29 de noviembre de 2019

Esos malditos chismes

Han pasado ya algunos meses, pero lo recuerdo como si acabara de suceder. Estaba yo en la tarea de descargar el equipaje del coche, cuando decidí hacer una maniobra para rectifica ligeramente la posición del vehículo, ajeno por completo a que ya había depositado algunos bultos en el suelo. De repente, cuando empecé a moverme, noté que algo bajo las ruedas frenaba el avance. Bajé a comprobar de qué se trataba y me encontré con que había atropellado mi ordenador portátil. Unos minutos más tarde, todavía conmocionado por la torpeza cometida, conecté el PC para verificar el alcance del destrozo y observé con estupor que la pantalla estaba completamente inservible.

No sé qué sentirán los que al despertar tras una operación quirúrgica comprueban que los cirujanos le han extirpado una pierna, pero no creo que la impresión sea muy distinta de la que yo recibí en aquel momento. Acababa de perder información de todo tipo, borradores de mis escritos, controles de cuentas, correo histórico y pendiente y tantas otras cosas que para mí, y supongo que para todo el mundo, son imprescindibles para el día a día. Era como si me hubiera quedado sin capacidad intelectual, completamente desamparado frente a la hostilidad del mundo.

Afortunadamente, gracias a los buenos oficios y a los conocimientos de una empresa especializada en deshacer desaguisados informáticos, los técnicos consigueron recuperar el portátil y la información que contenía, trabajos que duraron aproximadamente un par de semanas, a lo largo de las cuales me mantuve alerta y desazonado, renegando de mi suerte por las esquinas, porque además de temer que nunca volvería a ser el mismo, los informáticos que reparaban el destrozo me señalaban con el dedo por no haber sido previsor y no haber tomado las medidas pertinentes para salvar la información sensible. Encima de mi mala suerte, reproches inmerecidos. O merecidos, vaya usted a saber.

Lo cierto es que hay que pasar por una de estas situaciones para darse uno cuenta de hasta qué punto dependemos de la informática. Esto no ha hecho más que empezar -en realidad estamos viviendo una etapa de transición-, pero parece evidente que dentro de muy poco todo, absolutamente todo, estará informatizado, desde el manejo de los aparatos domésticos, pasando por los diagnósticos médicos, hasta la enseñanza escolar y universitaria o el movimiento del dinero. Nadie podrá prescindir de esos malditos chismes, como los llaman algunos reacios a los avances, porque sin ellos la vida será imposible.

Hemos ido entrando en una nueva cultura, en esta manera de vivir sin apenas darnos cuenta. Renegamos mucho, nos vemos obligado a abandonar viejas costumbres y terminamos por aceptar los nuevos procedimientos. Porque lo inteligente es admitir sin prejuicios que se trata de una revolución irreversible, por muchas vueltas que algunos quieran darle.

En definitiva estamos en uno más de los escalones del progreso humano. Lo que sucede es que la velocidad con la que se están produciendo los cambios es tal, que la celeridad confiere a esta etapa unas características tan especiales que parece distinguirla de cualquier cambio anterior. Y esto no ha hecho más que empezar. Mi generación ha tenido el privilegio, o la mala suerte, de constituir la frontera entre dos mundos, el anterior a la telemática y el posterior. Y la de nuestros hijos, aunque no tanto, también anda algo despistada, porque no ha podido beneficiarse en este asunto de la experiencia de la de sus padres.

Muy distinto es lo que les está suciendo a nuestros nietos, que parecen haber nacido con un dispositivo electrónico en las manos. En cuanto a nuestros bisnietos, nunca entenderán, por mucho esfuerzo que hagan, cómo sus bisabuelos pudieron vivir rodeados de tanta precariedad tecnológica.

