13 de mayo de 2024

Causa y efecto. Elecciones catalanas

Como estoy a punto de entrar en un quirófano para que me hagan algún que otro remiendo en la columna vertebral, hoy voy a ser muy breve, ya que no quisiera llegar tarde a la cita. Los médicos son muy suyos y me podría caer una bronca.

De las elecciones catalanas se pueden sacar muchas conclusiones, porque los resultados, en cierto modo esperados, van a obligar a que los políticos hagan encajes de bolillos para formar gobierno. Pero como esta parte, la de las negociaciones entre unos y otros, va a llevar un tiempo largo, ya tendré ocasión de reflexionar aquí sobre lo que vaya ocurriendo. Ahora, en este momento, sólo me interesa resaltar una de las muchas ideas que me han venido a la cabeza después de conocer los resultados, la de que el independentismo ha descendido de manera considerable entre la población, de tal forma que por primera vez desde que recuperamos la democracia los partidos soberanistas suman menos escaños y menos votos que los no soberanistas.

La pregunta que hay que hacerse es qué ha ocurrido. Mi respuesta es clara, la de que a la mayoría de los catalanes le convencen más las políticas conciliadoras propuestas por este PSOE capitaneado por Sánchez, que las represivas e intolerantes propugnadas por los señores Feijóo y Abascal al unísono. Desde mi punto de vista, y a pesar de lo que pronosticaban y siguen pronosticando los agoreros, el ciudadano medio acepta mucho mejor los intentos de diálogo y de acercamiento de posiciones que la intolerancia.

Es verdad, no lo voy a negar, que en octubre del 2018 la situación se había desmadrado, entre otras cosas por unas políticas centralistas que soliviantaron a muchos catalanes. Pero una vez transcurrido el tiempo suficiente, había que cambiar de estilo, con valentía y sin complejos. Era necesario marcar unos límites, que no son otros que el estricto cumplimiento de la legislación vigente, y a partir de ahí intentar llegar a entendimientos. Es un largo recorrido, que de momento no ha hecho más que empezar.

Yo creo que con estos resultados nadie en su sano juicio podrá negar ahora que con diálogos se va a cualquier sitio y con látigos el recorrido es muy corto.

Como no me queda tiempo, de lo demás hablaré otro día.

10 de mayo de 2024

Gritos en el Congreso, tranquilidad en la calle


El otro día estaba yo practicando uno de mis deportes favoritos, tomar el aperitivo en terrazas al aire libre, cuando al contemplar el tranquilo, desenfadado y alegre vagabundeo de la gente a mi alrededor, me dio por pensar en el fuerte contraste que existe entre el ridículo ambiente que se observa entre los políticos y el saludable comportamiento de los ciudadanos de a pie. Parece inconcebible que mientras los próceres parlamentarios se ultrajan en el hemiciclo, se acusan de estar hundiendo al pueblo en la miseria, se inventan bulos e infundios y desinforman en vez de informar, la gente siga viviendo su vida de espaldas al griterío, como si aquello no fuera con ellos.

Sé muy bien que los ciudadanos, al menos muchos de ellos, habrán tomado partido a favor o en contra de las partes que gritan en el parlamento e insultan en los medios de comunicación, y que por consiguiente, en algún momento de su vida, cuando surja una disputa o una simple discusión, manifestarán su descontento o su fervor. Pero ese contagio de la verborrea política se quedará ahí, en unas cuantas diatribas y en quizá unas pocas descalificaciones. Sin embargo, y a pesar del tufo que emana de la clase política, seguirán viviendo sus vidas totalmente ajenos al teatrillo que se interpreta en las instituciones, porque en realidad saben muy bien que no es más que postureo.

Yo siempre he considerado que la inercia social es tan fuerte, que a veces parece que el comportamiento ciudadano nada tenga que ver con lo que se dice y hace en las esferas políticas. Pero como también creo en que esa inercia responde en cada momento a lo que vayan marcando las disposiciones oficiales, es decir las leyes que propone el gobierno y que se se aprueban en el parlamento, me llama la atención  la divergencia entre el insoportable ruido en los estamentos oficiales y la serenidad de la ciudadanía. Supongo que significa que, a pesar del ruido, de los ultrajes y de las mentiras, el ciudadano debe de estar de acuerdo con los resultados de la gobernanza e ignora las patrañas.

