28 de abril de 2016

Sexo y religión. De lo humano a lo divino

Sexualidad y religiosidad son dos conceptos que han estado reñidos a lo largo de la Historia. Si excluimos algunas variantes paganas, en las que el erotismo -mejor dicho, la prostitución encubierta- formaba parte de determinados rituales, las religiones por lo general, al menos las monoteístas, han contemplado con cierta prevención las relaciones sexuales o, al menos, las han mirado con recelo. La Católica, Apostólica y Romana –la que yo más conozco, aunque no practique- así se ha comportado a lo largo de los siglos y así lo sigue haciendo en la actualidad, hasta el punto de obligar a sus sacerdotes y religiosos a mantenerse en el más estricto celibato, lo que significa, no lo perdamos de vista, no sólo la prohibición del matrimonio, también la obligada exclusión de cualquier práctica sexual.

Hace unas semanas hemos sabido que el sacerdote y teólogo Krzysztof Charamsa, de cuarenta y tres años de edad, oficial de la Congregación para la Doctrina de la Fe, profesor de teología en las universidades Pontificia Gregoriana y Pontificia Regina Apostolorum, las dos sitas en Roma, ha sido suspendido de todos sus cargos por declarar públicamente su homosexualidad y presentar ante los medios de comunicación a su pareja sentimental.

Llegado a tan delicado asunto, debería recordarme a mí mismo aquello de que doctores tiene la iglesia y aceptar que no soy quién para emitir un juicio de valor sobre la controvertida decisión vaticana. Pero como me ha llamado poderosamente la atención cierta contradicción, voy a dar mi punto de vista, aun consciente de que habrá quien no coincida conmigo.

Empezaré por manifestar que al sacerdote y teólogo en cuestión no se lo retira de sus cargos por incumplir su condición de célibe, sino por mantener relaciones sexuales con una persona de su mismo sexo. Se condena su homosexualidad, no el ejercicio de su sexualidad. ¿Qué hubiera sucedido si su relación sentimental fuera heterosexual? Posiblemente nada en absoluto, más allá de un cierto escándalo que hubieran intentado tapar de inmediato.

Lo que sucede es que la jerarquía católica tolera o acepta las prácticas sexuales de sus sacerdotes cuando éstas son “normales”, es decir, con personas del otro sexo, mientras que castiga las “anormales”, o sea, las homosexuales. Estamos ante un evidente caso de homofobia, disfrazado de medida doctrinal. Nos encontramos ante una actitud que no castiga el incumplimiento del voto de castidad, sino la tendencia sexual de quien lo incumple.

Es curioso observar cómo en las sociedades cristianas –también en las judías y en las mahometanas- prolifera la homofobia, por mucho que el avance de las libertades defienda el libre ejercicio de las tendencias sexuales como un derecho inherente al ser humano. Pero es que, claro, las religiones impregnan con su doctrina los hábitos ciudadanos, porque al fin y al cabo son parte de la cultura de los pueblos. Conozco ateos que son homófobos y a personas de tendencia progresista que no pueden disimular su aversión hacia los homosexuales, en ocasiones visceral. Ni creen en Dios los primeros, ni pretenden ser intolerantes los segundos, pero la pátina de cultura religiosa que los cubre los impulsa a ejercer esta repulsa. No son conscientes, pero actúan de acuerdo con ciertos principios religiosos y conservadores

El papa Francisco, que hasta ahora nos había dado buenos ejemplos de tolerancia y “aggiornamento”, no debería haber consentido el castigo al cura gay. Con este gesto ha dilapidado ante mis ojos buena parte del prestigio alcanzado.

24 de abril de 2016

¿Se enseña en España a los estudiantes de secundaria como se debe?

Si la educación secundaria debe ser extensiva o intensiva es un viejo dilema que no me parece que los educadores profesionales hayan sido capaces de dilucidar hasta el momento. La duda que siempre ha existido respecto a si los jóvenes deberían, antes de ir a la universidad, formarse en pocas materias y con gran profundidad o en muchas pero con menor intensidad prevalece, o al menos yo no he visto hasta ahora una propuesta que trate de conciliar estas dos alternativas. Los planes de estudio se suceden, por cierto con tanta frecuencia como los gobiernos o los ministros del ramo cambian, pero las modificaciones en los contenidos se refieren más a temas secundarios que al que a mí me parece el más importante, si la educación de nuestros escolares debe ser generalista o especializada.

