24 de agosto de 2020

La vacuna

Le oí decir hace muchos años a la escritora Elena Soriano que no creía ni en la Cafiaspirina, simpática manera de expresar mediante un ejemplo inventado su profundo escepticismo existencial. Traigo aquella frase hoy aquí, porque yo, llevado por mi tendencia a desconfiar de todo aquello que no esté demostrado, contrastado y defendido por la comunidad científica, hasta ahora no me he vacunado nunca de la gripe. Mi decisión se ha basado en que todos los años veo a mi alrededor a muchos que habiendo recibido la vacuna contraen la gripe, como veo a otros, también en gran número, que sin haberse sometido al tratamiento preventivo no sufren la enfermedad, por lo que no he encontrado hasta ahora una relación evidente entre causa y efecto. Si a eso le uno que unos médicos simplemente se limitan a decirme que si me vacuno no pierdo nada, mientras que otros me advierten de que las constantes mutaciones del virus hacen muy difícil dar en la diana con la fórmula apropiada, mi decisión durante muchos años ha sido la que ha sido. Por cierto, llevo tiempo sin sufrir más allá de un ligero catarro, de esos que se pasan en tres días.

Ahora que todos esperamos como agua de mayo la disposición de una nueva vacuna que nos proteja contra el coronavirus y evite que contraigamos la COVID-19, mis razonamientos anteriores se tambalean, lo que no quiere decir que no vaya a estar muy pendiente de lo que digan los que de esto saben. Mi escepticismo sigue ahí, en alerta constante; y aunque yo sea uno más de los que la están pidiendo a gritos, mucho me temo que al final acepte como inevitable que me inoculen algo de cuya eficacia no estaré convencido. Ya se empiezan a oír voces críticas procedentes del mundo de la ciencia alertando de que su posible eficacia quizá sea muy limitada, porque en realidad poco se sabe de este virus y de sus efectos sobre el ser humano; y es evidente que si se ignora lo que se pretende combatir, la eficacia del remedio tendrá sus limitaciones. Lo que sucede en esta ocasión es que el destrozo que está causando la epidemia es tan impresionante, que la aparición de remedios que mitiguen sus efectos se contempla con esperanza, sin ponerse uno a pensar si al final será lo que se espera. Ojalá la ciencia dé pronto con la vacuna y ojalá podamos comprobar enseguida sus buenos resultados.

Pero seamos cautos y no echemos a volar las campanas antes de tiempo, porque una cosa será la disponibilidad teórica y otra muy distinta la real. Las guerras comerciales entre países y laboratorios, las dificultades para que la industria farmacéutica disponga de capacidad que satisfaga la extraordinaria demanda que se prevé y las limitaciones reales de los sistemas de distribución pueden alargar el proceso varios años. Cuando se dice que a principios de 2021 estará disponible, significa que quizá algún laboratorio anuncie que ha dado con la fórmula magistral, como ya han hecho los rusos. De eso a que el ciudadano de a pie pueda comprarla en la farmacia hay un trecho.

Lo que no creo que vaya a hacer este año, a pesar de todo, es vacunarme de la gripe. Cada vez que oigo a alguien intentar justificar que por culpa del coronavirus ahora se hace más que nunca necesario vacunarse de aquella, me encuentro ante una absoluta falta de razonamientos que avalen la relación entre una y otra. Hasta ahora no he oído a ningún responsable que me merezca confianza relacionar estos virus, por lo que es muy posible que me mantenga en mis trece. Otra cosa será que la recomendación me llegue con tal fuerza que sea incapaz de resistir la presión social.

18 de agosto de 2020

¿Qué te han hecho, Cayetana?

No es mi estilo hacer leña del árbol caído, por lo que advierto de antemano que el título que he escogido para este artículo sólo pretende demostrar mi sorpresa ante el repentino cese de la anterior portavoz del PP en el Congreso. Que nadie lo interprete como una burla. Una cosa es que no comparta ni las ideas políticas ni las formas que acostumbra a usar la señora Álvarez de Toledo y otra muy distinta que no merezca mi respeto personal. Es más, ni siquiera creo que se pueda emplear en este caso el símil de la leña y el árbol, porque estoy convencido de que la  marquesa de Casa Fuerte va a dar todavía mucha guerra política. Si no, al tiempo.