Puede ser que lo que suceda es que se haya perdido la confianza en los políticos y el ciudadano piense aquello de tú a lo tuyo, a tus gritos, y yo a lo mío, a seguir viviendo sin tenerte en cuenta. Por eso cada vez se oyen más voces que se quejan de este ambiente, que afean la conducta de nuestros políticos y que piden que cese la traca y la matraca. Pero son peticiones totalmente estériles, porque el problema está en la falta de categoría intelectual de esos líderes que suplen su debilidad dialéctica y discursiva con gritos, con descalificaciones y con infundios. Si el ciudadano oyera debates sobre lo que de verdad le interesa, quizá prestara atención. Pero para oír mediocres sainetes y vulgares vodeviles no tiene tiempo.

Como además no contamos con una clase intelectual a la altura de las circunstancias, sino sólo con falsos pensadores que se han subido al carro de las maledicencias, los vocingleros seguirán gritando, los difamadores mintiendo y los calumniadores inventando historias para no dormir. Con una clase política que se comporta como los gallos en las peleas y una intelectualidad que hace dejación de sus funciones pedagógicas, esto no hay quien lo arregle.

Pero eso sí, los ciudadanos seguiremos viviendo nuestras vidas lo mejor que podamos y los políticos despellejándose entre ellos. Cada uno a lo suyo.

7 de mayo de 2024

Recuerdos olvidados 12. Gritos en la piscina del vecino

 

Durante nuestra primera etapa de casados -desde 1970 a 1976-, alquilábamos durante todo el año un chalé en Galapagar, pequeña localidad de la provincia de Madrid situada a unos cincuenta kilómetros de la capital. Por un precio ligeramente superior al que costaba alquilarlo los tres meses de verano, disponíamos de una segunda vivienda permanente. La casa contaba con una parcela de mil quinientos metros cuadrados, que incluía una pequeña piscina, un buen garaje y una espléndida terraza que se asomaba a la sierra de Guadarrama, con la silueta de los Siete Picos como telón de fondo. Estaba situada en una colonia -Veracruz-, a unos dos kilómetros del pueblo. Era grande, de manera que a nosotros nos sobraba espacio por todas partes. En invierno subíamos a pasar los fines de semana y en verano nos instalábamos allí. Yo, salvo el mes de vacaciones, bajaba todos los días a trabajar a Madrid. 

Como me ha sucedido en alguna otra ocasión en la vida, aquella iniciativa nuestra atrajo la atención de uno de mis hermanos y de varios de nuestros amigos, que poco a poco fueron alquilando otros chalés similares alrededor del nuestro, creando entre todos un ambiente muy agradable. De aquella etapa de nuestras vidas mantengo extraordinarios recuerdos, porque a esa edad de treintañeros todo parece de color de rosa. Mis hijos crecían sanos correteando por la parcela y chapoteando en la piscina, y nosotros no parábamos de organizar fiestas en casa de unos o de otros, hasta el punto de que llegó un momento en el que empezamos a echar de menos un poco de tranquilidad y algo menos de ajetreo. Pero, como he pensado luego muchas veces a lo largo de mi vida, que nos quiten lo "bailao".

Un día estaba jugando al tenis con un amigo -en realidad peloteando- en un trozo de la parcela llano y bien apisonado, aunque pequeño para nuestras pretensiones deportivas. Serían las siete de la tarde y, aunque el sol empezaba a decaer, sudábamos la gota gorda. De repente oímos los dos unos gritos desgarradores de mujer procedentes de un chalé situado a unos trescientos metros del nuestro. Aunque no se entendía lo que decía, parecía evidente que pedía socorro. Soltamos las raquetas y salimos a la carrera hacia el lugar. Cuando llegamos allí, una vez traspasada la puerta del jardín, nos encontramos con una señora de unos treinta y tantos años, guapa y elegante, con una niña en brazos, de aproximadamente dos años de edad, que acababa de sacar de la piscina, ahogada o al menos sin conocimiento.

