30 de abril de 2023

Viejas amistades, pero nada peligrosas

Ya he contado aquí en alguna ocasión que hace unos años un antiguo compañero de colegio y yo, en un encuentro después de más de medio siglo sin vernos, nos propusimos localizar y reunir a todos los que pudiéramos de nuestra promoción del Colegio Calasancio de Madrid. Sabíamos de antemano que no iba a ser fácil, entre otras cosas por la dispersión geográfica, por la edad que pesa ya sobre nuestras espaldas y porque ni siquiera conservábamos una lista que contuviera nuestros nombres. La única herramienta a nuestro alcance era la memoria, hasta donde ésta pudiera llegar.

En septiembre de 2019 celebramos una primera comida, a la que acudimos seis de nosotros. Fue, como es fácil de imaginar, un encuentro muy agradable y por supuesto emotivo. Ese día se reforzó entre nosotros la intención de que, a partir de ese grupo, fuéramos creciendo. Ni siquiera la pandemia, que paralizó al mundo entero, fue capaz de frenar nuestras intenciones. Dejamos pasar el año 2020, y a finales del 2021 nos reunimos catorce compañeros, algunos, por cierto, con residencia fuera de Madrid. Aquello empezaba a funcionar.

Pues bien, hace unos días celebramos un nuevo encuentro, ya el sexto, esta vez con dieciocho asistentes. Cuatro, que ya habían acudido a alguna de las anteriores, excusaron su asistencia por distintas razones, dato que doy para demostrar que de aquella quimérica intención de dos ilusos hemos llegado ya a una bonita cifra. Pero, como dicen los contables, suma y sigue.

La verdad es que estas reuniones son verdaderamente satisfactorias, aunque no sea más que porque durante unas horas un grupo de personas, cuyas vidas se han desarrollado por senderos muy distintos, comparten recuerdos, anécdotas y chascarrillos, en una especie de intento de recuperar el pasado, aunque sólo sea con la imaginación. Pero, además, porque al cabo de los años descubrimos que recordamos el colegio con verdadero afecto, con simpatía y hasta con admiración. Puede que se trate de una evocación distorsionada por el paso del tiempo, pero aun así entrañable.

No hace falta que diga que los que allí nos reunimos rondamos los ochenta, una edad que nos ha cambiado a todos, que nos ha llevado por caminos de pensamiento muy distintos. Eso se nota en las conversaciones, porque algunos, llevado por el cándido convencimiento de que todos pensamos igual, intentan sondear las ideas de los demás. Yo en este asunto me encapsulo, cierro las compuertas y tiro balones fuera. No quiero bajo ningún pretexto que las diferencias ideológicas rompan el encanto del momento.

Un auténtico privilegio éste de reunirse con viejos condiscípulos, un verdadero deleite, porque, entre otras cosas, estas reuniones se convierten en un laboratorio de experiencias intelectuales, ya que, no puedo dejar de decirlo, formamos un colectivo con un buen bagaje cultural. Estoy seguro de que nuestro querido colegio Calasancio algo tendrá que ver con ello.

26 de abril de 2023

El cuento de la cocina

Una vez, no hace mucho, me contó un amigo la curiosa y al mismo tiempo esperpéntica historia de la evolución del machismo en su familia. Lo hizo en forma de un relato que llamaba el cuento de la cocina, navegando en las descripciones entre la caricatura y la realidad. Explicaba que uno de sus tatarabuelos no sabía que en su casa hubiera una dependencia que se llamaba cocina. Veía la comida ya servida sobre la mesa del comedor y nunca preguntó que de dónde salían aquellos humeantes platos. Posiblemente, aunque eso no me lo aseguró, creyera que su mujer los traía de fuera ya preparados.

Su bisabuelo, sin embargo, no ignoraba que en todos los hogares que se precien de tal hay una cocina. Lo que sucede es que no sabía dónde estaba ni se interesó nunca por localizarla, porque para esos menesteres de carácter doméstico estaba su mujer.