Decía mi sorpresa, porque algunos justifican este cese como un cambio de estrategia de Pablo Casado, dicen que para abandonar la desmesura dialéctica y moderar las formas. Pero yo, sin embargo, sospecho que se ha tratado de un choque de dos personalidades muy acusadas. Doña Cayetana los tiene más grande que el caballo de Esparteros y don Pablo no ha permitido que se le suba a las barbas. Me podría haber expresado de otra manera menos coloquial, pero creo que así quedan las ideas más claras. Los tics autoritarios son muy difíciles de corregir y mucho me temo que el presidente del partido conservador no sea de los que se dejan comer el terreno. Ni él ni su fiel escudero, Teodoro García Egea.

Es cierto que la señora Álvarez de Toledo no gusta ni a propios ni a extraños. He visto durante estos últimos meses a muchos de los primeros atragantarse cuando les pedían su opinión sobre algunas de las declaraciones de su portavoz, porque la vocinglería había sido tal que les costaba mucho pronunciarse. Salvo precisamente quien ahora la ha destituido, que llegó a decir que muchos partidos quisieran tener una portavoz como la que tenían ellos. Supongo que ahora el señor Casado se habrá arrepentido de haber soltado aquella bravuconería, porque las hemerotecas no perdonan los deslices dialécticos.

Ojalá me equivoque y esta maniobra forme parte de un intento de giro del PP hacia posiciones moderadas, eso que algunos llaman de centro derecha. Este país necesita que la oposición tenga miras de Estado y no sea un simple altavoz de groseras descalificaciones y de monótonos argumentarios prefabricados en los gabinetes de Génova. Sería bueno oír de vez en cuando críticas constructivas que ayuden a corregir errores, en vez del grito por el grito y la injuria por la injuria.

Veremos en qué queda todo este movimiento de nombres, Cuca Gamarra y José Luis Martínez Almeida como portavoces en el Congreso y del partido respectivamente. Suenan bien, pero por sus hechos los conoceréis. No es lo mismo haber sido alcaldesa de Logroño o ser alcalde de Madrid, que representar a un grupo parlamentario y a un partido que durante meses se han ido escorando peligrosamente hacia la extrema derecha. El PP es un gran partido, no tengo la menor duda, pero precisamente por eso no les va a resultar fácil cambiar el rumbo que han mantenido durante tantos meses.

Por cierto, señor Casado, piense usted qué va hacer con doña Isabel Díaz Ayuso, que unos días se levanta pidiendo al gobierno que no meta las narices en los asuntos de su comunidad, que para eso ella se basta y se sobra, y otros lo apremia a que coordine las medidas que se hayan de tomar contra la pandemia. Debería decirle, al menos, que mantenga cierta coherencia. Aunque mucho me temo que esto sea ya harina de otro costal.

15 de agosto de 2020

¿Quién defiende al rey?

Es curioso observar cómo los supuestos escándalos reales, la salida precipitada del rey emérito hacia vaya usted a saber dónde y la falta de información, por no decir opacidad, de la Casa Real han motivado reacciones tan dispares en nuestra clase política, desde los que ya ondean banderas republicanas y cantan el himno de Riego, hasta los que de repente se han convertido en monárquicos "de toda la vida". De eso, y no de mi posición personal al respecto, voy a hablar hoy. Procuraré por tanto no emitir juicios de valor. Si se me escapa alguno será por torpeza y no con intención.

He dicho en alguna ocasión que la derecha española de las últimas décadas, salvo minoritarias excepciones, nunca ha sido monárquica. La burguesía recibió a la república el 14 de abril de 1931 casi con alivio y durante los años siguientes no movió un dedo para restaurar la monarquía. Claro que había nostálgicos, pero su número era tan insignificante que a efectos del análisis que me propongo hacer hoy no resulta significativo.

Después vino el golpe de Estado -el alzamiento nacional como se le llamó durante algún tiempo- y en las filas "nacionales" no se observó ningún signo que recordara al régimen monárquico. Los generales sublevados no mencionaron en ningún momento al rey, ni por sus cabezas pasó ni por asomo la idea de reinstaurar la monárquica. La guerra transcurrió por completo de espaldas a la idea de que Alfonso XIII o alguno de sus descendientes regresará a España para ocupar la jefatura del Estado. Desde el primer momento el régimen franquista dio la espalda al rey en el exilio y a la familia real, por no decir que los ninguneó de forma ostentosa. Se hablaba de la nueva España y en ese concepto de corte fascista no cabían los reyes. El espacio estaba ocupado por otras ideas, en cierto modo antagónicas a las que representa la realeza.

Durante los años de la dictadura, en los que se vivieron varios intentos de derrocamiento del  franquismo, ninguno de ellos tuvo connotaciones monárquicas, no sólo los que procedieron de las filas de la izquierda, tampoco los que contaron con el apoyo de la derecha demócrata. Franco, eso sí, fue preparando poco a poco el terreno para que un rey, el que él decidiera, le sucediera después de su muerte. Al final logró su objetivo, aunque no exactamente como lo había soñado, sino el que resultó del pacto constituyente entre los españoles.