Como habíamos visto alguna vez hacer en la televisión, sin pensárnoslo dos veces empezamos a hacerle el boca a boca, alternado nuestros esfuerzos y dándole al mismo tiempo masajes en el corazón. Al cabo de unos minutos, que a mí me parecieron toda una eternidad, la niña vomitó aparatosamente, abrió los ojos con un gesto de terror, buscó alrededor con la mirada y empezó a llorar. Nosotros nos miramos con un esbozo de sonrisa en la comisuras de la boca, bajo la impresión de que acabábamos de salvar una vida humana. Todavía recuerdo el sabor a leche agria que dejó la boca de la pequeña en la mía. 

Mientras tanto, alguien había llamado al médico del pueblo, que tardó muy poco en llegar allí. Como era lógico, tomó el control de la situación, nos apartó a los dos y decidió que se avisara a una ambulancia para llevar a la niña al hospital Puerta de Hierro. Mientras tanto ordenó que se le quitara la ropa mojada, algo que a nosotros ni se nos había ocurrido.

Al día siguiente, los padres de la niña vinieron a vernos al chalé con una botella de whisky etiqueta negra en las manos como regalo. Se trataba de un matrimonio chileno exiliado de su país a causa de las medidas nacionalizadoras que se tomaron en aquel país cuando accedió a la presidencia Salvador Allende, sin duda con muy buena posición económica. Todavía recuerdo el Porsche rojo aparcado frente a nuestro jardín y el impresionante Rolex que lucía en la muñeca el padre de la criatura.

Se deshicieron en agradecimientos y nos dijeron que en el hospital les habían pedido que felicitaran a los improvisados socorrista porque no habían encontrado ni una gota de agua en los pulmones de la pequeña. Después nos hicieron una foto, "para que el día de mañana nuestra hija reconozca a sus salvadores". Pero lo que no se me olvidará nunca es que a continuación nos preguntaron sorprendidos cómo habíamos sido capaces de acudir a los gritos de socorro. En Chile, nos explicaron, nadie hubiera movido un dedo por temor a encontrarse con una situación desagradable, quizá con un atracador armado o con un asesino.

Yo no contesté, pero de haberlo hecho le hubiera dicho algo así como que España era un país civilizado, lo que evidentemente hubiera supuesto una impertinencia, un agravio comparativo. A veces es preferible guardar silencio y no dejarse llevar por los sentimientos.

Nunca he vuelto a saber nada de aquella niña, de la que imagino que habrá tenido una vida feliz. Aunque no creo que conserve nuestras fotos. Mejor, porque a mí, si me viera ahora, no me reconocería. Ni yo a ella, claro está, porque andará por los cincuenta y tantos.


3 de mayo de 2024

Recuerdos olvidados 11. Un ligue memorable

Andaría yo entonces por los 17 o quizá los 18 años y acababa de empezar la carrera. Tenía una buena pandilla de amigos y amigas, ellos procedentes de mi etapa escolar y ellas primas, hermanas o vecinas nuestras, jovencitas entre los 15 y los 17 que habíamos ido introduciendo poco a poco en el grupo. Nuestro principal entretenimiento eran aquellos fantásticos guateques de los sesenta, siempre por las tardes, porque eran tiempos de costumbres mojigatas y castidad impuesta, y ellas tenían que estar en casa no más tarde de las diez de la noche. Infringir aquella norma solía ser causa de serias reprimendas.

Uno de mis amigos, antiguo compañero de colegio, con el que luego coincidí en la Escuela de Ingenieros Agrónomos de Madrid y con quien mantengo una buena amistad -Sise, para los amigos-, venía con cierta frecuencia a casa, puede que a revisar juntos apuntes de algún tema que se nos atragantara o quizá a correr por la Casa de Campo por aquello de mens sana y corpore sano. Yo vivía entonces en la calle de Ferraz de Madrid, muy cerca del Paseo de Moret. Enfrente de mi portal había una cafetería que se llamaba Bacuco, entonces muy de moda, frecuentada por estudiantes universitarios residentes en los colegios mayores de alrededor. Allí iban con mucha frecuencia Los Gemelos, aquel conocido dúo que acompañó con sus guitarras a María Dolores Pradera durante sus últimos años. Cuando Sise y yo terminábamos de estudiar o de trotar bajo los pinos cruzábamos a esa cafetería, pedíamos unas cañas y prolongábamos un rato la jornada.

