel al gato.

11 de octubre de 2020

Miedo me da


Hace tiempo, estaba convencido de que, por larga que fuera mi existencia, por muchos años que viviera, no me daría tiempo a observar grandes cambios sobre la tierra. Tenía la sensación de que al final, cuando llegara la vejez, el mundo sería más o menos igual a como era cuando empecé a tener uso de razón. Las modificaciones en las costumbres y los equilibrios políticos me parecían tan estables, tan inamovibles y tan sólidos, que suponía que dejaría un escenario prácticamente igual al que me recibió al nacer.

Pero llevo un tiempo descubriendo cada día tantos y tan importantes cambios en los comportamientos, que me estoy dando cuenta de que esto de ahora no se parece en nada a lo de hace unos años. ¿Cómo hubiera podido imaginarme que el actual presidente de los Estados Unidos de América, después de haber creado con su comportamiento negacionista un brote de coronavirus en la propia Casa Blanca, iba a regresar a su residencia rodeado de fanfarrias e himnos triunfales, arrancándose la mascarilla con aires de héroe mitológico? A lo largo de mi vida he conocido a doce presidentes americanos, sin contar a Roosevelt y a Truman, de los que nada recuerdo; y aunque de cada uno de ellos podría hacer un juicio crítico, porque no todos me han gustado o disgustado por igual, he reconocido siempre en ellos cierta elegancia cuando comparecían en público. Daban la sensación de estar entrenados para ejercer el cargo.

Pero desde que Donald Trump reside en la Casa Blanca las cosas han cambiado. La vulgaridad, el populismo y la mala educación forman parte de su comportamiento habitual, lo que debería importarme un bledo si no fuera porque preside la nación más poderosa del mundo, de la que, en mayor o menor grado, dependemos todos. Verle actuar da grima. Sus gritos, sus gestos, sus actitudes chulescas recuerdan más a los protagonistas de las películas del oeste -a los malos, quiero decir- que a lo que debería esperarse de tan alto mandatario.

Lo preocupante de esto es que es presidente porque millones de ciudadanos americanos han decidido que lo sea. Y digo que es lo preocupante, porque significa que su modo de hacer las cosas gusta a muchos. Pero no sólo dentro de los Estados Unidos, también más allá de sus fronteras. Bolsonaro está ahí, como en su momento estuvo Berlusconi, porque lo han elegido sus partidarios. Aunque no es necesario mirar fuera de nuestras fronteras, porque aquí, entre nosotros, tenemos a nuestro alrededo a muchos pequeños Trump, seguidores del más puro populismo reaccionario, de los que hoy no voy a hablar porque no toca.

El mundo pasó hace unas décadas una convulsiva época dominada por los fascismos, de manera que alguno al leer estas líneas pensará que de qué me sorprendo después de haber sucedido lo que sucedió con Hitler, con Mussolini y con tantos de sus imitadores europeos. Pero es que aquello fue distinto, porque se trataba de dictaduras descaradas, sin tintes de democracia, ya que ni la practicaban ni la defendían. El populismo reaccionario de ahora se disfraza de demócrata y vive bajo la teórica bandera de las libertades y del respeto a los derechos del hombre, por lo que engaña a tantos. Es un lobo disfrazado de cordero, que apela a los miedos de los ciudadanos para ganarse su afecto. Yo estoy aquí, dicen sus líderes, para salvarte de tantos peligros como te acechan. Déjalo en mis manos, que yo sé muy bien cómo defenderte.

Definitivamente, el mundo ha cambiado mucho desde que tengo uso de razón. Lo hace poco a poco, es cierto, pero en los últimos años a una velocidad vertiginosa. Un cambio que nos está llevando a un escenario descaradamente ultraconservador y retrógrado, hacia una sociedad donde el insulto la descalificación y la mentira prevalecen por encima de cualquier otra consideración.

A mí, sólo pensarlo, me da miedo.

