31 de enero de 2015

Amigos

Desde hace ocho años asisto periódicamente a una tertulia, integrada por un grupo de amigos que nos reunimos con una frecuencia media que podría estimarse en una vez cada tres semanas. Desde entonces lo hacemos en el mismo lugar y a la misma hora, siguiendo un protocolo, que nadie encontrará escrito en ningún estatuto: café a las once, aperitivo sobre la una y media, comida hacia las dos y fin de fiesta entre las cuatro y cuatro y media de la tarde. Y a partir de ahí cada mochuelo a su olivo.

El grupo está formado por hombres y mujeres, de tal forma que desde sus orígenes los integrantes hemos tratado de huir de tópicos sexistas, a diferencia de tantos grupos masculinos o femeninos que se reúnen para tratar temas supuestamente ligados a uno u otro de los dos sexos, admitiendo que existan asuntos de esa índole.

Además nuestra tertulia no tiene adjetivo, no es ni literaria, ni política, ni religiosa, ni artística, ni de ninguna de las ramas del saber o de las ideologías, simplemente nos reunimos de vez en vez para hablar de las cosas que suceden a nuestro alrededor, que no son pocas.

Lo anterior no significa, ni mucho menos, que nuestras reuniones carezcan de valor intelectual, en primer lugar porque en ocasiones contamos con la presencia de algún invitado que nos instruya en determinado conocimiento o nos hable de alguna de sus experiencias y en segundo porque en otras es alguno de nosotros quien da un paso al frente y prepara algún tema en el que se sienta seguro y desee compartir con los demás.

Se trata además de un colectivo variopinto en mentalidades y comportamientos humanos, que otorga a cualquier debate un valor inestimable, el que emana del contraste de opiniones entre gente que presume de civilizada y tolerante, porque en definitiva ante cualquier controversia prevalece la amistad, que es lo que de verdad nos une.

La tertulia ha pasado por distintos avatares, y aunque en alguna ocasión parecía que pudiera estar a punto de extinguirse por cansancio, fatiga o tedio de los asistentes, la inteligencia colectiva ha sabido superar las dificultades ocasionales y continuar adelante.

No he dicho nada de la edad de los asistentes, pero creo que debo aclarar este punto para que se entienda bien al colectivo. Todos, salvo alguna bienaventurada excepción que otorga prestancia juvenil al conjunto, hemos superado los sesenta y cinco, algunos los setenta. Se trata por tanto de un colectivo que poco a poco va perdiendo lozanía, pero que intenta no perder capacidad mental ni mucho menos las ilusiones.

Pero quizá de todo lo que acabo de mencionar lo más significativo sea la amistad que nos une, apego que en determinados casos goza de una larga trayectoria, ya que algunos somos amigos desde esa edad en la que se forja la personalidad del ser humano, y todos, sin excepción, desde hace ya muchos años. La tertulia sirve para obligarnos a mantener un contacto frecuente, necesario para conservar los afectos, que de otra manera se irían apagando por falta de comunicación, porque la trayectoria vital del hombre tiende al aislamiento, no sólo por evidentes causas físicas, también por razones psicológicas.

Así es nuestra tertulia y así espero que lo siga siendo muchos años más, hasta que el cuerpo, la mente y sobre todo las ilusiones resistan.

29 de enero de 2015

Zaragoza (y VII) La estación de Delicias

Después de descansar un rato en el hotel, hacia las seis nos lanzamos de nuevo a la calle. Habíamos decidido que esa tarde de domingo la dedicaríamos a recorrer los alrededores del Paseo de la Independencia, una zona mucho más moderna que el casco antiguo de la ciudad, al que ya no volveríamos en esta ocasión.

Llegamos andando hasta La Plaza de Aragón, a escasos quince minutos de nuestro hotel. De allí nos dirigimos a la Puerta del Carmen, otro de los iconos de Zaragoza, no tanto por su importancia monumental como por su valor simbólico, ya que durante la Guerra de la Independencia constituyó uno de los centros de resistencia de los defensores de la ciudad contra los invasores franceses.

Después nos adentramos entre las calles que discurren tras las fachadas traseras de los edificios que bordean el Paseo de la Independencia. Como no teníamos nada concreto que hacer, dedicamos nuestro tiempo a curiosear aquí y allá. Pasamos frente al Hotel Palafox, quizá el de más categoría de la ciudad, que nos causó una magnífica impresión. Entramos en unos grandes almacenes, donde, aunque ese día estaban cerrados, en uno de sus patios unos aburridos Reyes Magos atendían a unos pocos niños, aterrorizados más que ilusionados.

Seguía haciendo un frio siberiano que ni siquiera nuestros gruesos chaquetones lograban mitigar. El viento se había calmado, pero la temperatura era tan baja que hubiera resultado incómodo prolongar nuestro paseo. Por eso decidimos refugiamos en la confortable calidez de un pub que encontramos al pasar por la calle Joaquín Costa. Eran ya cerca de las nueve y aún no sabíamos dónde cenaríamos, entre otras cosas porque la mayoría de los restaurantes habían echado el cierre dominical. Quizá, pensamos, en aquel lugar podrían hacernos alguna recomendación.

Mientras contemplábamos distraídos a un grupo de hombres y mujeres, cuarentones que consumían las últimas horas del fin de semana trasegando whiskies y gin-tonics en animada conversación, no exenta de ciertos coqueteos que presagiaban que algunos de ellos no acabarían la jornada separados, bebimos con parsimonia unas cervezas, Ámbar por supuesto, mientras hacíamos tiempo hasta la hora de cenar.

Después, siguiendo las indicaciones que nos acababa de dar el barman del pub, cruzamos la calle y entramos en un restaurante, de nombre El rincón de Costa, un juego de palabras con su dirección postal. Se trataba de un establecimiento que disponía de una gran barra y una docena de mesas alineadas frente a ella, además de un par de esos grandes barriles con taburetes alrededor, uno de los cuales nos apresuramos a ocupar. Cenamos unas tapas, acompañadas de unos vinos, y emprendimos el regreso al hotel, ya con ganas de disfrutar de una buena calefacción. La jornada y prácticamente el viaje habían terminado.

Cuando nos despertamos el lunes por la mañana, no nos dimos demasiada prisa en levantarnos porque nuestro tren no salía hasta las doce de la mañana. Desayunamos tranquilos, pagamos la cuenta y nos trasladamos a la estación de Delicias en taxi. El taxista, un simpático zaragozano, ya entrado en años, locuaz hasta por los codos, nos entretuvo describiendo el trazado del tranvía que atraviesa Zaragoza en su largo recorrido, criticando al Ayuntamiento, a su alcalde y al Consistorio al completo por haber creado una dificultad añadida al ya difícil tráfico de la ciudad. Según nos dijo, es el único en el mundo cuya plataforma está dedicada exclusivamente a los tranvías, que además, de acuerdo con la normativa municipal, no tienen que detenerse ante los semáforos en rojo. Se me antoja un disparate, pero lo cuento como me lo contaron.