Un buen día, dos chicas, puede ser que tuvieran nuestra misma edad, aunque ya se sabe que ellas a los 18 siempre parecen mucho mayores que ellos, se sentaron a nuestro lado, de manera que no tardamos mucho tiempo en entablar conversación. Residían en un colegio mayor femenino muy cerca de allí, lo que motivó que a partir de ese día volviéramos a vernos de vez en vez en el mismo lugar, siempre a la caída de la tarde, cuando ya habíamos dejado los otros menesteres. Una de ellas, que se llamaba Magdalena y de la que no recuerdo nada más que el nombre, me tenía obnubilado. Un día nos explicaron que iban a pasar un mes en La Granja, para cumplir con aquella obligación de las chicas que se llamaba Servicio Social, y que se alojarían en la residencia de la Sección Femenina.

Sise y yo nos propusimos entonces ir a verlas, Ahorramos algún dinero para pagarnos el autobús y para poder invitarlas a comer, y un domingo nos presentamos en La Granja sin avisar, convencidos de que íbamos a darles una agradable sorpresa y que nos recibirían con los brazos abiertos. Muy mal se nos tenían que dar las cosas para que ese día no triunfáramos. Cuando llegamos al pueblo, observamos desde el primer momento que sus calles estaban inundadas por una marea caqui formada por militares pertenecientes a las llamadas Milicias Universitarias, todos de veintitantos años, con las caras bronceadas como consecuencia de las largas horas de instrucción, luciendo unos elegantes cordones en el pecho, distintivos de sus carreras, lo que nada tenía de particular porque cerca de allí había un campamento dedicado a aquella modalidad del servicio militar.

Cuando llegamos a la puerta de la residencia, preguntamos por ellas. Al cabo de un rato bajaron, con las caras muy serias y casi evitando nuestras miradas, poniendo de manifiesto que nuestra visita las incomodaba. Nos dijeron que deberíamos haberlas avisado, porque habían quedado citadas con unos chicos del campamento y les resultaba imposible salir con nosotros. Nos dieron la mano, salieron de allí, cruzaron la calle, se encontraron con sus flamantes donjuanes y si te he visto no me acuerdo.

Nosotros regresamos a Madrid algo compungidos, aunque a esa edad las contrariedades, incluso las del corazón, se olvidan muy pronto. En cualquier caso, la vida nos había dado a los dos una buena lección, la de que los amores hay que ganárselos con habilidad y nosotros habíamos sido muy torpes, o, dicho de manera algo más vulgar, que en esto de los ligues no se atan los perros con longanizas.

Pero, dicho sea sin presunción, aquel tropiezo no volvió a sucederme nunca más en la vida. O sí, vaya usted a saber.

Aunque de esto quizá hable otro día. O no, porque hay asuntos que por su naturaleza más vale no airear.

 

29 de abril de 2024

Punto y aparte. Otra crónica de urgencia


Tomo el título de esta reflexión de una de las frases de Sánchez en su comparecencia para anunciar su decisión de continuar al frente del ejecutivo, porque quizá haya sido la que más me ha llamado la atención. Aunque la expresión tenga un sentido figurado, el mensaje ha sido claro: sigo, pero de otra manera. Lo que hay que ver ahora es a qué se refiere en concreto, si a un nuevo estilo de gobierno o a una nueva manera de hacer parlamentarismo o a un cambio de guion en las reformas emprendidas o a todo a la vez. Si su meditación ha ido en el sentido de renovar la estrategia, bienvenida sea su decisión de continuar, porque al frentismo “antisanchista” sólo hay una manera de vencerlo, mediante la política. Estaba cayendo en el error del “y tú más”, cuando es evidente que esa actitud sólo sirve para realimentar la bola de la ignominia.