25 de noviembre de 2019

La cuarta edad

Cuando uno empieza a investigar sobre el origen de determinadas expresiones -lo que yo hago de vez en vez llevado por la curiosidad- llega a conclusiones verdaderamente sorprendentes. Por ejemplo, que la locución tercera edad, con la que solemos referirnos a lo que antes denominábamos vejez, senectud o ancianidad, no apareció hasta mediados del siglo XX, como un eufemismo que suavizara los sustantivos que sin paliativos se aplicaban para denominar a los longevos. El lenguaje es rico, pero sobre todo caritativo, porque no cabe la menor duda de que la mayoría de los viejos prefieren que se los incluya en la difusa tercera edad ante de que se les llame vejestorios. Les gusta que se utilice un eufemismo, que, como la Academia enseña, suaviza y da decoro a otras expresiones más duras y malsonantes.

Se me ocurre que dentro de muy poco tendremos que empezar a referirnos a la cuarta edad, un escalafón superior a la tercera. Tenía yo un amigo –catalán por más señas- que me dijo un día que él ya estaba por completo amortizado, porque había sobrepasado la edad que las estadísticas señalan como esperanza de vida de los hombres en España, situada en el entorno de los 80. Lo decía con su habitual sorna y con la sonrisa en la boca, pero no por eso sin rigor, no sé si matemático, pero al menos filosófico.

¿Desde cuándo debería empezar a contarse esta cuarta edad? Si tenemos en cuenta que la tercera tiene un inicio muy inconcreto –algunos la consideran como tal a partir de la fecha de jubilación-, es preciso situar el de la cuarta más adelante. Quizá debería iniciarse a partir de la esperanza de vida, cuando, como decía mi amigo, uno ya está amortizado. Esto tendría varias ventajas, en primer lugar que le quitaría hierro a la tercera –los incluidos en ésta se considerarían todavía jóvenes- y en segundo que alcanzar la cuarta significaría que, al estar uno amortizado, a partir de ese momento ya no hay de qué preocuparse. Los afectados dirían, esto que estoy viviendo es un regalo de la naturaleza.

Otro eufemismo aplicado a los viejos es el de edad avanzada. Tampoco se sabe cuándo empieza, porque precisamente este tipo de expresiones pretende eludir la triste realidad y dejar las ideas en pura abstracción. Quizá sea un poco más agresiva que la de tercera edad, porque no cabe duda de que el adjetivo avanzada contiene bastante carga intencional, sobre todo cuando califica a la edad. Pero es bonito, suena bien y dispone de gran aceptación entre los hablantes, aunque mucho me temo que no tanta entre los afectados.


La verdad es que no sé por qué se me ocurre indagar sobre estos aspectos gramaticales, cuando no me afectan. Porque yo todavía estoy en la tercera, aunque ya, todo hay que decirlo, esté viendo la cuarta muy cercana. Ahora bien, a la avanzada me niego a llegar.

21 de noviembre de 2019

Matrimonio de conveniencia

Decía el otro día que a mí el reciente acuerdo firmado entre el PSOE y Unidas Podemos para formar un gobierno de coalición no me ha dejado indiferente. O mejor dicho me ha producido inquietud y una pizca de regusto de incertidumbre. Porque, a pesar de que abre la posibilidad de que durante un tiempo gobiernen fuerzas progresistas que den a la política española dignidad social, no acaban de encajarme las piezas del complicado puzle. Tantos dimes y diretes, tantos sí es sí y no es no y tantas desconfianzas previas me hacen temer que las buenas intenciones puedan hacer agua en cuanto el barco zarpe. Pero, como socialdemócrata que me considero, me veo en la obligación de hacer de la necesidad virtud y de dar un voto de confianza a los firmantes, aunque tenga que hacerlo cruzando los dedos.

Intentaré explicar de dónde vienen mis temores, que nada tienen que ver con la aguda urticaria que padecen las derechas españolas desde la pérdida de poder que han experimentado en los últimos meses, concretamente desde que la condena por parte de los tribunales de justicia al Partido Popular los puso ante un voto de censura, por cierto apoyado por la totalidad del parlamento a excepción de ellos mismos y de Ciudadanos. Es curioso, pero nunca hasta ahora había recibido tantos WhatsApps denigrando a Pedro Sánchez y mira que estoy acostumbrado a las impertinencias. Tampoco mis temores guardan relación con la más o menos disimulada consternación que expresan algunos líderes hisóricos del PSOE, cuya actitud me deja sorprendido por la falta de cintura política que demuestran. Mi preocupación tiene origen en las serias discrepancias que las dos formaciones de izquierda mantienen sobre asuntos trascendentales de la vida política española. Ni comparten la misma visión sobre el independentismo catalán ni el alcance ni los ritmos de sus respectivas propuestas para  reformar las estructuras socioeconómicas de España son iguales. Algunos puntos en común, es verdad, pero muchas diferencias sustanciales. No en vano Podemos proclama que nació para enmendar la plana al PSOE.