Una serie de circunstancias personales me están llevando en los últimos años a repasar lección a lección y curso a curso lo que en mis tiempos se llamaba Bachillerato, el periodo de la enseñanza que abarcaba desde primero, que se cursaba a los 11 años de edad, hasta sexto, a los 16. Después venía el Preuniversitario, y de ahí se pasaba a la universidad. Ahora, como digo, aunque con distintos nombres que entonces, estoy revisando aquellos años escolares, y en estos momentos concretamente me ocupa tercero de ESO, equivalente al quinto de Bachillerato de mi época escolar.

A partir de esta experiencia debo decir que las cosas han cambiado muy poco desde entonces. A los alumnos de secundaria se les exige prácticamente lo mismo que se nos exigía a nosotros, con pequeñas modificaciones respecto a metodología, pero con idéntico contenido. En aquellas materias que podrían considerarse de cultura general (Historia y Geografía), quizá el nivel de exigencia haya descendido, y ahora no sea necesario conocer al dedillo ríos y afluentes, reyes y dinastías. Pero en las asignaturas nodales (Matemáticas y Lengua) todo sigue igual.

Existe una corriente de pensamiento entre algunos pedagogos que defiende una educación más encaminada a crear hábitos de estudio e impartir técnicas de razonamiento que a formar eruditos. Según éstos pensadores, esa formación educaría a los alumnos de tal manera que luego fueran capaces de enfrentarse, con éxito asegurado, a las materias que se les pusiera por delante. Formaría mentes en vez de enciclopedistas. Otorgaría las herramientas necesarias para, además de facilitar la elección de la ruta educativa más conveniente para cada alumno, aumentar su rendimiento académico en etapas posteriores. No me parece un disparate, ni mucho menos, aunque desde mi punto de vista deberían alternarse estas técnicas con la formación convencional. Se puede aprender a estudiar y al mismo tiempo ir estudiando.

Me decía el otro día un amigo, a propósito de una conversación sobre este tema, que Silicon Valley, el santuario de la alta tecnología internacional, está poblado de paquistaníes e indios, altamente especializados en la fabricación de chips, pero que posiblemente no sepan dónde nace o dónde desemboca el río Indo o quién fue Rabindranath Tagore. ¿Es eso lo que queremos para nuestros futuros profesionales? Yo creo que no; pero tampoco que conozcan la lista completa de los reyes godos y luego no sean capaces de leer un libro a lo largo de su vida, entre otras cosa porque nadie se haya preocupado, durante los años escolares, de fomentar en ellos el interés por la lectura.

Poco han cambiado las cosas en España en los últimos años en el aspecto educativo y las modificaciones  que se han hecho han sido más de carácter político que pedagógico. Es lamentable observar los vaivenes que se dan respecto a determinadas asignaturas (Religión, Educación para la Ciudadanía) y lo poco que se ha avanzado en metodología. Pero claro, en éste como en tantos otros aspectos de la cosa pública los que deciden son los políticos de turno y no los especialistas. El último ejemplo nos lo ha dado el señor Wert, que después de dejar patas arriba los planes de enseñanza del país a todos los niveles ha preferido emigrar al extranjero para dedicarse a otros menesteres, por supuesto también políticos. En materia de educación simplemente pasaba por allí.

Con esta reflexión no pretendo hacer una crítica negativa, ni mucho menos, del estado de la enseñanza en España. Las cosas funcionan, con mayor o menor eficacia. Lo que trato de decir es que cómo es posible que, al cabo de tantos años como han pasado desde que yo estudiaba el Bachillerato, las cosa hayan cambiado tan poco.

19 de abril de 2016

Política y circo

A mí todo este largo proceso preelectoral, electoral y postelectoral -y vuelta a empezar porque el circo todavía no ha terminado-, además de ponerme de los nervios al oír tanta estupidez, incoherencia y falsedad, me ha llevado a meditar sobre la fina línea que separa a las llamadas derechas de las denominadas izquierdas, a la moderación del extremismo y a la seriedad del cachondeo, sutil barrera que empieza a costarme algunas veces trabajo distinguir. Ya sé que habrá quien al leer lo que acabo de escribir se preguntará que cómo es posible que un chico como yo pueda confundir el culo con las témporas o el tocino con la velocidad, pero es que lo que está sucediendo le deja a uno tan confuso que termina entendiendo muy poco de posiciones ideológicas, de intenciones programáticas o de qué persigue cada uno.

Si de verdad las llamadas fuerzas progresistas hubieran querido sacar al país de la crisis económica, social e institucional que padece, hace tiempo que habrían podido alcanzar un acuerdo. Pero no ha sido así, porque en realidad sus pretensiones eran tan mundanas como las que achacan a la derecha. Los conservadores por su parte, si de verdad hubieran temido, como tantas veces repiten, la llegada de populismos o extremismos que pudieran arruinar los logros económicos de los que presumen, hubieran mantenido una actitud distinta, menos exclusivista y más abierta hacia otras opciones. Pero se han limitado a solicitar adhesión incondicional a los socialistas y, al no conseguirla, a esperar tiempos mejores.