Seguía haciendo frío y nuestro eficiente conductor nos informó que esa temperatura no era nada comparada con la que nos aguardaba dentro de la estación, porque, y cito textualmente, el frío en Zaragoza se origina en Delicias, que actúa como generador de bajas temperaturas.

La estación de ferrocarril de Delicias es una de esas obras mastodónticas, de dimensiones a mi juicio innecesarias, no por su superficie, que supongo adecuada al tráfico ferroviario que soporta, sino por su altura. La cubierta superior debe de estar a una distancia del suelo equivalente a un edificio de cuatro pisos, por lo que el volumen que encierra es inmenso. Puede, no lo voy a discutir, que desde un punto de vista arquitectónico tenga un gran valor, pero desde el de la comodidad deja mucho que desear. El taxista no había exagerado con respecto a lo del frío.

Pero como el AVE es una maravilla, llegó puntual y nos dejó en Madrid en aproximadamente hora y media. Cuando un poco más tarde entrábamos en casa, yo ya había decidido que publicaría mis impresiones de la visita a Zaragoza en este blog, escapada que entre otras cosas me había servido para quitarme de encima el complejo que tenía de apenas conocer mi ciudad natal.

25 de enero de 2015

¿Dónde está la casta?

A medida que voy conociendo más detalles sobre la andadura y el mensaje del nuevo partido político que se llama Podemos, mi criterio va tomando forma. Debo confesar que hubo un momento al principio, cuando sus líderes iniciaron la estelar aparición ante los medios de comunicación, que no sabía si estábamos hablando de una formación progresista o de un movimiento conservador, porque sus ataques indiscriminados a uno y otro lado me hacían temer que pudiéramos encontrarnos, una vez más, ante un fenómeno amarillista, en este caso de redentores iluminados. Ahora, al menos, ya sé que se trata de un partido de izquierdas, no hay más que ver el miedo que sacude a la derecha de nuestro espectro político ante su avance en los sondeos de opinión.

Es verdad que también hay preocupación en la izquierda, pero de otro signo. Los partidos progresistas no temen, como sucede a sus adversarios políticos conservadores, que esta formación nos traiga el Diluvio Universal, simplemente que se lleve a sus votantes, legítima inquietud que sólo cabe combatir democráticamente. Dos temores, a mi juicio, muy distintos. Para un votante de la izquierda moderada, ideología que yo hoy identifico con las siglas del PSOE, la apertura de un nuevo grupo progresista nunca debería ser motivo de tribulación, porque en definitiva se abre un nuevo frente de lucha democrática contra el neoliberalismo galopante que, en aras de una supuesta estabilidad social, arrasa el estado del bienestar en Europa. Su preocupación tendría que ser otra muy distinta, la de si es capaz de transmitir la idea de que una izquierda centrada es posible. La socialdemocracia en la Unión Europea, que ha gobernado y continúa haciéndolo en tantos países y durante tanto tiempo, ha dotado a este continente de un estatus social digno de admiración. Y eso hay que saber explicárselo a los electores de centro, que en definitiva son los que inclinan la balanza electoral en uno u otro sentido.

Lo de la casta sobra, amigos de Podemos. Siento decir que me parece una hipocresía de mal gusto democrático. La corrupción existe y nos aplasta, es verdad. Incluso diría más: su hedor resulta insoportable. Por eso se hace imprescindible cambiar las leyes que la castigan y fortalecer la judicatura que la combate, porque si no lo hacemos no habremos conseguido nada, ya que el caldo de cultivo será el mismo, por muy buenas que sean las intenciones, y continuaremos igual. Fijaos atentamente en el hecho de que alguno de vosotros ya apunta maneras, por mucho que se intente disfrazar la corrupción de corruptela, y eso sucede porque el sistema emponzoñado que nos rodea lo permite. Tenedlo en cuenta vosotros y ténganlo en cuenta los votantes de la izquierda moderada para no llevarse a engaño con los cantos de sirena redentores. La rueda, ya lo he dicho en otro sitio, se inventó hace tiempo. Lo que ahora procede con urgencia es limpiarla y ponerla a rodar con prontitud.

24 de enero de 2015

Zaragoza (VI) La ciudad romana y la jerarquía eclesiástica

Murallas de Zaragoza
Era nuestro último día en Zaragoza. A las doce de la mañana del siguiente deberíamos tomar el AVE para regresar a Madrid. Como habíamos previsto un programa muy apretado, que entre otras cosas incluía recorrer lo que podría denominarse la Zaragoza romana, nos levantamos temprano. Lo primero que hicimos nada más desayunar fue coger un taxi, acercarnos a La Seo y preguntar por los horarios de visita. El conserje nos advirtió de que ese día no era posible realizar un recorrido turístico, porque el recinto estaba acordonado para evitar el trasiego de visitantes durante las celebraciones religiosas. Pero a pesar de su advertencia nos colamos en el interior entre dos misas

Algo he escrito ya sobre los estilos artísticos que se pueden observar en La Seo y poco más voy a añadir. Me limitaré a señalar que, a pesar de que dispone de cinco naves, sus bellas bóvedas de crucería, todas de la misma altura, dan al conjunto el aspecto de disponer de una sola planta cuadrangular, algo que me habían advertido y observé con curiosidad.

Mientras recorríamos las escasas zonas que los cordones puestos aquí y allá nos permitían, una voz por megafonía advirtió a los fieles de la llegada inminente del arzobispo de la diócesis y les recordó que no debían aplaudir las intervenciones del coro que intervendría durante la misa, primero porque no se trataba de un concierto, sino de parte de la liturgia, y además, por si lo anterior no fuera motivo suficiente, porque al arzobispo no le gustaban estas manifestaciones mundanas. Más motivos no caben.

Cuando salimos de allí, entramos en el museo del Puerto fluvial de Cesaraugusta, uno de los cuatro centros de interpretación de la época romana que existen en Zaragoza. Está situado bajo un edificio de construcción relativamente reciente, y entre las ruinas de los cimientos de las instalaciones del antiguo embarcadero se ha recreado, mediante distintos medios audiovisuales,  la actividad portuaria de la época. Una buena lección de historia para los que ignorábamos que el río Ebro era navegable en aquella época y constituía la vía de comunicación más importante para el comercio que fluía entre el Mediterráneo y el norte de la península Ibérica.

Muy cerca de este museo se encuentra el del Foro de Cesaraugusta, que visitamos a continuación. A semejanza del anterior, entre las ruinas de los cimientos del antiguo Foro romano, y a través de una serie de pasarelas situadas a distintas alturas, se asiste a una interpretación de cómo debía de ser la vida de los habitantes de la ciudad en aquellos tiempos. Interesante y sobre todo muy didáctico

Después nos dirigimos a La Lonja, un edificio civil de estilo renacentista, dedicado en otros tiempos a actividades económicas y hoy sala de exposiciones del Ayuntamiento de Zaragoza. Aunque ese día permanecía expuesta una extraña muestra de escultura vanguardista, nos limitamos a pasear entre las obras y a contemplar por dentro el soberbio edificio.

