Siempre he creído que el Estado de las Autonomías, un invento constitucional de la transición, fue consecuencia del reconocimiento por parte de los constituyentes de la compleja identidad territorial de España. La amalgama de nacionalidades históricas, con sus distintas lenguas y sus diferentes tradiciones y costumbres, debió de inspirarles la idea de conformar un sistema de corte federal, aunque no se atrevieran a bautizarlo con un nombre de connotaciones republicanas. Si a esta circunstancia le unimos que la pesada y anticuada burocracia centralizada que impusieron los Borbones con su advenimiento en 1700 requería de una profunda revisión, nada tiene de particular la articulación territorial que se eligió en aquel momento.
Sin embargo, el transcurrir de los años ha demostrado que los padres de la Constitución se dejaron algunas normas en el tintero, quizá porque nunca creyeran que ciertos autonomistas de pro iban a utilizar la nueva organización con absoluta deslealtad hacia el conjunto de todos los españoles. Éste ha sido el caso de los separatistas catalanes durante los últimos años, que, aun formando parte de las instituciones del Estado, han llegado al extremo de declarar la independencia de Cataluña, con tan sólo el teórico apoyo del cincuenta por ciento de los catalanes e incumpliendo la legalidad vigente. Si el Estado de las Autonomías no hubiera existido, otro gallo cantaría.
Pero es que ahora, cuando pareciera que esa bomba de relojería estaba prácticamente desactivada, o al menos en muy baja forma, aparece otra modalidad de separatismo, aquel que, considerando a la autonomía como una propiedad particular de sus gobernantes, practica el yo me lo guiso, yo me lo como. Isabel Díaz Ayuso no es la única, pero sí su más preclara exponente, al menos en estos días de tribulaciones “coronavíricas”. Su comportamiento, no sólo supone una enorme irresponsabilidad al poner en peligro con su obcecación la salud de los ciudadanos, sino que además adopta la forma de un separatismo a su estilo, el de la rebeldía frente a un Estado que, como les sucede a los soberanistas catalanes, representa.
Los padres de la Constitución no previeron estos comportamientos, con lo cual el Estado se encuentra en ocasiones en inferioridad frente a los que, apoyándose en la carta magna, atentan contra su espíritu. Unos persiguiendo la quimera de la independencia de su territorio, los otros atentando contra la unidad de acción que se requiere en determinados momentos. Sus motivaciones, es cierto, son distintas, pero todas se sustentan en la deslealtad y en la traición. Los primeros quieren constituir un nuevo estado independiente, los segundos funcionar como si lo fueran.
Frente a esta situación sólo cabe una revisión de la constitución de 1976 que, en casos excepcionales, dote al gobierno central de poderes excepcionales. Los derechos fundamentales no dejarían de estar debidamente garantizados, siempre que se arbitraran los correspondientes mecanismos de supervisión; y el gobierno de la nación podría contrarrestar con mayor eficacia los brotes de deslealtad institucional del signo que fueran. El Estado de las Autonomías podría seguir funcionando como lo imaginaron los constituyentes, sin merma de las competencias transferidas. Se ganaría en eficacia y nos ahorraríamos los bochornos político-judiciales con los que nos encontramos de vez en vez, lamentablemente con demasiada frecuencia en los últimos tiempos.
El refranero español, al que acudo con frecuencia para que me eche una mano, dice que el que hizo la ley hizo la trampa. Pero es que la constitución de un país no puede dejar resquicio para que se cuelen los tramposos. Ahora bien: a ver quién le pone el cascabel al gato.
Si, sería beneficioso extender el principio de jerarquía normativa de forma que, incluso para las competencias transferidas, las disposiciones legales del poder estatal prevalecieran sobre las autonómicas, sin perjuicio del recurso de éstas ante el Tribunal Constitucional para confirmar posteriormente si la actuación del Estado había sido abusiva.
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