20 de enero de 2015

Zaragoza (V) Gambrinus

El Pilar
El reloj marcaba ya las dos de la tarde y, aunque el aperitivo que acabábamos de tomar en el Café Nolasco había templado algo nuestro apetito, llegaba el momento de localizar un lugar donde comer. La animación del barrio era tal que costaba trabajo avanzar entre la multitud, gente que parecía no ir a ningún sitio, simplemente pasear. Asomamos nuestras cabezas en varios mesones, pero estaban tan concurridos que no acabábamos de decidirnos. Hasta que, cuando ya habíamos oído sonar las campanadas de las dos y media en algún carillón cercano, entramos en un pequeño restaurante de la calle San Lorenzo, en pleno corazón del casco antiguo, que nos convenció por su aspecto algo más tranquilo.

Después de comer regresamos andando al hotel, esta vez por un itinerario distinto al de otras veces, a través de la plaza de San Miguel, que aunque más solitario acortaba distancias. Seguía haciendo un frío que helaba los sentidos, aunque el viento había cedido un poco su furia matutina. Es muy posible que la temperatura no fuera inferior a la de Madrid por esas fechas, pero la sensación térmica aumentaba el impacto del frío.

Ya en la habitación, mientras Ana Mary se entretenía un rato contemplando en la televisión alguno de sus programas favoritos, yo me eché un rato, una de esas cabezadas que me gusta saborear hasta en las peores circunstancias. Un amigo mío, chiclanero por más señas, me dijo no hace mucho que un viaje en el que no puedas dormir la siesta no merece la pena. Ni que decir tiene que el autor de la frase es una de las personas más sabias que conozco.

A las seis y media, reparadas las fuerzas convenientemente, tomamos un taxi, de manera que en poco más de diez minutos nos plantamos una vez más en el Coso. Cuando bajamos del coche, nos dimos de bruces con una manifestación reivindicativa de algo que no llegamos a averiguar, ya que los gritos de los manifestantes no se apartaban de consignas tan genéricas como “libertad, libertad, libertad”.

En el momento en que manifestantes y antidisturbios se perdieron entre las calles del centro histórico, nos acercamos a la plaza de San Felipe, a la que da nombre la iglesia barroca donde me bautizaron, hace ya muchos años. Junto a ella se alza el palacio de Argillo, convertido hoy en el museo Pablo Gargallo tras una extraordinaria remodelación, que ha sabido mantener el sabor histórico de la noble mansión, al mismo tiempo que la ha dotado de confort y comodidad. La exposición de la obra de este genial escultor y pintor aragonés es muy amplia y ocupa la totalidad de las numerosas salas que se distribuyen en las seis plantas del edificio rehabilitado. Extraordinario continente e interesante contenido.

No he dicho hasta ahora, y no quiero que se me olvide porque sería una ingratitud, que en todas las visitas culturales que realizamos durante esos días gozamos del privilegio de no pagar ni un euro, gracias a pertenecer a ese estatus que eufemísticamente se denomina tercera edad. Un detalle del municipio zaragozano digno de mención y que agradezco.

A la salida, después de contemplar en el suelo de la plaza la circunferencia que señala el lugar donde hasta finales del XIX se erigía La Torre Nueva, icono de la ciudad durante muchos años y que a pesar de las protestas populares se derruyó por peligro de colapso incontrolado, volvimos a callejear por el casco histórico. Pasamos frente al Mercado Central, a esas horas cerrado, y recorrimos los restos de las murallas romanas que desde allí se dirigen hacia la orilla del Ebro. Cruzamos una vez más la plaza del Pilar, atravesamos la calle Alfonso, salimos al Coso e iniciamos el regreso al hotel por el Paseo de la Independencia, despacio, parándonos frente a cualquier edificio que llamara nuestra atención o ante los escaparates de los numerosos comercios de la zona.

Habíamos decidido que esa noche cenaríamos en Gambrinus, un restaurante que conocíamos de cuando, hace ya unos cuantos años, comimos allí un numeroso grupo de amigos y familiares que habíamos acudido a un acto en la Academia General Militar, concretamente a la entrega de los despachos a dos nuevos tenientes, ella del Cuerpo Jurídico y él del de Sanidad, que luego, una vez terminadas sus carreras, se casaron. Uno nunca sabe en qué extraños lugares puede nacer el amor.

La verdad es que temíamos que el lugar, después de tantos años, hubiera perdido la categoría gastronómica que recordábamos. Pero no fue así. He confesado en más de una ocasión que mi memoria es muy selectiva para esto de las comidas y que suelo olvidar con frecuencia los menús. Sin embargo recuerdo perfectamente qué cenamos ese día: un jamón extraordinario de Guijuelo, unas alcachofas de Murcia y un atún de almadraba gaditana, a la plancha. Para chuparse los dedos. Absolutamente recomendables la calidad y el servicio de ese sitio.

Y nos retiramos a descansar, no sin antes haber decidido el programa del día siguiente.

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