Lo que sucede es que soy consciente de que el partido socialista en solitario no tiene hoy fuerza suficiente, aunque sea el único con capacidad para formar gobierno. De manera que no le cabe otra alternativa que agrandar en lo posible su base, aunque sea a costa de introducir en la política un determinado elemento de inestabilidad. La izquierda está fraccionada –como lo está la derecha- y esta circunstancia le quita oportunidades al PSOE para gobernar en solitario. Es cierto que tampoco la suma de los dos partidos de izquierda alcanza un nivel que le permita gobernar sin contar con otros apoyos, pero no se puede negar que los 155 escaños conjuntos constituyen un buen punto de partida.

Aunque de momento sólo hay declaraciones de intenciones, yo prefiero pensar en que Podemos entre de la mano del PSOE en la senda de lo políticamente posible y abandone las prisas utópicas. La frase de Pablo Iglesias relativa a la experiencia de los socialistas y a la valentía de los suyos, aunque ambigua, difusa y con un toque de ingénuo autobombo, podría indicar que estos últimos van a permitir a los primeros gestionar los asuntos públicos con la debida moderación, aunque ellos actúen de constante acicate. Si fuera así, quizá la cosa funcionara. Pero lo malo es que los acicates en ocasiones se convierten en látigos. Si esto ocurriera, apaga y vámonos como dicen los castizos. Sería el principio del fin.

Porque lo que peor le puede suceder al partido socialista -la izquierda que cuenta con el mayor apoyo en nuestro país- es fracasar en sus políticas por culpa de que sus aliados le hagan perder la moderación y lo obliguen a unas reformas contraproducentes para los intereses generales. Estamos en Europa inmersos en una economía de mercado que no admite intromisiones heterodoxas. Ese es un principio ineludible e ignorarlo supondría un error político de gran envergadura. El anuncio anticipado de otorgar una vicepresidencia a Nadia Calviño parece una forma de exteriorizar que no se está dispuesto a abandonar la senda de la disciplina económica. Pero la pregunta que me hago es: ¿aceptará Podemos estas reglas del juego?

Me tranquiliza algo que en el tratamiento del “problema catalán” –el que crean algunos catalanes- se esté dispuesto a dialogar con los partidos independentistas dentro y sólo dentro de la Constitución. Hasta ahora las posiciones de Podemos estaban muy lejos de las del PSOE, como la de aceptar como principio irrenunciable la autodeterminación de cualquier territorio de España, desde mi punto de vista un disparate mayúsculo.

Lo dicho, estoy inquieto. Pero al mismo tiempo abrigo la esperanza de que impere la cordura.

17 de noviembre de 2019

Los cuatrocientos golpes

Con este enigmático título  no me refiero a la magnífica película que dirigió Francois Truffaut en 1959 -Les quatre cents coups-, sino a algo tan simple como que las líneas que vienen a continuación constituyen el cuadrigentésimo artículo de los publicados en el Huerto abandonado. Se trata por tanto de una cifra que, aunque nada tenga que ver con la inolvidable cinematografía sin dogmas de la nouvelle vague, para mí representa algo importante, permítaseme la inmodestia. El día 13 de julio de 2018 publiqué una entrada con el título de Trescientos artículos y en su desarrollo daba a entender que, aunque me propusiera llegar a los cuatrocientos, en mi fuero interno abrigaba la sospecha de que en cualquier momento abandonaría el empeño. No ha sido así y por tanto estoy contento.