Su abuelo, sin embargo, no sólo conocía la existencia de la cocina y sabía dónde estaba, sino que además alguna vez entraba en ella, aunque simplemente para curiosear. Veía los pucheros colocados sobre los fuegos y preguntaba qué le habían preparado ese día para comer, porque volvía del trabajo muerto de hambre.

Su padre, dando un paso más, entraba todos los días antes de comer para felicitar a su mujer por su dedicación a los asuntos gastronómicos. Decía a quien le oyera que se había casado con una gran cocinera. El machismo seguía retrocediendo en aquella familia y las mujeres  empezaban a conseguir la consideración que se merecían.

Mi amigo, que como se puede ver en los párrafos anteriores estaba muy preocupado por los derechos de la mujer, sabía dónde se encontraba la cocina, entraba en ella con frecuencia, felicitaba a su mujer, presumía de sus dotes como cocinera y en ocasiones se quedaba un rato junto a la vitrocerámica para charlar con ella. Incluso en alguna contada ocasión ayudaba algo en aquellos trajines de los que poco entendía.

El hijo de mi amigo avanzó aún más, porque había llegado a un pacto tácito con su mujer para, en la medida de lo posible, repartirse equitativamente los trabajos domésticos, no sólo los de la preparación de las comidas diarias, sino también el fregado de platos, la colada, el tendido de la ropa y tantas otras cosas.

De sus nietos no llegamos a hablar, quizá porque todavía no se hubieran emancipado.

Mi amigo es, todo hay que decirlo, muy ocurrente y quizá algo exagerado. Pero cuando me acuerdo de aquella historia veo en ella perfectamente reflejada una triste realidad, la del lento avance para superar los abusos machistas, para conseguir la auténtica igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Es cierto que se avanza cada vez más deprisa, pero no lo es menos que sorteando infinidad de obstáculos de todo tipo, porque el machismo es muy duro de roer.

Como me considero un feminista convencido, que a pesar de todo ha heredado bastantes lastres machistas, de vez en cuando me repito a mí mismo el cuento de la cocina. Creo que se trata de una buena terapia, de un buen examen de conciencia que muchos deberíamos hacer.con frecuencia.

22 de abril de 2023

De Sanxenxo vengo, a Sanxenxo voy

Es éste un tema que ya he tratado aquí en más de una ocasión, el de monarquía o república, no como análisis general o como teoría política, sino intentando reflexionar sobre mi posición al respecto. Esta preocupación no tiene nada de particular si tenemos en cuenta que se trata de un asunto controvertido, sobre todo en un país donde no hay partidos monárquicos ni republicanos de ámbito nacional, sino simplemente simpatizantes o detractores de la monarquía, porque de una manera u otra todos hemos adoptado alguna posición mental al respecto.

La mía está clara. Yo tengo el alma republicana, una manera de expresar que me cuesta mucho asumir el principio de la sucesión dinástica. Dejar a una de las instituciones más representativas de la nación -la jefatura del Estado- en manos del azar genético me parece un anacronismo, algo fuera de lugar. Si además tenemos en cuenta que si estudiamos nuestra Historia sin apasionamiento y con objetividad comprobamos que las distintas dinastías, no sólo no han servido para unir a los españoles, sino en muchos casos para dividirlos y enfrentarlos, para mí la elección está clara.

Ahora bien, donde tengo mis dudas es en la conveniencia o inconveniencia de traer este tema a debate en estos momentos. Nuestro país está muy polarizado, no ahora sino desde siempre. La trayectoria histórica de España ha sido azarosa, con grandes confrontaciones entre las llamadas dos Españas, la de los conservadores y la de los progresistas, la de los absolutistas y la de los liberales, la de los de echar el freno y la de los de pisar el acelerador. Ahora, afortunadamente, esas diferencias están canalizadas a través de un sistema democrático que nos permite vivir en paz, a pesar de los gritos, de los aspavientos y de las exageraciones de los políticos.