Por último entramos en la basílica de El Pilar. Debo decir, a fuer de ser sincero, que a mí el estilo de esta construcción religiosa no me convence demasiado, dicho sea con absoluto respeto a su significado religioso. Quizá sea la superposición de los estilos barroco, neoclásico y rococó los que me produzcan la sensación de falta de armonía, pero también la profusión de torres, lucernarios y cúpulas, algunas de ellas terminadas en el siglo XX, que a mi juicio recargan en exceso su conocida silueta.

Pero de lo que no cabe la menor duda es de que El Pilar es un símbolo de Zaragoza y de Aragón entero, no ya sólo en un sentido estrictamente religioso, sino también en el de los sentimientos. Hasta un agnóstico como yo recorre sus naves con cierto recogimiento, no meditando en lo divino, simplemente reconociendo su fuerza simbólica.

Habían dado ya las dos y era preciso buscar un lugar donde comer. Nos habían hablado de un restaurante, La cantina de Borado, y nos lanzamos a buscarlo. La primera impresión que nos causó nada más entrar fue que, aunque se trataba de un lugar decorado con gusto, estaba demasiado concurrido. A punto estuvimos de marcharnos, pero un camarero, que debió de adivinar nuestras intenciones, nos mostró una mesa algo apartada del bullicio general, de manera que, como se había hecho tarde, decidimos quedarnos. Tengo que reconocer que comimos bien y en un ambiente bastante agradable.

Y una vez más regresamos andando al hotel, mientras decidíamos que haríamos durante las pocas horas que nos quedaban en Zaragoza. Pero de eso ya hablaremos.

22 de enero de 2015

Castigos divinos

Hace algún tiempo asistí con mi mujer a una boda. Durante la comida compartimos mesa con unos conocidos, dos matrimonios con los que mantenemos una relación superficial, de esas de conveniencia protocolaria, lo que no significa que no exista cordialidad en el trato que nos dispensamos. Pero aunque la amistad que nos une sea poco profunda, esa circunstancia no impide que cada uno de nosotros conozca cuál es la posición ideológica de los otros, en cualquiera de sus aspectos. La de ellos quizá la descubra el lector si continúa leyendo esta anécdota.

En un momento de la conversación surgió una complicada temática sobre los esfuerzos que realizan los científicos para investigar las causas y poner remedio a determinadas enfermedades, concretamente al cáncer. La discusión transcurría por cauces yo diría que civilizados, porque aunque no todos estuviéramos de acuerdo en todo, al menos existía el común denominador de reconocer que cuanto más se avance en esta materia mejor le irá a la humanidad.

He dicho que transcurría por cauces civilizados, pero sólo hasta que a mí se me ocurrió mencionar el SIDA para señalar uno más de los frentes que la sociedad de nuestro tiempo tiene abiertos y reclamar el mismo esfuerzo por parte de los científicos para erradicar esta terrible lacra. A partir de ese momento se creó en la mesa una cierta tensión, que percibí primero por el cambio de semblante de nuestros interlocutores y más tarde por sus argumentaciones, que podrían resumirse en que una cosa es una enfermedad y otra el castigo divino que se merecen los pecadores, aunque dicho con palabras sinuosas y argumentaciones sofisticadas.

Me cogió tan de sorpresa que no daba crédito a lo que oía. Recuerdo que hubo un momento en el que llegué a pensar que debía de haber dicho alguna palabra o frase desafortunada, porque de las aguas tranquilas de unos minutos antes habíamos pasado a otras turbulentas, sin que mi capacidad de razonamiento fuera capaz de discernir por qué.

Como no quería que las cosas fueran a más, decidí soslayar el debate en la medida de lo posible y dirigir la conversación por otros derroteros, lo que a decir verdad no supuso un gran esfuerzo, porque los demás fueron poco a poco recobrando la calma dialéctica. Al fin y al cabo se trataba de personas muy educadas y con mucha mundología a cuestas.

Muchas veces desde entonces he recordado esta anécdota, que a mi entender pone de manifiesto hasta qué punto determinadas visiones de la moral pueden llegar a condicionar el pensamiento humano en un sentido perverso. Las personas con las que compartí mesa y conversación aquel día, a las que reconozco sobradas cualidades humanas para ocupar en la sociedad puestos de responsabilidad, rechazaban de manera categórica que los enfermos de SIDA tuvieran derecho a la misma atención que la que reciben los que padecen cualquier otra enfermedad, y lo hacían porque sus principios religiosos recusan las causas que suelen producir el contagio de este virus.

20 de enero de 2015

Zaragoza (V) Gambrinus

El Pilar
El reloj marcaba ya las dos de la tarde y, aunque el aperitivo que acabábamos de tomar en el Café Nolasco había templado algo nuestro apetito, llegaba el momento de localizar un lugar donde comer. La animación del barrio era tal que costaba trabajo avanzar entre la multitud, gente que parecía no ir a ningún sitio, simplemente pasear. Asomamos nuestras cabezas en varios mesones, pero estaban tan concurridos que no acabábamos de decidirnos. Hasta que, cuando ya habíamos oído sonar las campanadas de las dos y media en algún carillón cercano, entramos en un pequeño restaurante de la calle San Lorenzo, en pleno corazón del casco antiguo, que nos convenció por su aspecto algo más tranquilo.

Después de comer regresamos andando al hotel, esta vez por un itinerario distinto al de otras veces, a través de la plaza de San Miguel, que aunque más solitario acortaba distancias. Seguía haciendo un frío que helaba los sentidos, aunque el viento había cedido un poco su furia matutina. Es muy posible que la temperatura no fuera inferior a la de Madrid por esas fechas, pero la sensación térmica aumentaba el impacto del frío.

Ya en la habitación, mientras Ana Mary se entretenía un rato contemplando en la televisión alguno de sus programas favoritos, yo me eché un rato, una de esas cabezadas que me gusta saborear hasta en las peores circunstancias. Un amigo mío, chiclanero por más señas, me dijo no hace mucho que un viaje en el que no puedas dormir la siesta no merece la pena. Ni que decir tiene que el autor de la frase es una de las personas más sabias que conozco.

A las seis y media, reparadas las fuerzas convenientemente, tomamos un taxi, de manera que en poco más de diez minutos nos plantamos una vez más en el Coso. Cuando bajamos del coche, nos dimos de bruces con una manifestación reivindicativa de algo que no llegamos a averiguar, ya que los gritos de los manifestantes no se apartaban de consignas tan genéricas como “libertad, libertad, libertad”.

En el momento en que manifestantes y antidisturbios se perdieron entre las calles del centro histórico, nos acercamos a la plaza de San Felipe, a la que da nombre la iglesia barroca donde me bautizaron, hace ya muchos años. Junto a ella se alza el palacio de Argillo, convertido hoy en el museo Pablo Gargallo tras una extraordinaria remodelación, que ha sabido mantener el sabor histórico de la noble mansión, al mismo tiempo que la ha dotado de confort y comodidad. La exposición de la obra de este genial escultor y pintor aragonés es muy amplia y ocupa la totalidad de las numerosas salas que se distribuyen en las seis plantas del edificio rehabilitado. Extraordinario continente e interesante contenido.

