2 de noviembre de 2019

Los cambios de hora

Conocí hace años un personaje, de los de boina calada hasta las cejas, callos en las manos, profundos surcos en las mejillas y mirada algo estrábica, que cuando me preguntaba la hora, sin darme tiempo a que le contestara, añadía: serán las doce, ¿verdad, señor Luis? No usaba reloj, ni falta que le hacía, porque sabía lo que marcaban sus agujas con tan sólo echarle un vistazo al firmamento y observar la posición del sol. No recuerdo si en aquella época regía la alternancia de los horarios de invierno y de verano, pero estoy convencido de que ni estas modificaciones hubieran borrado de su mente la capacidad innata para deducir la hora.

La verdad es que nunca he entendido las causas que originaron la implantación del cambio horario. Las explicaciones que se dan sobre el ahorro de energía no me convencen, porque tengo la impresión de que lo que no va en lágrimas va en suspiros. Es cierto que no dispongo de datos estadísticos que avalen mi escepticismo, pero si ni los entendidos en la materia se ponen de acuerdo por algo será. Lo que me hace suponer que la Unión Europea acabará en algún momento con la fluctuación horaria.

En todo caso, siempre me han parecido auténticas pamplinas las quejas que se oyen a menudo sobre la nefasta influencia que tales cambios ejercen sobre la salud de los humanos en general, sobre el sueño de los insomnes en particular y sobre el equilibrio psíquico de los niños en concreto. Creo que se trata de una más de las absurdas protestas de los que buscan pretextos para discrepar de lo que sea, con tal de que se les oiga. Llevamos mucho tiempo con estos cambios de hora y nunca he observado a mi alrededor nada que indique este tipo de alteraciones. Una vez al año disponemos de una hora más para dormir y otra de una hora menos. Y aquí paz y después gloria.

El único inconveniente que le encuentro a la obligación de cambiar cada seis meses de horario es que ese día me veo obligado a atrasar o adelantar todos los relojes de mi casa, lo que no deja de ser un auténtico embrollo. Sobre todo los digitales, cuyas instrucciones de manejo, que siempre se me han atragantado, por si fuera poco se me olvidan enseguida. Pero superado el trance, como si nada hubiera sucedido.

A propósito de los horarios cambiantes, tenía un amigo que sostenía que el tiempo no existía, que no era más que una magnitud inventada por los científicos para explicar los fenómenos físicos. Según esta teoría, todo sucede en el mismo instante. No es el tiempo el que transcurre, sino que los acontecimientos van sucediéndose uno tras otro, como si cada secuencia borrara de nuestra vista la anterior. Pero todo, absolutamente todo, decía, sucede en el mismo momento. Adán se está comiendo ahora mismo la manzana prohibida, lo que sucede es que no lo vemos.

Quién sabe. Igual mi amigo tenía razón. Pero entonces, para qué cambiar los relojes de hora cada seis meses. Es más, sobrarían los medidores del tiempo. Simplemente tendríamos que mirar a nuestro alrededor para saber la hora, que por cierto no serviría de nada porque nos daría la medida de algo inexistente. Lo que significaría la ruina de la industria relojera suiza y la frustración de los presumidos que adornan sus muñecas con Rolex, Omegas o Vacheron Constantin.

Aunque mi educación básica sea de ciencias, la verdad es que me cuesta entender este principio de atemporalidad, quizá porque, como les pasa a los “inventores” del tiempo, necesite aceptar su existencia para entender el mundo físico. Aunque admitirla me obligue a cambiar los relojes analógicos y digitales de mi casa cada cierto tiempo.

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