6 de octubre de 2020

La ciudad dormida


Hace unos días, como solemos hacer con frecuencia, mi mujer y yo fuimos a dar una vuelta por el centro de Madrid, para disfrutar de una ciudad en la que cada día descubrimos nuevos rincones, por mucho que ya antes los hayamos visitado. Durante un par de horas recorrimos las calles que rodean la Puerta del Sol, contemplando las obras ya terminadas del llamado complejo Canalejas, es decir la remodelación de la sede del antiguo Banesto y de otros seis edificios colindantes, una obra impresionante desde el punto de vista arquitectónico, ya que, manteniendo en su integridad las antiguas fachadas de finales del siglo XIX con su rebuscada ornamentación, ha supuesto la reestructuración completa de sus espacios habitables. Un auténtico alarde de ingeniería civil.

Pero no es de esta obra sobre lo que hoy quiero escribir, sino sobre la sensación que me causó comprobar la soledad de las calles de una ciudad que, a esas horas, entre las doce y las dos del mediodía, en situación normal suele rebosar vitalidad y alegría, algarabía y bullicio. No sólo el tráfico era prácticamente inexistente, sino que además apenas se veían viandantes. Los autobuses, que circulaban con total normalidad, iban medio vacíos, con no más de dos o tres viajeros, y los taxis deambulaban arriba y abajo casi todos libres.

Nos sentamos en la terraza del Círculo de Bellas Artes, enfrente de la confluencia de la Gran Vía con la calle de Alcalá, un lugar estratégico que en otras ocasiones me ha permitido contemplar el ajetreo de la ciudad en plena ebullición, pero desde el cual ese día sólo se percibía un abrumador silencio y una quietud inexplicable, por no decir tristeza y miedo. La ciudad estaba dormida, seguramente muy a pesar de lo que hubieran deseado sus ciudadanos, que, aunque nadie de momento les había restringido la movilidad, preferían la reclusión domiciliaria a exponerse al peligro del contagio. Como suele ocurrir en tantas ocasiones, mientras los políticos discuten, los ciudadanos se adelantan y se ponen a buen recaudo.

Dicen que las discrepancias entre la comunidad autónoma de Madrid y el gobierno de la nación estriba en que los primeros no quieren paralizar la economía y los segundos prefieren dar un frenazo momentáneo, detener la transmisión del virus, para después, cuando las aguas hayan vuelto a su cauce, impulsar la actividad económica. Pero lo curioso es observar que, con independencia de la posición de los gobernantes autonómicos, con más tintes de posicionamiento ideológico que de preocupación por los ciudadanos, la ciudad se haya parado sin que nadie hubiera dado todavía la orden para ello.

Isabel Díaz Ayuso, que no sólo no ha querido llegar a un acuerdo con el ministerio de Sanidad, sino que además, una vez rota la baraja, ha decidido recurrir la orden ministerial que impone restricciones a la movilidad, debería tener en cuenta que estas medidas, ahora de obligado cumplimiento, ya las habían puesto en marcha los ciudadanos. A mí me da la sensación de que la presidenta de Madrid, llevada por su propia vehemencia, ha sido incapaz de echar el freno, a pesar de que, por muchos alientos que reciba de los suyos -muy pocos, por cierto-, no cuenta con el respaldo de nadie más, ni siquiera de sus socios de gobierno. La economía, le guste o no, se ha ralentizado, porque el miedo y la inseguridad pueden más que el hambre.

No sé cómo acabarán los recursos interpuestos por la comunidad de Madrid, porque en ocasiones los caminos de la justicia son inescrutables.  Pero de lo que sí estoy seguro es de que  la transmisión del virus en Madrid estaba descontrolada, el sistema sanitario crujía con estruendo y el gobierno de Madrid se había limitado a encerrar en sus fronteras a los habitantes de determinados barrios, mientras que sus vecinos campábamos por nuestros respetos. La medida impuesta ahora tiene mayor alcance -no tanto como considero necesario- y, aunque no fuera más que por eso, también mayor eficacia.

Ojalá las nuevas medidas vayan adelante y Madrid recupere pronto la normalidad perdida. Los amantes de pasear por sus calles podremos volver entonces a nuestra vieja costumbre.