No he dicho hasta ahora, y no quiero que se me olvide porque sería una ingratitud, que en todas las visitas culturales que realizamos durante esos días gozamos del privilegio de no pagar ni un euro, gracias a pertenecer a ese estatus que eufemísticamente se denomina tercera edad. Un detalle del municipio zaragozano digno de mención y que agradezco.

A la salida, después de contemplar en el suelo de la plaza la circunferencia que señala el lugar donde hasta finales del XIX se erigía La Torre Nueva, icono de la ciudad durante muchos años y que a pesar de las protestas populares se derruyó por peligro de colapso incontrolado, volvimos a callejear por el casco histórico. Pasamos frente al Mercado Central, a esas horas cerrado, y recorrimos los restos de las murallas romanas que desde allí se dirigen hacia la orilla del Ebro. Cruzamos una vez más la plaza del Pilar, atravesamos la calle Alfonso, salimos al Coso e iniciamos el regreso al hotel por el Paseo de la Independencia, despacio, parándonos frente a cualquier edificio que llamara nuestra atención o ante los escaparates de los numerosos comercios de la zona.

Habíamos decidido que esa noche cenaríamos en Gambrinus, un restaurante que conocíamos de cuando, hace ya unos cuantos años, comimos allí un numeroso grupo de amigos y familiares que habíamos acudido a un acto en la Academia General Militar, concretamente a la entrega de los despachos a dos nuevos tenientes, ella del Cuerpo Jurídico y él del de Sanidad, que luego, una vez terminadas sus carreras, se casaron. Uno nunca sabe en qué extraños lugares puede nacer el amor.

La verdad es que temíamos que el lugar, después de tantos años, hubiera perdido la categoría gastronómica que recordábamos. Pero no fue así. He confesado en más de una ocasión que mi memoria es muy selectiva para esto de las comidas y que suelo olvidar con frecuencia los menús. Sin embargo recuerdo perfectamente qué cenamos ese día: un jamón extraordinario de Guijuelo, unas alcachofas de Murcia y un atún de almadraba gaditana, a la plancha. Para chuparse los dedos. Absolutamente recomendables la calidad y el servicio de ese sitio.

Y nos retiramos a descansar, no sin antes haber decidido el programa del día siguiente.

18 de enero de 2015

La sombra del Nilo



Vientos del desierto
A finales de marzo del año 2008, Ana Mary, mi mujer, y yo emprendimos un viaje de once días de duración a Egipto. Lo hicimos junto a otras ocho personas, todos amigos.
Como la experiencia acumulada durante aquellas intensas jornadas fue muy satisfactoria, a lo largo del viaje me propuse que a mi regreso escribiría un relato bajo el título La sombra del Nilo, en el que trataría de plasmar mis impresiones. En cuanto volví a Madrid, revisé las notas que había tomado sobre el terreno, puse a prueba la capacidad de mi memoria y me lancé a escribir. Y cuando al cabo de unas semanas de trabajo concluí la narración, se la envié a mis compañeros de viaje por correo electrónico para que la leyeran. Después salvé una copia, por si algún día me apetecía rememorar algún detalle del viaje, y me olvidé del asunto.

Pero ahora que he abierto este blog me ha entrado el gusanillo de  publicar lo que entonces redacté. Palabra a palabra, línea a línea y página a página he revisado el escrito con detenimiento, primero para mejorar la sintaxis de la precipitada redacción inicial en la medida de lo posible y segundo para valorar la vigencia de mis impresiones de entonces. Y el resultado ha sido la decisión de poner la narración a disposición de quien quiera leerla.

El principal factor que me ha inducido a ello ha sido el convencimiento de que se trató de un viaje de sumo interés, no sólo por el itinerario, también por la experiencia humana que aportó convivir durante aquellos once días con personas tan distintas como éramos los integrantes del grupo. La cantidad de anécdotas sucedidas, algunas preocupantes, pero la mayoría placenteras, pueden resultar interesantes para cualquier lector a quien le guste conocer los sucesos ocurridos durante los viajes de los demás.

Advierto de antemano que no se trata de un manual de egiptología, para cuya redacción no estoy capacitado, sino del diario de un viaje, más o menos pormenorizado, pero de fácil lectura a pesar de sus algo más de cien páginas. En ellas el lector encontrará una a una las tres grandes etapas que constituyeron el itinerario, primero una estancia en El Cairo de tres días de duración, más adelante la navegación durante otros cuatro a través de las misteriosas aguas del lago Nasser y por último el descenso por el río Nilo, también en barco, desde Assuán a Lúxor.

Y otro aviso: aunque he insertado a lo largo del texto unas cuantas fotografías de las muchas que entre todos tomamos durante el viaje, La sombra del Nilo no es un álbum fotográfico sino la narración de un viaje. Quizá en otro momento me decida a poner a disposición de los lectores de este blog las restantes.

Si alguien quiere bajárselo para leerlo en su habitual medio electrónico de lectura, puede pinchar en los links que figuran al final de este texto y descargarlo en su ordenador. Lo puede hacer en versión ePub o en versión pdf.













17 de enero de 2015

Afición al fútbol


El curioso fenómeno social del fútbol ha sido tan estudiado que no voy a caer en la tentación de intentar aportar algo nuevo. De la locura de los fanáticos se ha hablado tanto y tan variado que no hace falta  añadir nada. La chifladura, si no insania, de los que han convertido una afición lúdica en algo así como profesión sagrada o estilo de vida, no merece más que descalificaciones desde cualquier punto de vista, sobre todo si el juicio se hace con un mínimo de rigor intelectual. Lo dicho: ni una palabra más sobre los forofos y los vándalos.

Pero sí hay un aspecto sobre este asunto que me llama la atención desde hace tiempo y no voy a poder evitar referirme a él. Existen militantes del anti-fútbol, desviación de signo contrario al de los hooligans, individuos que meten en el mismo saco a los exaltados y a los aficionados que sólo buscan entretenimiento cuando asisten a un partido o cuando siguen con ilusión la marcha de su equipo en competiciones nacionales o transnacionales. Son personas obsesionadas con este tema, que aplican el mismo patrón a los que berrean en los campos de futbol o en las tabernas y a los que acuden al estadio o se sientan delante del televisor con el único propósito de disfrutar de vez en vez de este entretenimiento.

A estas alturas de mi exposición el lector habrá adivinado ya que yo soy de estos últimos. No siempre ha sido así, porque hace unos años, no demasiados por cierto, no me gustaba el fútbol y no entendía  esta afición, aunque me limitara a interiorizar mis opiniones y nunca las utilizara como armas arrojadizas. Por eso precisamente, porque creo saber de qué estamos hablando, puedo permitirme ahora mencionar a los que convierten su falta de interés en un ataque contra los que les gusta el fútbol, sin distinguir a unos de otros, simplificando las cosas hasta el punto de que sus invectivas provocan en mí cierta hilaridad. A veces tengo la sensación de que con sus manifestaciones pretendieran mostrar  superioridad intelectual con respecto a las personas a las que entretiene el espectáculo. ¡Ya ves tú!