Digo todo esto, porque ahora, cuando algunas voces de la izquierda radical aprovechan la situación creada por los escándalos reales para plantear precipitada e intempestivamente un cambio de régimen, unas derechas, que nunca fueron monárquicas, sino todo lo contrario, aprovechan la situación para cerrar filas en torno a una institución que jamás han defendido y que, si de ellos hubiera dependido, nunca habría regresado a España. Muchos de ellos la aceptaron porque en cierta medida era un legado del dictador, pero está claro que hubieran preferido un sistema parecido al que gobernó España durante la dictadura.

Que ahora se hayan convertido en monárquicos acérrimos no es más que otro de los movimientos oportunistas que los conservadores practican últimamente, sólo con el objetivo de desgastar al gobierno progresista. Lo que sucede es que una vez más se equivocan de estrategia, porque Pedro Sánchez y sus ministros socialistas están manejando la difícil situación con moderación “institucional”, anteponiendo la estabilidad de la nación a cualquier otra consideración. La Constitución está ahí, funciona correctamente y la monarquía parlamentaria figura inscrita en ella.

La izquierda radical haría muy bien en moderar su discurso y no dar a la derecha pretextos para que sus representantes se conviertan en falsos adalides de un sistema que, hoy por hoy, por esperpénticos que hayan sido los tejemanejes del anterior monarca, goza del suficiente arraigo popular como para continuar ahí. Que uno de sus representantes, aunque sea nada más y nada menos que el monarca que estuvo al frente de la jejatura del Estado durante la transición, esté bajo sospecha de corrupción no es pretexto para cargar contra la institución en su conjunto. Los jueces en su momento dirán lo que tengan que decir. Y mientras tanto que cada uno conteste a la pregunta que yo hago en el título de este artículo.

9 de agosto de 2020

No hemos aprendido nada

La utilización de la cifra de muertos por la epidemia como arma arrojadiza contra el gobierno me deja perplejo, por no decir indignado. La oposición sabe perfectamente que cuando se utilizan valores estadísticos es obligado establecer criterios previos, porque si éstos no se determinan con precisión se corre el riesgo de tergiversar la realidad que se intenta explicar mediante números. Todos los países que forman parte de nuestro entorno, no sólo España, han decidido incluir en la lista de  fallecidos sólo aquellos de los que se tiene constancia fehaciente de que la causa de su muerte haya sido el coronavirus. De esa manera, cuando se comparan las cifras entre países se hace con datos homologables. Lo contrario daría lugar a comparar peras con manzanas y por tanto a crear desconcierto. 

Todos sabemos, y el gobierno no lo oculta, que la cifra oficial de fallecidos no coincide con la real. Pero es que no es posible dar ésta con rigor, porque, salvo por comparación con las registradas en años anteriores, resulta del todo imposible precisarla. Sin embargo, el PP, Vox y Ciudadanos no dejan de utilizar esta discrepancia para alimentar su estrepitosa campaña de desprestigio, intentando empañar los aspectos positivos de la gestión del gobierno, que han sido muchos. No están dispuestos a dar cuartel y no les importa manejar a los fallecidos por la epidemia con fines partidistas.

Ahora, cuando los que rodean a Pablo Casado empiezan a darse cuenta de que tanta agresividad, tanta deslealtad y tanta mentira les está haciendo daño, intentan cambiar de estrategia. Digo que intentan, no que consigan. Se han involucrado tanto en el tenebroso mundo de las falsedades y los bulos que les cuesta recular. Alguna frase amable, acompañada siempre de reproches, y apoyo a la aprobación de determinadas leyes en el Congreso, rodeándolo del consiguiente autobombo como si hubieran sido ellos los artífices de la iniciativa. En definitiva, un forzado intento de cambiar de imagen, después de meses de ensañamiento.

Lo que sucede es que hay derivas que cuesta mucho modificar. Tanto ha ido el cántaro a la fuente que al final se ha hecho añicos y ya no hay quien lo repare. La sensación de deslealtad institucional y de oposición inútil está ya instalada en la conciencia de muchos ciudadanos, que han sido testigos durante estos pasados meses de unos ataques basados en mentiras, exageraciones e insultos que no se correspondían con la realidad que percibían. Y cambiar esa imagen no es fácil, por mucho que ahora lo intenten Pablo Casado y sus más inmediatos colaboradores.

