8 de noviembre de 2019

Librepensadores

La Academia define la palabra librepensamiento como la doctrina que reclama para la razón individual independencia absoluta de todo criterio sobrenatural. Por eso, como tal independencia implica que los librepensadores hagan caso omiso de las llamadas verdades teológicas, este comportamiento intelectual siempre ha gozado del rechazo de las religiones oficiales, cuyos credos sobrepasan a la razón cuando, mediante explicaciones metafísicas, tratan de interpretar lo que está más allá del conocimiento científico.

Un amigo mío define esta admisión de lo indemostrable como “un salto en el vacío” basado en la intuición. Lo diré desde el principio, para que no haya lugar a interpretaciones erróneas, a mí este comportamiento intelectual de aceptar lo indemostrable, que al fin y al cabo es el fundamento de las religiones, me parecen respetable. El ser humano goza de libertad para elegir en su fuero interno lo que le venga en gana; y si dejarse llevar por la intuición le reconforta, por qué no hacerlo. Ahora bien, también me parece absolutamente respetable basar el pensamiento exclusivamente en la razón y no saltarse los límites del conocimiento.

El ser humano ha buscado desde sus orígenes explicación a todo lo que sucede a su alrededor y son muchos los fenómenos para los que no encuentra respuesta. Es más, a muchas de estas incógnitas nunca se las encontrará, porque el universo goza en no pocos aspectos de una complejidad cuya interpretación no está al alcance de la inteligencia humana, que, aunque extraordinaria, reconozcamos que es muy limitada.

Ante esta perplejidad existencial caben dos opciones. La primera consiste en imaginar las razones que expliquen lo desconocido y sus causas; la segunda en atenerse a la razón y no ir en las conclusiones más allá de lo que dicte el conocimiento. Pues bien, los seguidores de la primera opción son los que se denominan creyentes de cualquiera de la infinidad de creencias que se dan sobre la tierra; los de la segunda se conocen por librepensadores, cuya línea de pensamiento no incluye lo indemostrable. Yo, desde hace muchos años, tantos que ya ni me acuerdo, me incluyo entre los que cuando no encuentran explicación a un fenómeno intentan no inventársela.

¿Se les debe pedir a los creyentes que abandonen sus creencias? Yo diría que no. Al fin y al cabo las han elegido ellos, se sienten felices en ese mundo imaginado y no veo ninguna razón para exigirles que las abandonen. Pero de la misma manera, considero que el librepensamiento merece absoluto respeto. Son dos cosmovisiones distintas que no deberían enfrentarse. La primera se basa en dar explicación a lo inexplicable. La segunda en no ir más allá de lo que dicte la razón.

Lo malo empieza cuando alrededor de las creencias aparece el mundo de los intereses creados, que no es más que la institucionalización del pensamiento religioso, sea éste el que sea. Entonces ya no hablamos de creyente sino de instituciones. Y ahí sí que aparecen las fricciones, no sólo entre creyentes y librepensadores, sino sobre todo entre creyentes de un signo y creyentes de otro. El mundo ha estado y sigue estando atormentado por guerras religiosas, que no son otra cosa que la defensa de los intereses creados llevada a la máxima expresión de la intolerancia y el fanatismo. Pero esto, como dice el proverbio popular, es harina de otro costal.

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