Decía yo en un artículo anterior que su “interregno” respondía a una maniobra política para remover las conciencias de los suyos y las de sus afines. Desde mi punto de vista ese objetivo lo ha cubierto con creces. Muchos progresistas de este país han visto las orejas al lobo y algunos nacionalistas intransigentes han temido que su dimisión diera paso a la alternativa de una reacción que acabaría, no sólo con sus absurdas pretensiones separatistas, sino además con los avances de autogobierno alcanzados hasta la fecha. Junts y ERC seguirán durante la campaña de las elecciones catalanas sin reconocer de manera explícita su disposición a colaborar con el gobierno central, pero no tengo ninguna duda de que tras los comicios el panorama cambiará.

Es pronto para saber qué anida en este momento en la mente de Sánchez. Como supongo que ya estará poniendo en marcha una nueva estrategia, habrá que estar muy atento a los movimientos que a partir de ahora haga el gobierno, porque nos irán dando una idea de por dónde van a ir los cambios. Es más, estoy convencido de que en esta nueva manera de hacer las cosas va a haber urgencia y dinamismo. Tenía yo un amigo, muy castizo él y un tanto ocurrente, que aconsejaba, “no te andes con el bolo colgando que se lo comerán las hormigas”. El bolo puede ser parte de la anatomía del hombre, pero también el comportamiento político. En política hay muchas hormigas y además termitas. La marabunta está ahí amenazante, no sólo en España, sino en el mundo entero. Los poderes fácticos no cesan en sus maniobras, muchas de ellas antidemocráticas, por lo que los responsables políticos deben de estar ojo avizor, sin caer en la provocación.

He oído también la comparecencia de Feijóo y me he quedado perplejo. Los mismos argumentos, las mismas amenazas e idéntica manera de hacer oposición. Ha venido a decir algo así como, ¿quieres guerra?, pues la vas a tener. ¿Sales reforzado de la maniobra?, pues te vamos a machacar. Ni una crítica política ni una idea alternativa. Leña al mono y caiga quien caiga. Es su estilo, el que le dicta su débil bagaje intelectual y discursivo, y ni puede ni sabe salirse del guion. Incluso se ha permitido decir que no va a presentar una moción de censura. ¡Qué cosas! Este país se merece una oposición a la altura de las circunstancias, no ésta.

Supongo que la para mí sorprendente reacción del líder de la oposición ya se habrá dado por descontada en la nueva estrategia de Sánchez, porque se esperaba. Pero, ¡ojo!, que no se vuelva a caer en la provocación. Sólo ofende quien puede. Lo demás son fuegos de artificio.

27 de abril de 2024

Impresiones a vuelapluma. Crónica de urgencia

 

Elijo este título porque de eso se trata, de escribir sobre la marcha, sin meditarlo demasiado y sin vacilaciones. Digo esto, porque hoy voy a escribir sobre el inesperado “interregno” de Sánchez antes de que nadie sepa, ni siquiera sus más inmediatos colaboradores, qué nos va anunciar el presidente del gobierno el próximo lunes. Lo prudente sería esperar para saber a qué atenerse y así opinar sobre seguro y no hacer suposiciones. Pero es que prefiero expresarme ahora, cuando ignoro cuál será su decisión, para soltar mis impresiones a vuelapluma.

Pasado un primer momento de desconcierto, enseguida intenté asimilar la maniobra y me puse a elucubrar. Digo maniobra, no en el sentido peyorativo con el que utilizan la palabra sus encarnizados adversarios, sino porque cualquier movimiento en política merece este nombre. Nadie en su sano juicio puede pensar que Sánchez no sepa qué pretende con esta finta, con este amago de dimisión. Otra cosa es que los demás caigan en las más diversas interpretaciones, desde los que le llaman Pedro I el triste, pasando por los que dicen que a la política hay que llegar llorados, hasta los que lamentan que se haya alcanzado este estado de deterioro de las relaciones institucionales.