Sin embargo, sí hay asuntos en los que podrían ser más críticos, concretamente en denunciar el desconcierto con el que se está combatiendo esta segunda oleada de la pandemia. Lo que sucede es que ahora están involucradas las comunidades autónomas, algunas de ellas gobernadas por el PP. Éste es un asunto que a mí me parece muy grave, porque cuando analizo lo que está sucediendo me quedo con la sensación de que no se ha aprendido nada de la experiencia anterior y, como consecuencia, se está volviendo a improvisar, pero ahora con el agravante de que no se parte de cero. Un país como el nuestro debería haber establecido ya procedimientos ágiles para gestionar los rebrotes y previsto al mismo tiempo los recursos necesarios para que la triste historia no volviera a repetirse. Y, por no haber, no hay ni rastreadores.

El gobierno central no debiera permanecer más tiempo sin volver a tomar el control de las medidas como lo hizo en la etapa anterior. Ya sabemos que la oposición no se lo pondría fácil, porque suficientes muestras de insolidaridad partidista vimos durante los meses anteriores. Pero o lo hace o nos vamos todos al carajo.

3 de agosto de 2020

No se vaya a olvidar usted de insultar, señoría

Las vacaciones de verano tienen el inconveniente de que, al interrumpirse la rutina diaria durante un breve periodo de tiempo, corremos el riesgo de que al regresar a lo cotidiano se nos hayan olvidado ciertos habitos. Pablo Casado, cuando vuelva de las suyas, quizá no recuerde como usar los ingeniosos epítetos con los que se explaya cuando se refiere al presidente del gobierno, lo que puede significar que, al carecer de argumentos políticos, se quede con la mente en blanco. Tan acostumbrado está al insulto desmedido y a la injuria procaz que, si se le olvidara la enrevesada terminología que utiliza en las tribunas, parlamentarias y no parlamentarias, nos privaría a los demás de la oportunidad de aprender por su boca la cantidad de sinónimos que puede tener cualquier improperio de los contenidos en el amplio diccionario español.

Cuando puedo, veo en directo las sesiones parlamentarias de control al gobierno, un procedimiento que se instauró en la época de Felipe González, supongo que con la sana intención de permitirle a los líderes de la oposición desahogar el ánimo durante sus intervenciones. Lo que sucede es que como cada uno lo hace como quiere y puede, el actual presidente del PP ha elegido el ataque personal a su rival, según dicen las malas lenguas porque no tiene otra cosa que decir. Pero yo no creo que sea ese el motivo. Supongo que se trata de una costumbre adquirida en sus años mozos y tan arraigada en su subconsciente que le hace sentirse feliz. El otro día, Adriana Lastra, la portavoz del PSOE, le leyó la retahíla de injurias que había salido por su boca; y no creo exagerar si digo que conté más de treinta. Por eso, yo, que no puedo escribir sin consultar constantemente el diccionario de sinónimos para no incurrir en redundancias, cada vez que oigo al señor Casado hablar me quedo maravillado ante tanta riqueza lingüística.

El otro día, cuando Santiago Abascal, el líder de Vox, anunció que iba a promover un voto de censura con carácter retardado –lo presentará en septiembre o en octubre- contra Pedro Sánchez, pensé que tal iniciativa, por ridícula, risible e ingenua que parezca, eclipsaría las intervenciones del presidente del PP, su compañero de andanzas por las ultramontanas veredas de la desmesura. Pero no, porque la oratoria de éste, una  relación de injurias hiladas con algunos artículos -determinados o indeterminados- y ciertas preposiciones, y adornada con adjetivos superlativos para darle mayor énfasis al relato, apagó por completo el efímero resplandor del otro. Es que, pensé, todavía hay clases.

Pero estos discursos no fueron los únicos que destacaron en esta última sesión de control, porque Gabriel Rufián, un hombre de ideas políticas que no comparto en absoluto, pero en el que reconozco un agudo ingenio parlamentario, en una de sus intervenciones, al filo de las tres y media de la tarde, anunció que iba a ser breve porque, si la oposición muerde cuando no tiene hambre, qué será capaz de hacer cuando la humana necesidad apremie. No entrecomillo estas palabras, porque no son textuales. Pero aseguro que la intención de su mordaz comentario fue el que se desprende de mi traducción.

Menos mal que Pedro Sánchez, en un momento de las varias intervenciones de ese día, aseguró que esta legislatura iba a ser larga y fructífera, por lo que me queda la esperanza de que, si a al presidente del PP no se le olvida durante las vacaciones la costumbre de insultar, todavía tenga la oportunidad de oírle su variada jerga faltona durante unos cuantos años más.

Siempre es bueno, cuando a uno le gusta escribir, ampliar el léxico.