Una república supone la elección de su presidente cada cierto tiempo, figura que requiere un alto grado de consenso entre todas las fuerzas parlamentarias, porque, aunque pertenezca a un partido, su responsabilidad está por encima de las opiniones de cada una de las partes. Si algunos no son capaces de renovar un tribunal de justicia cuando corresponde, que sucederá en el momento que tengamos que elegir nada más y nada menos que a la más alta jerarquía del país. Por tanto, pudiera ser que introducir un nuevo elemento de discordia no fuera demasiado útil.

Como resumen, a pesar de que me considero republicano y de que creo que las monarquías son reliquias institucionales del pasado que tarde o temprano desaparecerán, tengo grandes dudas sobre la conveniencia de introducir en estos momentos en el panorama político español un nuevo elemento de discrepancia. Puede ser que lo sensato sea verlas venir y mientras tanto exigir con rotundidad prudencia y honradez a los monarcas y no mirar para otro lado cuando no cumplan con sus obligaciones cívicas e institucionales. 

De manera que, si ha venido el emérito a Sanxenxo a pasearse por sus muelles del brazo de sus amigos, hagamos de tripas corazón, lo que no significa que le aplaudamos. La Casa Real sabrá lo que está haciendo con su futuro inmediato, porque está jugando con fuego. Estos viajes de ostentación millonaria no hacen otra cosa que echar más leña a la hoguera.

18 de abril de 2023

¿Son ideas o son pamplinas?

Me preguntó el otro día un amigo, de los pocos que conservo de la edad escolar, que por qué escribía. No entendía que a estas alturas de mi vida hiciera un esfuerzo de este tipo, que le dedicara tanto tiempo a teclear en un ordenador, para que después aquellas líneas  fueran a ser leídas sólo por unos cuantos lectores. Es cierto que no pretendía quitarle mérito a mi dedicación, pero le resultaba sorprendente que me mantuviera en el empeño de subir a este blog un artículo cada cuatro o cinco días.

Como la pregunta me cogió por sorpresa, improvisé una respuesta: porque me gusta dar salida a las ideas, ya que de otra manera se perderían entre las neuronas, se olvidarían y no servirían para otra cosa que para mantener la mente ocupada durante un breve periodo de tiempo. Posiblemente esta contestación no fuera tan improvisada como he dicho, sino que me saliera en forma de palabras una idea almacenada en mi subconsciente desde hace tiempo.

Porque es verdad que escribo para plasmar ideas. Es un ejercicio que me permite ordenarlas, estructurarlas, analizarlas y, sobre todo, no dejarlas en el olvido. Si además alguien lee lo que escribo, miel sobre hojuelas, porque no voy a caer yo en la hipocresía de decir que me importa un bledo que se lea o no se lea lo que se me ocurre. Por supuesto que me satisface y alegra, entre otras cosas porque me permite compartir lo que pasa por mi cabeza con otros, algo que me produce la impresión, no sé si errónea, de que para algo sirven.

En cualquier caso, lo que sí tengo claro es que se trata de un entretenimiento -algunos lo llaman hobby- del que me costaría mucho prescindir. Sé muy bien que llegará el momento de dejarlo, porque la lucidez tiene fecha de caducidad. Las ideas se secan, el cerebro se mete en círculos viciosos y, si no hay de qué escribir, apaga y vámonos. Pero, mientras tanto, sentarme durante un par de horas al día delante de la pantalla de mi portátil, consultar conceptos, teclear palabras, hilar frases, corregir, rectificar y cuidar el estilo me produce la sensación de que sigo en activo, inmerso en la dinámica del mundo. Ya sé que se trata de una falsa ilusión, pero la creo con tanta firmeza que para mí es como si fuera real.