Refugiarse en que el número de votos no da de sí es como culpar a las nubes de la lluvia. Claro que no dan de sí si no se mueve ficha, si no se cede, si no se está dispuesto a renunciar a parte de lo tuyo y aceptar algo de lo de los demás. De la misma forma que no dan sí si tu objetivo no es atajar los problemas de la sociedad, sino gobernar sin obstrucciones y hacer y deshacer a tu antojo. Como tampoco si estás mirando el ombligo de tu partido y el de los tuyos y das la espalda a los problemas de la sociedad.

Si no fuera porque a pesar de la confusión mental que me embarga mantengo un mínimo sentido de eso que se llama responsabilidad ciudadana, en las próximas elecciones iba a votar en mi nombre Rita la Cantaora. Pero no: voy a acudir a las urnas, y voy a votar lo mismo que voté en diciembre, porque nada de lo que ha ocurrido desde entonces me ha hecho cambiar de idea, nada me indica que otras opciones sean mejores de la que entonces elegí.

Ya sé que no va a servir de nada, porque si alguien ha ganado con todo este espectáculo circense ha sido el señor Rajoy, que impasible el ademán e impávido como un don Tancredo en mitad del coso, ha soslayado tempestades a la espera de que los vientos amainen. Que a nadie le quepa la menor duda de que tras las nuevas elecciones los partidos de derechas se unirán para formar un bloque monolítico, porque el intento de Ciudadanos de romper moldes y apoyar la transversalidad que le ofrecía el PSOE no ha sido posible y, constatado el fracaso, volverán a sus cauces naturales, donde el PP lo espera como a un hijo pródigo.

La izquierda española se ha instalado en el peligroso deporte de quítate tú para que me ponga yo, un ejercicio de irresponsabilidad y de falta de madurez que pagará muy caro.  En estos momentos, la lucha entre los dos grandes partidos progresistas es enconada, casi personal, porque los insultos y las descalificaciones nunca han estado tan fuera de norma en unas formaciones que se supone que persiguen objetivos similares. La ocasión la han tenido a tiro, pero las maniobras egoístas y engañosas de algunos han malogrado la oportunidad. Yo tenía un amigo, muy castizo él, que ante situaciones como ésta decía: "ándate con el bolo colgando y se lo comerán las hormigas".

Supongo que en estos momentos habrá quien se esté frotando las manos. ¡Qué más quería la derecha de toda la vida que este fracaso de la izquierda! Los que han venido a redimir el mundo se lo han puesto a huevo.

11 de abril de 2016

Ética o legalidad. Los papeles de Panamá

Con este nuevo affaire de los papeles de Panamá, el enésimo capítulo del culebrón protagonizado por la corrupción galopante que nos devora, se ha puesto de moda distinguir entre lo ético -entendiendo el concepto como sinónimo de moral- y lo legal, es decir, conforme a la ley o prescrito por ella. Son tantos a los que he oído en estos últimos días perorar sobre esta distinción –uno de ellos el ministro de Hacienda-, que me he puesto a cabilar sobre el propósito que pudieran encerrar tales discursos, sospechando, porque soy muy mal pensado, que signifiquen una defensa enmascarada de los corruptos.

El señor Montoro, tras explicar a los españoles que invertir a través de empresas offshore no tiene en principio que suponer una ilegalidad, añadía: hombre, muy ético, muy ético, ¿verdad?, no es. Y lo decía mirando a la cámara, directamente a los ojos de los que lo contemplaban, con cierto gesto de complicidad. No sé a los demás, pero a mí su mensaje me dejó perplejo, quizá porque venía precisamente del gestor de la hacienda pública, del máximo responsable de vigilar que se cumpla aquello de que “Hacienda somos todos”.

Si los contribuyentes tuvieran como norma de conducta sólo la ética, y no existieran unas leyes que los obligaran a pagar impuestos y, por consiguiente, unas penas por incumplimiento de las obligaciones fiscales, aquí no pagaba ni el Tato. Estoy completamente seguro de que cualquier ciudadano encontraría disculpas, es posible que incluso de carácter moral, que aliviaran sus remordimientos de conciencia por no contribuir a lo que es responsabilidad de todos.