Una vez más me pregunto por qué sigo escribiendo y una vez más me contesto que porque la escritura me reconforta el ánimo. El día que lo deje, o porque las ideas se hayan agotado o porque me caiga del guindo de las ilusiones, estoy seguro de que notaré un gran vacío, ya que, aunque no sea demasiado el tiempo que cada día dedico a la escritura, ese momento de introspección creativa me estimula más que muchas otras cosas en la vida. Parecerá una exageración, pero así es. Un amigo mío ante lo inexplicable de algunos de los comportamientos humanos que observaba a su alrededor solía decía: “ca” uno es “ca” uno. Pues eso.

Mi propósito ahora, no haría falta que lo dijera, es llegar a los quinientos. Como sospecho que el ritmo cada vez vaya siendo más lento, calculo que para alcanzar esa meta tardaré más de dos años, lo que significa que habré alcanzado una edad en la que quizá cambie las uves por las bes y se me olviden las haches. O lo que todavía podría ser peor, que empiece hablando de las Órdenes Religiosas durante la reconquista de la Península Ibérica y termine con que la estabulación del ganado vacuno supuso en su día una auténtica revolución agropecuaria. Porque las neuronas, no lo olvidemos, se van agotando a una velocidad irrefrenable y todavía no se han inventado los trasplantes cerebrales.

Prefiero pensar en que ese momento todavía no ha llegado. Es más, me gusta imaginar que la escritura me ayuda a retrasar el deterioro mental, esa espada de Damocles que pende sobre los seres humanos a partir de cierta edad, la peor quizá de las desgracias que le pueden sobrevenir a los mortales. Escribo, luego pienso; pienso luego vivo. Quizá sea una manera de entretener los temores, de mantener a un lado las inquietudes; pero en cualquier caso es una forma efectiva de continuar en la brecha intelectual o al menos en la única que a mí se me ocurre.

Hoy voy a ser muy breve, porque si continúo escribiendo terminaré o pecando de narcisista o lloriqueando por los rincones. Lo dicho: voy a por los quinientos. Otra cosa será que lo consiga.

14 de noviembre de 2019

Ver para creer

Había yo terminado de escribir un artículo para el blog ayer, cuando mi torpeza “digital” –y también neuronal- me llevó a borrarlo entero de un plumazo, sin que en ningún caso fuera esa mi intención. Es curioso, porque empezaba mi reflexión confesando que llevaba un tiempo sin muchas ganas de meterme en temas políticos por aquello de la aspereza cansina, pero que, dada la repentina noticia del pacto PSOE-UP, iba a permitirme una excepción a la regla. Sin embargo los hados ocultos en el teclado de mi ordenador no me lo han permitido, de manera que voy a respetar de momento su decisión, porque reconstruir las ideas que figuraban en aquel folio perdido no creo que me vaya a costar demasiado tiempo. Es más, quizá este retraso no intencionado tenga la virtud de ponerle mayor rigor a mi juicio, aunque no sea más que por aquello de que dispondré de mayor información.

Pero la torpeza de mis dedos no impide que dé mi opinión sobre otros aspectos de lo sucedido en las pasadas elecciones, concretamente sobre el salto cuantitativo que ha dado la ultraderecha española. Yo creo que, a pesar de los inútiles lamentos de unos y de los preocupantes silencios de otros, el resultado de Vox no está siendo debidamente calibrado. Hace unas semanas, en este mismo blog, opiné que el franquismo sociológico había encontrado cobijo, después de tantos años de desamparo, en un partido de corte fascista. Ahora añado que no sólo lo han votado los nostálgicos de otros tiempos ya pasados, también electores de ciertas clases humildes que han creído a pies juntillas que los de Abascal van a resolver el problema de inseguridad que perciben en sus barrios periféricos y que, sin que las estadísticas les den la razón, achacan a los inmigrantes. Lo digo, porque he recibido el testimonio directo de algunas personas de origen humilde, censadas en el llamado Cinturón Rojo de Madrid, que confiesan haber pasado de votar al PSOE a votar a Vox.