Todos los días me pregunto cuando dejaré el empeño y también todos los días me contesto que todavía sigo pensando. Dicen que una de las manifestaciones de la sabiduría humana consiste en saber retirarse a tiempo, algo que muy pocos hacen en casi ninguna actividad. La persistencia más allá del límite razonable es patética y ridícula, lo sé. Por eso miro todos los días las estadísticas de entradas al blog -mi modesto índice de audiencia-, por si viera que de repente la cifra se desploma.

Ese día daré la cara y me despediré, aunque sea con tristeza.

14 de abril de 2023

Por ignorancia o por interés

Leí hace mucho tiempo un ensayo sobre el origen de las creencias religiosas, en el que el autor sostenía que todas ellas han nacido de la conjunción de dos fenómenos distintos, por un lado de la necesidad que siente el ser humano de buscar refugio en esquemas mentales sencillos que lo protejan del miedo a lo desconocido y, por otro, de la oportunidad que encuentran algunos al canalizar esos temores en organizaciones que favorezcan sus propios intereses. Los primeros, es decir los creyentes, resuelven de forma sencilla el problema que les plantea la incomprensión de todo aquello que supere su capacidad racional; mientras que los segundos, o sea los organizadores de las religiones -también llamados sacerdotes- sacan rédito, aunque sólo sea porque convierten su labor sacerdotal en modus vivendi.

No recuerdo ni el título de la obra ni el nombre del autor, porque no conservo el libro, algo muy raro en mí ya que soy un bibliófilo empedernido. Pero sí que las reflexiones se extendían en la pormenorizada explicación de lo que el ensayista consideraba incomprensión de los creyentes y oportunismo de los gestores de las organizaciones religiosas.

Llamaba ignorancia a la incapacidad de entender los fenómenos sobre los que todavía la ciencia no tiene explicación. No era una denominación peyorativa, sino descriptiva de la falta de conocimientos en determinadas áreas. Decía, por ejemplo, que se entendía que hombres cultos en el ámbito de las humanidades fueran creyentes, mientras que era muy difícil encontrar investigadores científicos de renombre que se mantuvieran fieles a alguna de las numerosas creencias que en el mundo existen. Ponía ejemplos, muchos, pero creo que no hace falta repetir aquí ninguno, porque todos tenemos varios en nuestras mentes. Como resumen, sostenía que los cercanos a la ciencia buscan explicaciones racionales, en vez de crear figuras espirituales para sustituir a la ignorancia o a la incomprensión.

En cuanto a las organizaciones religiosas, no recuerdo que el autor pretendiera acusar a nadie de nada espurio. Simplemente sostenía que la jerarquización de las organizaciones religiosas, la institucionalización de las creencias y la férrea regulación de las doctrinas se debe a la necesidad de mantener unos statu quo que favorecen a los que se dedican a administrar las religiones. En su opinión, convierten la buena fe de algunos en negocios terrenales.

Recuerdo que a mí aquel ensayo, que debí de leer cuando rondaba los veinte años, me hizo pensar mucho, de manera que estoy convencido que de quellas reflexiones, entre otras muchas posteriores, procede mi agnosticismo, es decir mi inclinación a no creer más que aquello que la ciencia defiende y a no aceptar nada que no esté debidamente avalado por la comunidad científica. Porque además creo que, por muy avanzados que nos creamos, el conocimiento es como un iceberg, del que sólo emerge una parte muy pequeña de su volumen total.

Las creencias religiosas son muy respetables, claro que sí, pero no son ciencia.

10 de abril de 2023

Paz social

Le pregunté el otro día a un joven empresario perteneciente a mi entorno más próximo que cómo veía él la situación de España desde un punto de vista económico. La contestación fue taxativa: muy bien, sobre todo si tenemos en cuenta la que está cayendo. El crecimiento resiste, la inflación se frena, el paro disminuye, las exportaciones aumentan, las inversiones de capitales extranjeros cada vez son mayores y, sobre todo, hay paz social. Los sindicatos, aunque beligerantes, tienen un comportamiento razonable; y las organizaciones empresariales, a pesar de que  parezcan algo hostiles a las políticas del gobierno, porque es lo que les corresponde en el juego de los equilibrios, en el fondo están cómodas con la situación.