Lo que están haciendo los que manejan sus finanzas a través de paraísos fiscales son delitos de carácter económico, porque están dejando de contribuir a la hacienda pública como hacemos los demás y, sin embargo, se benefician de las prestaciones del Estado que sufragamos los contribuyentes. Si además faltan a la ética, que el cielo los juzgue. Pero aquí quienes tienen que juzgarlos son los jueces. El señor Montoro lo sabe, de manera que no se puede permitir ser tolerante con esta epidemia de sinvergüenzas, de corruptos, muchos de ellos patriotas “de toda la vida”, porque ya sabemos que para algunos el patriotismo no son las obligaciones con la sociedad, sino una cierta entelequia de difusa imagen.

Decía al principio que sospecho que la digresión sobre la ética-legalidad no sea más que una cortina de humo para proteger a los corruptos. Paños calientes que le vienen muy bien a los poderosos de toda la vida, o a los de nuevo cuño, que de todo hay en lo de Panamá, algunos de los cuales, como acabamos de saber, llevan lustros defraudando al fisco, es decir, robándonos a todos. A mí que falten a la ética me trae sin cuidado. Pero no les puedo perdonar que nos roben.

Ojo al dato, señores, como decía el conocido periodista. Estemos al tanto del binomio ética-legalidad, tan manoseado en los últimos días, porque no me extrañaría nada que toda esta caterva de corruptos que figuran en la lista de Panamá y en otras varias se fueran de rositas. Cosas más difíciles de creer se están viendo con demasiada frecuencia en los últimos tiempos.

Yo de momento, y no sólo porque pretenda ser ético, voy a ponerme ahora mismo a hacer la declaración de hacienda.

8 de abril de 2016

Viajeros y turistas

Es indudable que viajar por viajar, sin otro propósito que buscar entretenimiento, disfrute o distracción, se ha convertido en una de las aficiones favoritas de los ciudadanos de nuestro tiempo. Lo que antes sólo estaba al alcance de unas minorías privilegiadas, es ahora el hobby predilecto de muchos, de tal manera que resulta extraño encontrar a alguien que no te hable alguna vez de sus viajes, de sus desplazamientos a lugares distintos de los que frecuenta cotidianamente, estén aquellos fuera o dentro de nuestras fronteras.

Pero hay muchas maneras de hacerlo. Leí en una ocasión que es muy diferente viajar que hacer turismo, dicotomía quizá muy simplista, con la que el autor de la teoría no pretendía abarcar la extensa variedad de actitudes que pueden adoptarse ante un viaje, tan sólo incidir en los propósitos que guían a viajeros o a turistas. Según aquel escritor, mientras que el turista se acomoda a lo fácil y asequible, y suele visitar lugares, cuantos más mejor, sin prestar excesiva atención a lo que ve, el viajero busca hurgar en las raíces de la cultura que visita, porque le interesa más la categoría que la anécdota.

De acuerdo con esta clasificación, nada tendría que ver el perfil organizativo de un viaje y sí mucho el talante de quien viaja. Por poner un ejemplo muy sencillo, en un tour organizado, a bordo de un autocar que realice un cierto recorrido, podrían ir sentadas juntas dos personas, una de ellas un turista y la otra un viajero. Estarían contemplando el mismo paisaje, se dirigirían al mismo lugar de destino, pernoctarían en el mismo hotel y tendrían previsto regresar a su ciudad de origen el mismo día, pero una de ellas estaría empapando sus sentidos de sensaciones nuevas, de historia y de cultura, mientras que la otra se limitaría a ir almacenado en su mente con afán coleccionista nombres de lugares, sin interesarse demasiado en lo que hay detrás de cada uno. El primero estaría viajando y el segundo haciendo turismo.

Es sabido que las clasificaciones excesivamente simples adolecen por lo general de falta de rigor. Sin embargo, ésta, que se basa más en el sujeto que en las circunstancias que lo rodean, me parece interesante. Un mochilero, a pesar de la fama de aventurero que su manera de viajar arrastra, sería un perfecto turista si lo único que persiguiera fuera recorrer mundo, sin que le interesara demasiado el contenido de sus visitas. Mientras que un usuario de hoteles de cinco estrellas, coche con chofer esperándole en el aeropuerto, citas concertadas de antemano y equipaje voluminoso alcanzaría la categoría de viajero empedernido si el objetivo de sus viajes fuera conocer en profundidad lo que visita, aunque no abandone la comodidad cuando sale de su entorno habitual.

Conozco a muy pocos que se incluyan a sí mismos, con estas u otras palabras, en el grupo de los turistas, aunque en realidad la mayoría de los que ahora viajan pertenezcan a esta categoría. Muchos pretenden ser viajeros, auténticos aventureros en busca de El Dorado, cuando no pasan de ser simples turistas arrastrados por la vorágine de la moda. Legítima forma de viajar, qué duda cabe, y por cierto nada desdeñable, pero que no debe confundirse con la del auténtico viajero, con la de aquellos que buscan más allá de fotografiarse frente a la torre Eiffel, junto a la Fontana de Trevi, en la Quinta Avenida, recorriendo los fiordos noruegos o salpicados por las cataratas de Iguazú.

