La Aljafería
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Nos despertamos cuando la primera claridad del día penetraba ya a través de las cortinas del amplio ventanal y empezaba a inundar hasta el último rincón de nuestra habitación. Era sábado y para ese día habíamos dispuesto un plan bastante apretado.
Nada más desayunar, sobre las nueve y media, salimos del hotel. Hacía un frío de esos que calan hasta los huesos y soplaba un cierzo que nos obligaba a caminar con la cabeza gacha, escondida entre las solapas de los chaquetones. Tomamos un taxi que parecía estar aguardándonos y le pedimos al taxista que nos llevara a la Aljafería, nuestra primera visita de aquel día. He confesado en algún lugar de este relato que tenía algunas deudas pendiente con Zaragoza y una de las más significativas era no haber visitado nunca este extraordinario palacio musulmán, hoy sede de las Cortes de Aragón o parlamento autonómico.
La visita guiada duró aproximadamente dos horas, un largo recorrido a través de innumerables estancias que corresponden a diferentes épocas y estilos artísticos, porque este palacio, construido en la segunda mitad del siglo XI por al-Muqtadir (el poderoso), rey de la taifa de Saragusa, fue primero alcázar musulmán, después palacio medieval cristiano y más tarde residencia de los Reyes Católicos.
No voy a entrar en descripciones artísticas de ningún tipo, en primer lugar porque no cabrían en la brevedad de este relato y en segundo porque existe abundante documentación a disposición de cualquier interesado. Pero sí quiero anotar que me sorprendió la extraordinaria belleza de sus arquerías, las generosas proporciones de sus salones y las esmeradas filigranas de su ornamentación, elementos que convierten al conjunto en una joya de la presencia musulmana en España.
En un momento determinado hicimos un alto en el camino para recorrer una exposición de fotografías del artista Manuel Micheto, que bajo el título de “La piel de Aragón” se exhibía en una de las salas. Este artista utiliza una técnica cuyo nombre no pude retener en la memoria y que consiste en la superposición de varias tomas de un mismo lugar, procedimiento que logra desvirtuar la imagen y darle un aspecto plástico espectacular y llamativo. Me encantó reconocer, entre los veintitantos parajes aragoneses que se exhibían, los Órganos de Montoro, un extraordinario rincón situado en el corazón de mi querido Maestrazgo, o el Parrizal, nacimiento del río Matarraña, lugares que he recorrido en varias ocasiones a lo largo de mi vida.
Cuando salimos de allí la mañana estaba muy avanzada. La Aljafería se sitúa a cierta distancia del centro de Zaragoza, por lo que desechamos nuestra idea inicial de acercarnos andando al casco antiguo y decidimos tomar un autobús que nos situara relativamente cerca, de manera que, tras una larga espera, subimos a uno, abarrotado hasta lo imposible, que nos dejaría en el Coso. Aunque el trayecto no duró más allá de unos veinte minutos, fue tiempo suficiente para ser testigos de las desconsideraciones de un conductor salvaje, que tomaba las curvas como si estuviera realizando un rally o cerraba las puertas cuando los pasajeros todavía no habían descendido. Un cafre que si no fuera porque estaba de vacaciones y no quería que nada me amargara la estancia, hubiera denunciado.
Nos habían dado la dirección de un local que se había inaugurado hacía poco en Zaragoza, “El café Nolasco”, que regenta un familiar nuestro, Yago Plana, y callejeando por la zona antigua y preguntando aquí y allá logramos dar con él. Era aproximadamente la una y media, hora para saborear una cervecita según marcan nuestras acrisoladas costumbres. Como Yago no estaba en ese momento, nos acomodamos en la barra y durante un rato nos dedicamos a cotillear.
El Café Nolasco es en realidad un atractivo bar de copas, de aspecto loft, decoración de diseño moderno, tuberías al aire libre y cableado eléctrico superpuesto, un estilo que me encanta porque suele transportarme al TriBeCa neoyorquino. A la hora que llegamos, unos cuantos chicos y chicas ocupaban varias mesas, gente joven, de aspecto alegre y desenfadado.
De repente vimos entrar a Yago, que naturalmente se sorprendió por nuestra presencia, que ni por asomo imaginaba. Se le veía feliz con el proyecto, a pesar de la lógica preocupación que cualquier iniciativa de esta índole causa en los promotores, pero confiado en que sus desvelos, que nos confesó han sido muchos y muy variados, tengan el éxito que en mi opinión se merecen. Nos despedimos de nuestro primo con la promesa de que volveríamos esa noche a tomar una copa, intención que no pudimos cumplir, porque el tiempo del turista es inexorable y poco flexible.
Y salimos de allí a buscar un lugar donde comer. Pero eso ya lo contaré en otro momento.
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