El populismo, esa forma de pintar la política con brocha gorda en vez de con pincel fino, no repara en mentir. Lo fácil para ellos es tomar la anécdota como categoría y convertir la realidad en esperpento. Como sucedió en los pasado debates con las mentiras de bulto que lanzaron los líderes ultraderechistas sobre aspectos cuantificables, que por cierto ninguno de sus contrincantes supo o quiso desmentir, enzarzados como estaban en los aspectos que parecían importarles más. Miente que algo queda, dice el proverbio, y a correr.

Una de las realidades que subyace tras los resultados de las elecciones del 10N es que la derecha  española se ha fragmentado en dos tendencias que antes estaban bajo un mismo paraguas. Además de que el señor Rivera se haya llevado el mayor batacazo electoral que yo recuerde –lo de la UCD también fue fino pero respondía a otras causas- la extensa ola conservadora que Fraga y Aznar consiguieron encauzar dentro de una misma disciplina ideológica ha explotado. Si uno lo piensa, parece normal que así haya sucedido, porque siempre me he preguntado que podía unir a Esperanza Aguirre con Ana Pastor o a Mariano Rajoy con Pablo Casado, sólo por poner unos ejemplos. Esta nueva situación, reconozcámoslo, no favorece en nada a los conservadores españoles en sus pretensiones de llegar a volver a ser una alternativa de poder.

Hoy me quedo aquí. El destino, en forma de torpeza operativa, no me ha permitido dar de momento mi opinión sobre el pacto alcanzado entre PSOE y UP. Pero todo se andará, porque a nadie le ha dejado indeferente. A mí tampoco.

8 de noviembre de 2019

Librepensadores

La Academia define la palabra librepensamiento como la doctrina que reclama para la razón individual independencia absoluta de todo criterio sobrenatural. Por eso, como tal independencia implica que los librepensadores hagan caso omiso de las llamadas verdades teológicas, este comportamiento intelectual siempre ha gozado del rechazo de las religiones oficiales, cuyos credos sobrepasan a la razón cuando, mediante explicaciones metafísicas, tratan de interpretar lo que está más allá del conocimiento científico.

Un amigo mío define esta admisión de lo indemostrable como “un salto en el vacío” basado en la intuición. Lo diré desde el principio, para que no haya lugar a interpretaciones erróneas, a mí este comportamiento intelectual de aceptar lo indemostrable, que al fin y al cabo es el fundamento de las religiones, me parecen respetable. El ser humano goza de libertad para elegir en su fuero interno lo que le venga en gana; y si dejarse llevar por la intuición le reconforta, por qué no hacerlo. Ahora bien, también me parece absolutamente respetable basar el pensamiento exclusivamente en la razón y no saltarse los límites del conocimiento.

El ser humano ha buscado desde sus orígenes explicación a todo lo que sucede a su alrededor y son muchos los fenómenos para los que no encuentra respuesta. Es más, a muchas de estas incógnitas nunca se las encontrará, porque el universo goza en no pocos aspectos de una complejidad cuya interpretación no está al alcance de la inteligencia humana, que, aunque extraordinaria, reconozcamos que es muy limitada.

Ante esta perplejidad existencial caben dos opciones. La primera consiste en imaginar las razones que expliquen lo desconocido y sus causas; la segunda en atenerse a la razón y no ir en las conclusiones más allá de lo que dicte el conocimiento. Pues bien, los seguidores de la primera opción son los que se denominan creyentes de cualquiera de la infinidad de creencias que se dan sobre la tierra; los de la segunda se conocen por librepensadores, cuya línea de pensamiento no incluye lo indemostrable. Yo, desde hace muchos años, tantos que ya ni me acuerdo, me incluyo entre los que cuando no encuentran explicación a un fenómeno intentan no inventársela.

¿Se les debe pedir a los creyentes que abandonen sus creencias? Yo diría que no. Al fin y al cabo las han elegido ellos, se sienten felices en ese mundo imaginado y no veo ninguna razón para exigirles que las abandonen. Pero de la misma manera, considero que el librepensamiento merece absoluto respeto. Son dos cosmovisiones distintas que no deberían enfrentarse. La primera se basa en dar explicación a lo inexplicable. La segunda en no ir más allá de lo que dicte la razón.