La pregunta del millón sería: ¿en qué categoría encajamos cada uno de nosotros a la hora de viajar? La respuesta en mi caso es que, aunque pretendo ser un viajero, no acabo de desprenderme del todo de las lacras del turista.

2 de abril de 2016

Alguien esconde una carta en la manga

Las declaraciones que Pedro Sánchez y Pablo Iglesias hicieron por separado ante los medios de comunicación, inmediatamente después de su reunión del pasado día 30 de marzo, no han ayudado a despejar el panorama político español. Por el contrario, diríase que a la vista de sus respectivas interpretaciones de lo tratado, no sólo no han avanzado hacia un posible acuerdo de gobierno, sino que incluso se observa un cierto retroceso o al menos un pertinaz estancamiento.  Buen rollo -como se dice ahora-, cierta mesura en el tono, algún guiño de simpatía mutua, pero nada más. Estamos como al principio, al menos si nos atenemos a las explicaciones que los dos líderes dieron ese día.

Pablo Iglesias  sigue hablando más de sillones que de programas. Por cierto, de sillones que nunca tuvo. Susana Díaz lo acaba de expresar con precisión: hay que ser muy artista para vender como cesión en las negociaciones lo que nunca se ha tenido, en este caso  la vicepresidencia de un gobierno de coalición. Renunciar a ello ahora es tan gratuito como lo fue entonces proponerlo como condición para una posible alianza. El señor Iglesias por su cuenta y riesgo hizo lo segundo y con el mismo desparpajo acaba de renunciar a su cargo virtual, para, según explicó a la prensa, facilitar un acuerdo con el partido socialista. Artista o malabarista, que no son oficios incompatibles.

Pedro Sánchez sigue insistiendo en que la cuadratura del círculo es posible. Su solución, que antes denominaba de la transversalidad y ahora  del 199 -en alusión al número de diputados que la apoyarían-, no es bien vista ni por Podemos ni por Ciudadanos, partidos que esgrimen razones de absoluta incompatibilidad ideológica. Una evidencia difícil de rebatir, lo reconozca o no el líder del PSOE. Conseguir un denominador común entre dos programas tan dispares, que sirva como eje político de un gobierno a lo largo de toda una legislatura, es poco menos que imposible.

La gran novedad que nos anunciaron ese día consiste en que todas las partes involucradas en el acuerdo  que propone Pedro Sánchez han aceptado reunirse conjuntamente. Hasta ahora los vetos de Iglesias y Rivera hacían imposibles este encuentro, que si bien tiene en esta rifa muchas papeletas para que resulte un fracaso, al menos posee la virtud de abrir una pequeña esperanza de compromiso. Muy difícil, por supuesto, pero en política a veces lo imposible se convierte en viable.

A mí, personalmente, este nuevo paso en el largo proceso que llevamos meses padeciendo me hace sospechar que aquí hay gato encerrado o, dicho con otro lugar no menos común, alguien esconde una carta en la manga. Y teniendo en cuenta que quien hasta ahora ha movido los naipes en esta partida ha sido Pedro Sánchez, me inclino a pensar que en cualquier momento el líder socialista nos sorprenda  con una propuesta que obligue a los otros dos a aceptar la convivencia política, o al menos los ponga en la tesitura de pensárselo dos veces antes de rechazarla.

Si alguien me preguntara que por qué saco esta impresión, no tendría más remedio que contestarle que por reducción al absurdo. Desde mi punto de vista, no es posible mantener una posición tan pertinaz y continuada en la defensa de una determinada solución política si no se cuenta con algún resorte oculto. Lo que se ve a simple vista no permite abrigar la menor esperanza en que el acuerdo se logre. Por tanto, algo debe de haber escondido para esgrimir tanto optimismo.

Algunas de las explicaciones que se dan a este empeño continuado, las que se basan en la necesidad que tiene Pedro Sánchez de mantenerse a flote en la política activa contra los vientos y las tempestades procedentes de su propio partido, me parecen excesivamente simplistas. Si eso fuera cierto, el riesgo que estaría asumiendo sería enorme, porque si al final su proyecto fracasa la caída resultará inevitable e irrecuperable.

Estemos atentos, porque si mi sospecha se cumple no tardaremos en conocer la carta que Pedro Sánchez guarda en la manga.