11 de enero de 2015

Zaragoza (III) El Tubo

El Tubo
En el lado este de la plaza de El Pilar, extremo opuesto al del Torreón de La Zuda, se alza la catedral de La Seo, majestuosa iglesia en la que, a través de la superposición de estilos, se puede observar el paso de las distintas culturas que han ido dejando huella en Zaragoza, desde la impronta musulmana del antiguo minarete que sustenta la actual torre, pasando por el románico bajo el que fue construida en el siglo XII, para acabar con el chapitel barroco que se ultimó a principios del XVIII.

Como cuando llegamos a ella estaba cerrada, la visita que nos proponíamos tendría que espera hasta el día siguiente. Regresamos entonces a la calle Alfonso, donde un torrente humano ocupaba la totalidad de la calzada y apenas nos permitía avanzar. Téngase en cuenta que era un viernes de Navidad y el tiempo, aunque extremadamente frío, bueno. Soplaba el cierzo, es verdad, pero eso es algo que no amilana a los zaragozanos.

Con las solapas de los abrigos subidas y las bufandas anudadas alrededor de nuestras gargantas, nos apartamos de la calle principal del barrio y nos sumergimos en otras confluyentes, tan concurridas como la de Alfonso. Estábamos en la zona de El Tubo y las innumerables tascas y mesones habían colmado a esas horas la capacidad de su aforo. La gente que allí había, en el interior de los establecimientos u ocupando la calle, bebía y charlaba tranquilamente, sin prisas, unos haciendo tiempo hasta que llegara la hora de regresar a sus casas y otros a la espera de que quedara una mesa libre donde sentarse a cenar. Por un momento creímos que sería imposible encontrar un hueco libre, pero nos resistimos a abandonar la zona y continuamos buscando sin perder las esperanzas.

Por fin, ocupando un solar, vimos una terraza al aire libre, tan sólo cubierta por unas lonas y calentada por “setas de butano”, ese bendito invento que ha alargado la vida útil de los exteriores tasquiles a lo largo del invierno. Asomamos la nariz con pocas esperanzas, pero afortunadamente descubrimos una mesa libre, hacia la que me lancé sin demasiadas consideraciones respecto a los que merodeaban con las mismas intenciones. Un camarero que me vio luchar contra los elementos, adivinó mis intenciones y me hizo un gesto, que venía a decir algo así como, tranquilo, aquí estoy yo para defender la plaza.

Cenamos bien, lo que quiere decir demasiado. Hace tiempo que sostengo que eso de “sólo tomar unas tapas” equivale a ponerse hasta las cejas, aunque la intención sea buena. Pero estábamos en El Tubo y un día es un día, otro memorable tópico. ¡Ah! Que no se me olvide. Bebimos unas cervezas Ámbar, descubrimiento maño tan memorable como el de la circulación pulmonar del  también aragonés Miguel Servet.

Como la distancia a nuestro hotel no justificaba utilizar un medio de transporte público, regresamos andando, paseo de aproximadamente media hora de duración que le vino muy bien a nuestros castigados organismos. Y mientras deambulábamos a través de las calles del ensanche decimonónico, curioseando en los rincones de su regular trazado, fuimos decidiendo qué haríamos el día siguiente.

Pero mañana será otro día y ya hablaremos de eso.

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