En esa conversación estaba presente otra persona de la que yo sabía que era de clara filiación conservadora. Cuando oyó lo anterior, sin pensárselo dos veces, intervino para decir: pero no podemos olvidar lo del "solo sí es sí". No hizo absolutamente ninguna réplica a las consideraciones del primero, pero introdujo una de las consabidas cuñas de lo que a la mayoría de los españoles les preocupa muy poco. El trillado argumentario de lo anecdótico siempre está disponible cuando no se encuentran razonamientos para combatir lo sustancial. Fue una conversación que me ayudó a entender muchas de las cosas que ahora están sucediendo en el escenario político español.

Entre las bondades de la situación, mi interlocutor citó la paz social como uno de sus ingredientes. Como estamos tan acostumbrados a vivir en una sociedad tranquila, donde por lo general las diferencias socio-económicas se dirimen en negociaciones y no quemando coches o destrozando escaparates, la tranquilidad en las calles no nos llama la atención. Ni por contraste con las barbaridades que vemos estos días en Francia, donde algunos todavía no se han enterado de que la Bastilla ya se tomó hace más de dos siglos.

Ni siquiera el índice de paro, que a pesar de la disminución aún continúa siendo preocupante, parece alterar la situación. Posiblemente lo que suceda es que existe una economía sumergida que aminore los efectos del desempleo. No es que esta situación sirva de consuelo, ni mucho menos; pero a la hora de contemplar la realidad de nuestra economía es un factor a tener en cuenta. Si no, estaremos analizando un escenario irreal.

Dicen ahora que la oposición va a basar sus argumentos electorales en criticar al gobierno por la situación del bolsillo de los españoles. Pero yo no me lo creo, porque, aunque falseen las cifras, aunque nieguen la veracidad de los datos como lo están haciendo constantemente, la percepción del español de a pie es que las cosas no van tan mal como ellos dicen. Por eso, mucho me temo que volverán a agarrase a los consabidos tópicos, a descalificaciones que se basen en lo anecdótico y no en lo sustancial.

Como por ejemplo a la ley del “sólo sí es sí”. O a los rocambolescos calificativos de sociocomunistas, bolivarianos, amigos de los terroristas, compadres de los separatistas y otras hierbas aromáticas.

5 de abril de 2023

Costaleros de alquiler

Acabo de leer la curiosa noticia de que algunas conocidas cofradías españolas se plantean recurrir a la contratación de costaleros, porque al parecer cada vez son menos los que se prestan voluntariamente a llevar a hombros los pasos en las procesiones. Dicen que no se está produciendo el tradicional relevo generacional, de manera que o se paga el esfuerzo o se motorizan las procesiones. Al hilo de esta información, se me ocurría pensar que, teniendo en cuenta que se trataría de remuneraciones pequeñas y por tanto poco atractivas para los bolsillos de los españoles, pudiera darse el caso de que al final bajo los tronos sólo hubiera inmigrantes, que si además fueran norteafricanos plantearían una situación inédita, la de ver  representaciones cristianas desfilando sobre  hombros de creyentes musulmanes.

En relación con este asunto, el otro día un amigo me contaba que acababa de visitar a una tía suya, octogenaria y monja de clausura. Ella era la única española en el convento, porque todas las demás procedían o de Hispanoamérica o de Asia. Ya sé que alguno pensará que nada tiene que ver lo uno con lo otro, la falta de costaleros con la disminución de vocaciones religiosas. Pero lo cierto es que se trata de dos visiones distintas de un mismo fenómeno, el del avance del laicismo en la sociedad española.

