Su bisabuelo, sin embargo, no ignoraba que en todos los hogares que se precien de tal hay una cocina. Lo que sucede es que no sabía dónde estaba ni se interesó nunca por localizarla, porque para esos menesteres de carácter doméstico estaba su mujer.
Su abuelo, sin embargo, no sólo conocía la existencia de la cocina y sabía dónde estaba, sino que además alguna vez entraba en ella, aunque simplemente para curiosear. Veía los pucheros colocados sobre los fuegos y preguntaba qué le habían preparado ese día para comer, porque volvía del trabajo muerto de hambre.
Su padre, dando un paso más, entraba todos los días antes de comer para felicitar a su mujer por su dedicación a los asuntos gastronómicos. Decía a quien le oyera que se había casado con una gran cocinera. El machismo seguía retrocediendo en aquella familia y las mujeres empezaban a conseguir la consideración que se merecían.
Mi amigo, que como se puede ver en los párrafos anteriores
estaba muy preocupado por los derechos de la mujer, sabía dónde se encontraba la
cocina, entraba en ella con frecuencia, felicitaba a su mujer, presumía
de sus dotes como cocinera y en ocasiones se quedaba un rato junto a la
vitrocerámica para charlar con ella. Incluso en alguna contada ocasión ayudaba algo en aquellos trajines de los que poco entendía.
El hijo de mi amigo avanzó aún más, porque había llegado a un pacto tácito con su mujer para, en la medida de lo posible, repartirse equitativamente los trabajos domésticos, no sólo los de la preparación de las comidas diarias, sino también el fregado de platos, la colada, el tendido de la ropa y tantas otras cosas.
De sus nietos no llegamos a hablar, quizá porque todavía no se hubieran emancipado.
Mi amigo es, todo hay que decirlo, muy ocurrente y quizá
algo exagerado. Pero cuando me acuerdo de aquella historia veo en ella perfectamente reflejada
una triste realidad, la del lento avance para superar los abusos machistas, para conseguir la auténtica igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Es cierto que se avanza cada vez más deprisa, pero no lo
es menos que sorteando infinidad de obstáculos de todo tipo, porque el machismo es muy duro de roer.
Como me considero un feminista convencido, que a pesar de todo ha heredado bastantes lastres machistas, de vez en cuando me repito a mí mismo el cuento de la cocina. Creo que se trata de una buena terapia, de un buen examen de conciencia que muchos deberíamos hacer.con frecuencia.
Me ha gustado el artículo, Luis. No es fácil provocar a la vez la reflexión y la sonrisa.
ResponderEliminarGracias, Alfredo. Has captado la ironía.
EliminarInteresante y divertido cuento. Me imagino cómo de grande sería la casa del tatarabuelo como para no saber dónde estaba la cocina.
ResponderEliminarFernando, yo creo que, por lo que contaba mi amigo, aunque la casa de su tatarabuelo hubiera sido pequeña no se hubiera enterado de que tenía cocina. Como dicen los modernos, es lo que tiene el machismo.
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