A mí no me gustan ni las carreras de coches ni las de motos, pero entiendo perfectamente que a otros puedan entretenerlos. El tenis, que veo de vez en cuando, termina cansándome, si no aburriéndome, lo que no me lleva a considerar a los aficionados personas carentes de juicio. Tampoco me gustan los toros, pero, a pesar de que me cuesta mucho aceptar este espectáculo como un entretenimiento de corte civilizado, no arremeto contra los taurinos.

Voy a dejar esta opinión aquí, porque va a empezar un partido que transmiten por televisión y que no quisiera perderme, un partido en el que por supuesto juega el Real Madrid.

15 de enero de 2015

Zaragoza (IV) La Aljafería y el Café Nolasco

La Aljafería
Nos despertamos cuando la primera claridad del día penetraba ya a través de las cortinas del amplio ventanal y empezaba a inundar hasta el último rincón de nuestra habitación. Era sábado y para ese día habíamos dispuesto  un plan bastante apretado.

Nada más desayunar, sobre las nueve y media, salimos del hotel. Hacía un frío de esos que calan hasta los huesos y soplaba un cierzo que nos obligaba a caminar con la cabeza gacha, escondida entre las solapas de los chaquetones. Tomamos un taxi que parecía estar aguardándonos y le pedimos al taxista que nos llevara a la Aljafería, nuestra primera visita de aquel día. He confesado en algún lugar de este relato que tenía algunas deudas pendiente con Zaragoza y una de las más significativas era no haber visitado nunca este extraordinario palacio musulmán, hoy sede de las Cortes de Aragón o parlamento autonómico.

La visita guiada duró aproximadamente dos horas, un largo recorrido a través de  innumerables estancias que corresponden a diferentes épocas y estilos artísticos, porque este palacio, construido en la segunda mitad del siglo XI por al-Muqtadir (el poderoso), rey de la taifa de Saragusa, fue primero alcázar musulmán, después palacio medieval cristiano y más tarde residencia de los Reyes Católicos.

No voy a entrar en descripciones artísticas de ningún tipo, en primer lugar porque no cabrían en la brevedad de este relato y en segundo porque existe abundante documentación a disposición de cualquier interesado. Pero sí quiero anotar que me sorprendió la extraordinaria belleza de sus arquerías, las generosas proporciones de sus salones y las esmeradas filigranas de su ornamentación, elementos que convierten al conjunto en una joya de la presencia musulmana en España.

En un momento determinado hicimos un alto en el camino para recorrer una exposición de fotografías del artista Manuel Micheto, que bajo el título de “La piel de Aragón” se exhibía en una de las salas. Este artista utiliza una técnica cuyo nombre no pude retener en la memoria y que consiste en la superposición de varias tomas de un mismo lugar, procedimiento que logra desvirtuar la imagen y darle un aspecto plástico espectacular y llamativo. Me encantó reconocer, entre los veintitantos parajes aragoneses que se exhibían, los Órganos de Montoro, un extraordinario rincón situado en el corazón de mi querido Maestrazgo, o el Parrizal, nacimiento del río Matarraña, lugares que he recorrido en varias ocasiones a lo largo de mi vida.

Cuando salimos de allí la mañana estaba muy avanzada. La Aljafería se sitúa a cierta distancia del centro de Zaragoza, por lo que desechamos nuestra idea inicial de acercarnos andando al casco antiguo y decidimos tomar un autobús que nos situara relativamente cerca, de manera que, tras una larga espera, subimos a uno, abarrotado hasta lo imposible, que nos dejaría en el Coso. Aunque el trayecto no duró más allá de unos veinte minutos, fue tiempo suficiente para ser testigos de las desconsideraciones de un conductor salvaje, que tomaba las curvas como si estuviera realizando un rally o cerraba las puertas cuando los pasajeros todavía no habían descendido. Un cafre que si no fuera porque estaba de vacaciones y no quería que nada me amargara la estancia, hubiera denunciado.

Nos habían dado la dirección de un local que se había inaugurado hacía poco en Zaragoza, “El café Nolasco”, que regenta un familiar nuestro, Yago Plana, y callejeando por la zona antigua y preguntando aquí y allá logramos dar con él. Era aproximadamente la una y media, hora para saborear una cervecita según marcan nuestras acrisoladas costumbres. Como Yago no estaba en ese momento, nos acomodamos en la barra y durante un rato nos dedicamos a cotillear.

El Café Nolasco es en realidad un atractivo bar de copas, de aspecto loft, decoración de diseño moderno, tuberías al aire libre y cableado eléctrico superpuesto, un estilo que me encanta porque suele transportarme al TriBeCa neoyorquino. A la hora que llegamos, unos cuantos chicos y chicas ocupaban varias mesas, gente joven, de aspecto alegre y desenfadado.

De repente vimos entrar a Yago, que naturalmente se sorprendió por nuestra presencia, que ni por asomo imaginaba. Se le veía feliz con el proyecto, a pesar de la lógica preocupación que cualquier iniciativa de esta índole causa en los promotores, pero confiado en que sus desvelos, que nos confesó han sido muchos y muy variados, tengan el éxito que en mi opinión se merecen. Nos despedimos de nuestro primo con la promesa de que volveríamos esa noche a tomar una copa, intención que no pudimos cumplir, porque el tiempo del turista es inexorable y poco flexible.

Y salimos de allí a buscar un lugar donde comer. Pero eso ya lo contaré en otro momento.

13 de enero de 2015

Manipulación de la Historia.- La Corona de Aragón

Jaime I
Me considero un aficionado a la Historia. Quiero insistir en el adjetivo que aplico –aficionado- porque en realidad mi formación básica poco tiene que ver con esta compleja disciplina. Lo que sucede es que he leído -no me atrevería a decir estudiado- bastante historiografía, de tal forma que me siento relativamente cómodo cuando curioseo entre los anales de la humanidad.

No son los hechos concretos o pormenores los que llaman mi atención, sino los esquemas cronológicos, las secuencias evolutivas de las civilizaciones y, sobre todo, las relaciones entre el pasado y el presente. Creo que la Historia explica mucho de lo que sucede hoy en día, porque los movimientos culturales, sociales, políticos o económicos actuales no han nacido por generación espontánea, tienen origen en algún momento del pasado, aunque a veces no sea fácil encontrar la relación entre la causa y el efecto.

Pero la Historia se manipula con frecuencia.  Y no me refiero a las tergiversaciones que en su momento introdujeron los historiadores de la época, por lo general al servicio de los intereses de quienes pagaban sus servicios, porque las mentiras terminan descubriéndose. Me estoy refiriendo a las interpretaciones que algunos hacen ahora con respecto a lo que sucedió entonces, animados por el propósito de arrimar el ascua a la sardina de lo que intentan justificar.

Las versiones sobre la historia de la Corona de Aragón son un caso ilustrativo de lo que acabo de señalar. Los cronistas, tantos y de tantas procedencias, nos han dejado una ingente documentación, de manera que si este asunto se abordara sin apasionamientos partidistas, se llegaría a la conclusión de que se trató de una experiencia política prodigiosa, de una alianza entre pueblos diversos con intereses comunes, de un ejemplo de concordia y pragmatismo político digno de encomio.