Utilizo la palabra laicismo en el sentido de independencia o frialdad ante la religión. No quiero entrar en profundidades que pudieran rozar la sensibilidad de los creyentes, porque se trata de un asunto muy delicado y controvertido. Pero lo que no se puede negar es que la sociedad española cada vez está más alejada en su conjunto del hecho religioso. No pretendo decir que exista hostilidad contra la Iglesia, sino simplemente indiferencia.

Creo que nunca hubiera entrado en este tema si no fuera por la noticia de los costaleros de alquiler, que cuando la oí no daba crédito. A mí me parece muy significativa, porque pone de manifiesto que en una sociedad desarrollada cada vez son menos los que están dispuestos a sacrificarse por unas ideas religiosas, lo que significa que el número de indiferentes aumenta día a día. Porque el caso de la monja de clausura, una sola española entre una docena de extranjeras, es algo que también se puede ver en los altares de las iglesias españolas, en los que cada vez hay más extranjeros y menos españoles oficiando misas y pronunciando homilías.

Quizá por eso del avance del laicismo, muchas parejas de hoy deciden no bautizar a sus hijos, cuando hasta hace muy poco nadie se hubiera atrevido a salirse de la costumbre. El otro día vi una película en la que en una comisaría belga le preguntaban durante un interrogatorio a un español que si estaba bautizado. La contestación fue categórica: en España todos estamos bautizados porque es una tradición.

Lo dejo aquí, porque esto de los costaleros ya no da más de sí. Al menos de momento.


1 de abril de 2023

Periodistas papanatas

En el lenguaje habitual, no sólo se cometen incorrecciones sino que además a veces se cae en el papanatismo más ridículo. Cuando la capital de Ucrania siempre se ha llamado en español Kiev, ahora algunos periodistas la llaman Kiv. Como sucede que estas variaciones espontáneas del lenguaje me llaman la atención, he acudido a las hemerotecas -porque Google es un auténtico conjunto de ellas- para averiguar de dónde podría venir el nuevo nombre. Parece ser que Kiev procede del ruso, aunque ellos pronuncian Kíev, y Kiv es la fonética con que los ucranianos pronuncian la palabra Kyiv, el nombre que ellos dan a su capital en su idioma.

La academia de la lengua siempre ha recomendado el uso de la palabra Kiev, de la misma manera que recomienda que no digamos London, sino Londres; ni New York, sino Nueva York; ni Bruxelles, sino Bruselas. Pero hay algunos periodistas que pretenden demostrarnos a todos que saben idiomas, cayendo en un patético papanatismo.

En el caso de Kiev, parece ser que al tratarse de una palabra procedente del ruso, a los ucranianos les gustaría que pronunciáramos Kiv y escribiéramos Kyiv. Pero el uso de los idiomas no es un asunto de patriotismo, sino de tradición oral. Mantengamos el nombre que siempre hemos dado a los nombres geográficos extranjeros y no introduzcamos barbarismos innecesarios, por muchos idiomas que creamos que sabemos.

Hablando de Ucrania, quién nos iba a decir hace poco más de un año que los ucranianos iban a resistir al todopoderoso ejército ruso como lo están haciendo. Todavía siguen en nuestras retinas las imágenes de aquellas columnas de carros de combate avanzando hacia Kiev, cuando nadie dudaba de que la guerra acabaría enseguida, porque parecía imposible resistir una embestida como la que estaba sufriendo el país invadido. Sin embargo, aunque el sufrimiento del pueblo ucraniano esté alcanzando cotas inimaginables, Ucrania, no sólo resiste, sino que además ha neutralizado los avances rusos.

Lo que está sucediendo es que Putin ha quedado en evidencia. El mundo entero está contemplando las debilidades del hasta hace pocos años poderosísimo ejército ruso, incapaz de ganar una guerra convencional. Por eso China, la verdadera potencia rival de Estados Unidos, debe de estar preocupada al comprobar que las flaquezas de Rusia redundan en beneficio de la hegemonía de Washington, lo que podría llevarla a tomar partido a favor de Rusia.

Y esa sí que sería una mala noticia para el mundo libre.