Lo malo empieza cuando alrededor de las creencias aparece el mundo de los intereses creados, que no es más que la institucionalización del pensamiento religioso, sea éste el que sea. Entonces ya no hablamos de creyente sino de instituciones. Y ahí sí que aparecen las fricciones, no sólo entre creyentes y librepensadores, sino sobre todo entre creyentes de un signo y creyentes de otro. El mundo ha estado y sigue estando atormentado por guerras religiosas, que no son otra cosa que la defensa de los intereses creados llevada a la máxima expresión de la intolerancia y el fanatismo. Pero esto, como dice el proverbio popular, es harina de otro costal.

2 de noviembre de 2019

Los cambios de hora

Conocí hace años un personaje, de los de boina calada hasta las cejas, callos en las manos, profundos surcos en las mejillas y mirada algo estrábica, que cuando me preguntaba la hora, sin darme tiempo a que le contestara, añadía: serán las doce, ¿verdad, señor Luis? No usaba reloj, ni falta que le hacía, porque sabía lo que marcaban sus agujas con tan sólo echarle un vistazo al firmamento y observar la posición del sol. No recuerdo si en aquella época regía la alternancia de los horarios de invierno y de verano, pero estoy convencido de que ni estas modificaciones hubieran borrado de su mente la capacidad innata para deducir la hora.

La verdad es que nunca he entendido las causas que originaron la implantación del cambio horario. Las explicaciones que se dan sobre el ahorro de energía no me convencen, porque tengo la impresión de que lo que no va en lágrimas va en suspiros. Es cierto que no dispongo de datos estadísticos que avalen mi escepticismo, pero si ni los entendidos en la materia se ponen de acuerdo por algo será. Lo que me hace suponer que la Unión Europea acabará en algún momento con la fluctuación horaria.

En todo caso, siempre me han parecido auténticas pamplinas las quejas que se oyen a menudo sobre la nefasta influencia que tales cambios ejercen sobre la salud de los humanos en general, sobre el sueño de los insomnes en particular y sobre el equilibrio psíquico de los niños en concreto. Creo que se trata de una más de las absurdas protestas de los que buscan pretextos para discrepar de lo que sea, con tal de que se les oiga. Llevamos mucho tiempo con estos cambios de hora y nunca he observado a mi alrededor nada que indique este tipo de alteraciones. Una vez al año disponemos de una hora más para dormir y otra de una hora menos. Y aquí paz y después gloria.

El único inconveniente que le encuentro a la obligación de cambiar cada seis meses de horario es que ese día me veo obligado a atrasar o adelantar todos los relojes de mi casa, lo que no deja de ser un auténtico embrollo. Sobre todo los digitales, cuyas instrucciones de manejo, que siempre se me han atragantado, por si fuera poco se me olvidan enseguida. Pero superado el trance, como si nada hubiera sucedido.

A propósito de los horarios cambiantes, tenía un amigo que sostenía que el tiempo no existía, que no era más que una magnitud inventada por los científicos para explicar los fenómenos físicos. Según esta teoría, todo sucede en el mismo instante. No es el tiempo el que transcurre, sino que los acontecimientos van sucediéndose uno tras otro, como si cada secuencia borrara de nuestra vista la anterior. Pero todo, absolutamente todo, decía, sucede en el mismo momento. Adán se está comiendo ahora mismo la manzana prohibida, lo que sucede es que no lo vemos.

Quién sabe. Igual mi amigo tenía razón. Pero entonces, para qué cambiar los relojes de hora cada seis meses. Es más, sobrarían los medidores del tiempo. Simplemente tendríamos que mirar a nuestro alrededor para saber la hora, que por cierto no serviría de nada porque nos daría la medida de algo inexistente. Lo que significaría la ruina de la industria relojera suiza y la frustración de los presumidos que adornan sus muñecas con Rolex, Omegas o Vacheron Constantin.

Aunque mi educación básica sea de ciencias, la verdad es que me cuesta entender este principio de atemporalidad, quizá porque, como les pasa a los “inventores” del tiempo, necesite aceptar su existencia para entender el mundo físico. Aunque admitirla me obligue a cambiar los relojes analógicos y digitales de mi casa cada cierto tiempo.