Pero desgraciadamente no es así. Cuando leo esta parte de la historia de España, suelo quedarme asombrado al comprobar el sectarismo que en ocasiones guía a los tratadistas. Unos defienden a capa y espada el genuino carácter aragonés de la Corona y niegan, minimizan o ningunean la decisiva importancia de la aportación catalana a la empresa común; y otros convierten la historia de la Corona en la privativa de Cataluña, como si sólo ellos hubieran estado ahí y fuera suya y sólo suya.

En realidad la historia de la Corona de Aragón es una de las más interesantes de la Europa medieval, un largo periodo que empezó con el matrimonio de la reina aragonesa Petronila y el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV -boda que unió sus patrimonios territoriales en una sola entidad política-, y terminó con Fernando II el Católico. Una larga etapa que abarca desde el siglo XII hasta el XV, durante la cual se integraron en el conjunto Valencia y Mallorca, además de Sicilia y Nápoles, Atenas y Neopatria.

Quiero terminar esta lamentación sobre la falta de rigurosidad histórica, mencionando la decepción que siento cada vez que me hago con algún tratado sobre la Corona de Aragón, porque, como he referido unas líneas antes, o se trata de una defensa a ultranza de la propiedad aragonesa del conjunto, sin dejar o dejando poco hueco a Cataluña y a los restantes componentes, o por el contrario de alguna reinterpretación de la historia de la Corona en clave catalana.

No me amilano por ello, porque para eso está mi propia valoración, que intenta sobrevolar por encima de tanto prejuicio y carencia de rigor. Pero como no soy historiador, me limito a interiorizar mis deducciones y, si acaso, a protestar de vez en vez por tanto sinsentido, como hago hoy aquí.

11 de enero de 2015

Zaragoza (III) El Tubo

El Tubo
En el lado este de la plaza de El Pilar, extremo opuesto al del Torreón de La Zuda, se alza la catedral de La Seo, majestuosa iglesia en la que, a través de la superposición de estilos, se puede observar el paso de las distintas culturas que han ido dejando huella en Zaragoza, desde la impronta musulmana del antiguo minarete que sustenta la actual torre, pasando por el románico bajo el que fue construida en el siglo XII, para acabar con el chapitel barroco que se ultimó a principios del XVIII.

Como cuando llegamos a ella estaba cerrada, la visita que nos proponíamos tendría que espera hasta el día siguiente. Regresamos entonces a la calle Alfonso, donde un torrente humano ocupaba la totalidad de la calzada y apenas nos permitía avanzar. Téngase en cuenta que era un viernes de Navidad y el tiempo, aunque extremadamente frío, bueno. Soplaba el cierzo, es verdad, pero eso es algo que no amilana a los zaragozanos.

Con las solapas de los abrigos subidas y las bufandas anudadas alrededor de nuestras gargantas, nos apartamos de la calle principal del barrio y nos sumergimos en otras confluyentes, tan concurridas como la de Alfonso. Estábamos en la zona de El Tubo y las innumerables tascas y mesones habían colmado a esas horas la capacidad de su aforo. La gente que allí había, en el interior de los establecimientos u ocupando la calle, bebía y charlaba tranquilamente, sin prisas, unos haciendo tiempo hasta que llegara la hora de regresar a sus casas y otros a la espera de que quedara una mesa libre donde sentarse a cenar. Por un momento creímos que sería imposible encontrar un hueco libre, pero nos resistimos a abandonar la zona y continuamos buscando sin perder las esperanzas.

Por fin, ocupando un solar, vimos una terraza al aire libre, tan sólo cubierta por unas lonas y calentada por “setas de butano”, ese bendito invento que ha alargado la vida útil de los exteriores tasquiles a lo largo del invierno. Asomamos la nariz con pocas esperanzas, pero afortunadamente descubrimos una mesa libre, hacia la que me lancé sin demasiadas consideraciones respecto a los que merodeaban con las mismas intenciones. Un camarero que me vio luchar contra los elementos, adivinó mis intenciones y me hizo un gesto, que venía a decir algo así como, tranquilo, aquí estoy yo para defender la plaza.

Cenamos bien, lo que quiere decir demasiado. Hace tiempo que sostengo que eso de “sólo tomar unas tapas” equivale a ponerse hasta las cejas, aunque la intención sea buena. Pero estábamos en El Tubo y un día es un día, otro memorable tópico. ¡Ah! Que no se me olvide. Bebimos unas cervezas Ámbar, descubrimiento maño tan memorable como el de la circulación pulmonar del  también aragonés Miguel Servet.

Como la distancia a nuestro hotel no justificaba utilizar un medio de transporte público, regresamos andando, paseo de aproximadamente media hora de duración que le vino muy bien a nuestros castigados organismos. Y mientras deambulábamos a través de las calles del ensanche decimonónico, curioseando en los rincones de su regular trazado, fuimos decidiendo qué haríamos el día siguiente.

Pero mañana será otro día y ya hablaremos de eso.

Sectas en minúscula

Conozco personas que confesándose creyentes y practicantes matizan a continuación el exacto sentido que dan a la declaración anterior. Unos dicen estar en contra de la jerarquía eclesiástica, por entender que la iglesia oficial se ha desviado de la doctrina, y otros advierten de que donde en realidad sus creencias religiosas encuentran acomodo es en determinadas parroquias, congregaciones o círculos religioso, bien porque el líder del grupo represente unos determinados valores espirituales o porque el conjunto de parroquianos o feligreses que acuden a ellos respondan a un perfil acorde con sus propias creencias.

Partiendo de la base de que me considero un agnóstico inmerso en una sociedad en la que abundan los creyentes, siento una gran curiosidad por entender esas posiciones, que desde mi punto de vista se parecen mucho a lo que llamamos sectas. Porque no me estoy refiriendo a pequeños matices que siempre diferenciarán a unos creyentes de otros, aunque no sea más que porque no todo el mundo ve las cosas bajo el mismo prisma. Aludo a individuos que sólo encuentran abrigo espiritual en determinados lugares religiosos, bajo la dirección moral de ciertos consejeros espirituales o en el seno de comunidades muy concretas, por lo general alejadas, si no encontradas, con la doctrina oficial de la fe que dicen profesar.

Es curioso observar cómo esas personas justifican sus diferencias con respecto a la ortodoxia de la iglesia en la que se consideran inscritos. Alguien me dijo en una ocasión que cada uno vive la fe como quiere. No le faltaba razón: el ser humano es libre hasta para eso. Lo que me sorprende es que se viva de forma distinta a la que marcan las iglesias (estoy hablando de algo que no sólo afecta a la Iglesia Católica) y sin embargo se mantenga la adscripción nominal a ellas. Parece como si no se atrevieran a reconocer que en realidad han abandonado la disciplina inicial, en la que aprendieron su credo, para emprender otro derrotero religioso.

