14 de abril de 2023

Por ignorancia o por interés

Leí hace mucho tiempo un ensayo sobre el origen de las creencias religiosas, en el que el autor sostenía que todas ellas han nacido de la conjunción de dos fenómenos distintos, por un lado de la necesidad que siente el ser humano de buscar refugio en esquemas mentales sencillos que lo protejan del miedo a lo desconocido y, por otro, de la oportunidad que encuentran algunos al canalizar esos temores en organizaciones que favorezcan sus propios intereses. Los primeros, es decir los creyentes, resuelven de forma sencilla el problema que les plantea la incomprensión de todo aquello que supere su capacidad racional; mientras que los segundos, o sea los organizadores de las religiones -también llamados sacerdotes- sacan rédito, aunque sólo sea porque convierten su labor sacerdotal en modus vivendi.

No recuerdo ni el título de la obra ni el nombre del autor, porque no conservo el libro, algo muy raro en mí ya que soy un bibliófilo empedernido. Pero sí que las reflexiones se extendían en la pormenorizada explicación de lo que el ensayista consideraba incomprensión de los creyentes y oportunismo de los gestores de las organizaciones religiosas.

Llamaba ignorancia a la incapacidad de entender los fenómenos sobre los que todavía la ciencia no tiene explicación. No era una denominación peyorativa, sino descriptiva de la falta de conocimientos en determinadas áreas. Decía, por ejemplo, que se entendía que hombres cultos en el ámbito de las humanidades fueran creyentes, mientras que era muy difícil encontrar investigadores científicos de renombre que se mantuvieran fieles a alguna de las numerosas creencias que en el mundo existen. Ponía ejemplos, muchos, pero creo que no hace falta repetir aquí ninguno, porque todos tenemos varios en nuestras mentes. Como resumen, sostenía que los cercanos a la ciencia buscan explicaciones racionales, en vez de crear figuras espirituales para sustituir a la ignorancia o a la incomprensión.

En cuanto a las organizaciones religiosas, no recuerdo que el autor pretendiera acusar a nadie de nada espurio. Simplemente sostenía que la jerarquización de las organizaciones religiosas, la institucionalización de las creencias y la férrea regulación de las doctrinas se debe a la necesidad de mantener unos statu quo que favorecen a los que se dedican a administrar las religiones. En su opinión, convierten la buena fe de algunos en negocios terrenales.

Recuerdo que a mí aquel ensayo, que debí de leer cuando rondaba los veinte años, me hizo pensar mucho, de manera que estoy convencido que de quellas reflexiones, entre otras muchas posteriores, procede mi agnosticismo, es decir mi inclinación a no creer más que aquello que la ciencia defiende y a no aceptar nada que no esté debidamente avalado por la comunidad científica. Porque además creo que, por muy avanzados que nos creamos, el conocimiento es como un iceberg, del que sólo emerge una parte muy pequeña de su volumen total.

Las creencias religiosas son muy respetables, claro que sí, pero no son ciencia.

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