Existen también creyentes que mantienen con su ideología religiosa unos lazos puramente teóricos, porque luego sus normas de conducta nada tienen que ver con los mandatos de la iglesia a la que dicen pertenecer.  He utilizado la expresión sus normas de conducta para referirme, no a comportamientos ocasionales –eso que llaman pecados- sino al hecho de que han adaptado la doctrina oficial a sus conveniencias personales, sin abandonar la formalidad de la pertenencia a determinada fe, otra forma a mi entender de sectarismo.

Supongo que quienes así se comportan se sienten muy confortables en esa dualidad, en  esa esquizofrenia religiosa que yo no puedo entender, quizá, no lo voy a negar, porque no sea creyente y base las normas de conducta en la razón y no en entelequias metafísicas .

8 de enero de 2015

Estados y naciones

-¿Por qué los responsables de controlar la situación han dejado que las cosas lleguen al extremo que han llegado en las relaciones entre Cataluña y el resto de España? –preguntó alguien en una tertulia en la que yo estaba presente.

-Porque existen intereses partidistas en los dos lados del debate que favorecen que las cosas vayan por los derroteros que están yendo –contestó uno de los tertulianos.

-De acuerdo, eso puedo entenderlo –continuó el primero-. A río revuelto ganancia de pescadores, para unos, y ya estoy yo aquí para arreglar la felonía de los separatistas, para otros. ¿Pero cómo es posible que tanta gente en uno y otro lado de la controversia acepten lo que les cuentan sus líderes?

-Por desconocimiento de la realidad de nuestro país –dijo el que parecía tener respuesta para todo.

-Esto último no lo entiendo -prosiguió el tertuliano inquieto-. ¿Desconocimiento de qué? ¿A qué realidad te refieres? Yo creo que la mayoría de los españoles saben muy bien de qué estamos hablando cuando se plantea la separación de una de las partes de su país.

-Es posible que llegados al extremo de hablar de independencia nadie tenga la menor duda de qué estamos hablando -aclaró el interlocutor-. Ese es un concepto tan concreto que admite pocas interpretaciones. Lo que sucede es que hasta llegar ahí se han tenido que cruzar muchos Rubicones. Y en esos pasos previos el desconocimiento de causa ha dominado la escena y ha permitido que se formen opiniones tan encontradas.

-Explícate, por favor –insistió el primero, con cierto tono de escepticismo-. Sigo sin entender.

-Verás –no tardó en contestar el otro-. Muchos españoles, catalanes o no, o niegan la identidad de Cataluña o no la entienden. ¿Por qué? Por desconocimiento.

-¿De la historia? –siguió preguntando el curioso, con los sentidos abiertos y ávidos de información.

-En parte, sí –prosiguió el segundo-. Pero también por desconocimiento del sentir nacionalista o, si lo prefieres, del sentido que tienen los catalanes de su propia identidad. Parece como si a algunos les pusiera los pelos de punta oír hablar de esto, quizá porque confundan nación con estado independiente.

-Parece lo mismo -contestó  el escéptico autor de las preguntas.

-Si así fuera, la independencia estaría servida –atajó quien contestaba- porque nadie podría negar a un estado su independencia. Ese es uno de los grandes errores que se están cometiendo, confundir estado con nación. Varias naciones pueden convivir dentro de un mismo estado, si existe voluntad para ello y sobre todo si llevan conviviendo siglos.

-Vale, entiendo –volvió a preguntar el tertuliano inquieto-. Pero entonces España no es una nación, sino un estado donde caben varias naciones.

-Vamos a ver –se revolvió el otro ante la pregunta-. Si una nación se define como el conjunto de personas que comparten un idioma, unas costumbres, un pasado histórico y unos intereses, España es una nación, ¡cómo puede alguien dudarlo! Pero eso no impide que Cataluña también lo sea. Piénsalo bien, no hay contradicción. Es más, acabas de llegar al meollo del asunto, porque hay naciones, como la nuestra, que se han formado a partir de otras ya existentes.

-Ya…, y las anteriores no han desaparecido, siguen dentro de la nueva –murmuró pensativo el que había suscitado la conversación-. Empiezo a entender algo y a vislumbrar qué querías decir cuando hablabas de desconocimiento de la realidad.

-Medita sobre lo que acabamos de hablar y, si quieres, otro día reanudamos el debate –sentenció el defensor de la hipótesis de la nación de naciones-. A mí se me han quedado muchas cosas en el tintero, porque éste no es un asunto fácil. Requiere una gran dosis de rigor intelectual.

Cuando se levantó la sesión, miré las caras de los que habían participado como oyentes en el anterior intercambio de preguntas y respuestas y me fui de allí con la sensación de que, aunque no todos estuvieran de acuerdo  con lo que se había expuesto, al menos parecía que fueran a echarle una pensada.

5 de enero de 2015

Zaragoza (II) La casa de mis abuelos


Calle Alfonso
La calle Alfonso I, que nace frente a la basílica de El Pilar y muere en el Coso, atraviesa el casco antiguo de Zaragoza, un rectángulo envuelto por el trazado de las antiguas murallas romanas de Cesaraugusta. Este barrio forma parte de mis primeros recuerdos, porque en él residían mis abuelos maternos cuando de niño, en contadas ocasiones, pasé algunos días con ellos. Vivía yo entonces con mis padres en Tetuán, capital a la sazón del protectorado español de Marruecos, una ciudad pequeña, y más todavía para mí que apenas me movía fuera del llamado barrio europeo. Por eso Zaragoza me parecía inmensa, semejante a las urbes que entonces sólo veía en el cine, ¡con semáforos y tranvías!

La casa de mis abuelos estaba situada en la calle de El Temple, esquina a la plaza de San Cayetano. Era enorme, con seis balcones y un mirador a la calle y otros varios interiores. En ella no sólo residían los padres de mi madre,  también albergaba el despacho profesional de mi abuelo,  abogado que ejercía de procurador de los tribunales. Pero el vetusto edificio no ha resistido el paso del tiempo, de manera que ahora en su solar se alza uno nuevo, de fachada impersonal, sin balcones ni miradores. Cosas del progreso.

Como cada vez que voy a Zaragoza, lo primero que hice en esta ocasión fue pasear por los alrededores de la casa de mis abuelos, guiado por una nostalgia indeleble, intentando recuperar desesperadamente imágenes perdidas en mi memoria para siempre. Por eso, durante un buen rato me dediqué a merodear con Ana Mary por los rincones aledaños, cuyo aspecto nada tienen que ver con mis recuerdos, si acaso sólo la estrechura de las calles.

Pero una vez que regresé a la realidad de dónde y en qué momento me encontraba, cruzamos al otro lado de la calle Alfonso (los zaragozanos a este rey lo tratamos con suma confianza) y nos sumergimos entre los callejones de El Tubo, en uno de cuyos bares tomamos un vino y unas tapas, merecido descanso en mitad de aquel peregrinar entre recuerdos del pasado. Ya hablaré en otro momento de esta encrucijada del casco antiguo y de sus lúdicas prestaciones.

Cuando ya había anochecido, descendimos en dirección al río y nos encontramos con la gran plaza de El Pilar, larga hasta casi perderse de vista en la lejanía. Cuando yo era un niño, este espacio era mucho más corto, porque la zona más occidental estaba invadida por un caserío antiguo y deprimente que con los años ha desaparecido. En este extremo ahora se puede observar desde lejos el Torreón de La Zuda, restos de un viejo alcazar musulmán, y San Juan de los Panetes, una bonita iglesia que antes permanecía oculta entre las viejas casas ya derruidas.

Pero también en esa zona se asienta desde hace unos años la fuente de la Hispanidad, mazacote de dimensiones mastodónticas, que resta prestancia a la zona precisamente porque obstruye la inigualable visión del conjunto. Y no es ese el único bodrio que a mi entender desmerece en la plaza de El Pilar, porque proliferan unas estructuras enormes, prismas huecos que pretenden proteger a las terrazas al aire libre de bares y restaurantes, pero  tan altas y desangeladas que ni resultan útiles ni mucho menos atractivas. A mí se me antojan andamios a retirar después de concluida la obra para la que fueron instalados. ¿Por qué algunos urbanistas ponen tanto empeño en privarnos de la perspectiva que otorgan los espacios abiertos?

Y en el otro extremo de la plaza, La Seo, una de las dos catedrales de Zaragoza, junto a la de El Pilar. Pero de esto y de muchas cosas más hablaré en otras ocasiones.

1 de enero de 2015

Podemos

Alguien muy querido por mí me ha sugerido que escriba algo sobre Podemos. La verdad es que me pone en un compromiso, porque no tengo aún formada una opinión que pueda considerarse rigurosa, sólo impresiones superficiales que espero que el tiempo convierta en criterio. Pero, no obstante, voy a intentar dar una apreciación, porque siempre me ha gustado aceptar retos de pensamiento.

Empezaré diciendo que la rueda se inventó hace mucho tiempo. Desde entonces lo que cabe es mejorar su calidad con nuevos materiales. Los elementos que componen la rueda de Podemos son muy parecidos a los que componen la de Izquierda Unida y en algunos aspectos, pocos, también a los que forman la del PSOE.

Si a eso le unimos que la imparable globalidad, con sus virtudes y defectos, resta capacidad de decisión a las políticas nacionales, se llegará a la conclusión de que las utopías redentoras (a mí no me gusta hablar de populismo porque lo considero un insulto) poco pueden aportar al escenario político, quizá sólo despistar a los bienintencionados y distraer el voto progresista.

Yo me considero socialdemócrata. Esta palabra, tan manida, hay que explicarla si no se quiere inducir a error. Soy partidario de la economía de mercado, porque estoy convencido de que sus leyes permiten avanzar mejor en la obtención de riqueza, sea dicha esta palabra en el amplio sentido de su significado, incluyendo en ella a las prestaciones sociales. También creo en la igualdad de oportunidades como principio irrenunciable de una sociedad avanzada, y esas leyes, las del mercado, no siempre juegan a favor del principio anterior, por lo que considero imprescindible regular su funcionamiento para evitar que el sistema capitalista provoque mayores desigualdades, como ahora sucede.

Compaginar esos dos principios se puede hacer de muchas maneras y en proporciones muy distintas, lo sé. Pero ahí está el quid de cualquier posicionamiento político, que en este caso puede ir desde la negación de la iniciativa privada, que sostienen algunos sectores de la extrema izquierda, hasta el liberalismo virulento de cierta derecha liberal, que privatizaría hasta la Defensa (en algunos países ya lo hace), pasando por tantas posiciones intermedias.

Yo abogo por un sistema de libre competencia, vigilado y regulado por los poderes públicos para evitar desajustes que perjudiquen a los más desfavorecidos. Esa es la socialdemocracia a la que me refiero, y en estos momentos creo que es en el PSOE donde mejor encajan mis ideas, una opción de centro en el actual panorama de las que se pueden elegir en España.

Pero, ¿dónde está Podemos en todo esto?, se preguntará el inductor de estas líneas. La verdad es que no lo sé y, lo que es peor, creo que ellos tampoco. Si se trata de aportar nuevas soluciones, ya he dicho que la rueda está inventada. Y si lo que se pretende es acabar con la corrupción, en mi opinión hay otras maneras. Lo que hay que hacer es limpiar las ruedas, es decir endurecer las leyes que persiguen a los corruptos, dotar a la justicia de medios suficientes para aplicarlas y dejar a un lado soluciones mágicas, que a mí no me convencen. Fabricar otras nuevas que rueden bajo idénticas normas legales y con los mismos recursos jurídicos no es la solución al problema, porque también esas ruedas se ensuciarán y estaremos en las mismas.

Bueno: lo he intentado. Cuando sepa más sobre Podemos volveré a opinar.

Ana Montojo (II)

He terminado de leer el libro de Ana Montojo, Memoria secreta de una niña bien, y estoy en condiciones de reanudar los comentarios sobre la opinión que me merece. Lo prometido es deuda.

Cuando Chelo, la protagonista de la novela, le cuenta a Lola, uno de los personajes, que piensa escribir un libro gordo sobre su ajetreada vida, ésta le contesta:

-¡Será un best-seller! Entonces te harás rica y podrás vivir en La Moraleja.

De estas dos aseveraciones, no estoy demasiado seguro de la segunda, porque el mundo editorial es muy cruel y compensa mal el esfuerzo de escribir. Pero estoy convencido de que en el caso de la novela de Ana Montojo la primera se cumplirá.

Creo que estamos ante una gran escritora, que domina la técnica de la narración y tiene la habilidad de mantener permanentemente abierto el interés del lector, a lo largo de un argumento, largo y complicado, en el que sin embargo no hay desperdicio. Uno llega a meterse en la piel de la protagonista y a entender paso a paso las mutaciones que va sufriendo su visión del mundo, desde la acomodada vida de una burguesa educada entre convencionalismos, a la inquieta actividad pro derechos humanos que termina ejerciendo. Y asiste al mismo tiempo al permanente dilema que le plantea su propia existencia y que la obliga a elegir, día a día, entre las estrictas normas sociales que constriñen la personalidad del ser humano y la libertad de vivir de acuerdo con lo que le dicta la conciencia.

No sé lo que Ana Montojo se había propuesto cuando empezó a escribir el libro y no me sorprendería que ella tampoco lo supiera. Pero sí sé lo que ha conseguido. Creo que estamos ante un ensayo novelado del desarrollo de la personalidad del hombre, cuando, convencido de que el mundo no es como se lo habían explicado, intenta por todos los medios encontrar su verdad en medio de la tormenta de la vida y dejar a un lado la que le han dictado los demás. Tengo la sensación de que la autora, puede que sin intención, ha ido descubriendo a lo largo de su propia escritura una tesis que no contemplaba al inicio, porque es cierto que a los escritores les mueve una fuerza extraña, que no existe antes de empezar a poner palabra tras palabra y que va emergiendo poco a poco de la nada.

En cualquier caso, Memoria secreta de una niña bien es un libro magnífico. Le pido a Ana Montojo que, ya que ha iniciado el sendero de la narrativa, no lo abandone. El mundo, ella lo sabe muy bien, es una novela. Aunque no todos sepan leerla ni mucho menos explicársela a los demás.