Para mí, se trata de una llamada de atención a los suyos, sean éstos los de su propio partido, los del partido con el que gobierna en coalición o los de los partidos llamados de la investidura. Cuando tomó esta decisión, no estaba pensando en la derecha extrema y en la extrema derecha, porque su intransigencia, su manera de hacer oposición las debe de tener muy asumidas. No tenía en mente al adversario, sino el fuego amigo. Con esta maniobra da un aldabonazo en las conciencias de los que no hacen más que poner palos en las ruedas, cuando saben muy bien que la alternativa política no les conviene, o porque su ideología nada tiene que ver con las tesis conservadoras o porque la posibilidad de un gobierno presidido por el tándem Feijóo/Abascal les perjudicaría.

Ahora bien, lo que no sé ni imagino es hasta dónde esta dispuesto Sánchez a llegar. Posibilidades hay varias, desde la dimisión y el consiguiente ahí os quedáis, hasta el anuncio de continuar si a partir de ahora os portáis bien. Yo tengo la impresión de que su espíritu batallador y su coraje político no le van a permitir tirar la toalla. Pero vaya usted a saber, porque la ignominia política, la calumnia, los ataques al entorno familiar, las falsedades y el juego sucio pueden llegar a doblegar las voluntades más firmes.

Para acabar, sólo dos reflexiones. La derecha de este país cuando no puede vencer a la izquierda intenta echarla como sea, sin reparar en medios. La izquierda de este país, dividida en rivalidades estúpidas, le permite a la derecha que en ocasiones se haga con el poder.

Dentro de unos días más, pero ya sobre seguro.

25 de abril de 2024

Conservadores y progresistas

 


No se me escapa que las palabras pueden llegar a convertirse en armas de doble filo y que por tanto hay que tomar precauciones al utilizarlas. Tanto se habla de derechas y de izquierdas, de conservadores y de progresistas, que uno nunca sabe con quién está hablando, si con un rojo matacuras o con un facha meapilas, dichos sean los epítetos anteriores en sentido figurado. Sólo si se presta atención a sus ideas en general uno será capaz de distinguir qué anida de verdad en su cerebro.

Tenía yo un amigo, con el que perdí el contacto hace ya algunos años, que confesaba que era de izquierdas en lo social, pero que su mentalidad era de derechas. Se consideraba progresista, pero rechazaba a las minorías marginadas, a los inmigrantes, a los homosexuales o a los de otras razas distintas a la blanca. Quizá, no lo puedo asegurar, su confusión mental fuera la causa de nuestro posterior distanciamiento, porque yo nunca aceptaré que se considere uno progresista y rechace a los diferentes.

Es verdad que todos, en mayor o menor medida, tenemos en nuestra ideología una mezcla de factores, unos más o menos conservadores y otros menos o más progresistas. Por eso existen los radicalismos y también por eso las actitudes moderadas. Pero una cosa es la composición de la mezcla y otra muy distinta que ésta resulte explosiva o, si se prefiere, adulterada. No se puede ser progresista y racista al mismo tiempo. Es imposible ser de izquierdas y odiar a los homosexuales y a los inmigrantes.

Esto me lleva a una reflexión, la influencia de los esnobismos en las actitudes políticas, tanto en uno de los lados del espectro como en el otro. Hay quien se considera de izquierdas porque imagina que serlo significa rebeldía, inconformismo y modernidad, como los hay que suponen que su adscripción a las derechas les otorga más categoría social. Los primeros presumen de “aggiornamento” e innovación, los segundos creen liberarse de su verdadera situación social mediante el apoyo a las tesis conservadoras. Dos errores y dos “fraudes ideológicos”.

Si a todo lo anterior le añadiéramos el componente religioso, la cosa todavía se complicaría más. No sé dónde está escrito que los conservadores tengan que creer en Dios y los progresistas no. Otra cosa son las actitudes con respecto a las religiones oficiales, la mayoría de las cuales siempre han estado y siguen estando del lado de los conservadores, porque sus jerarquías son las primeras que tienen mucho que conservar y como consecuencia las reivindicaciones sociales les aterran. Nada tiene de particular que en la izquierda haya prevención contra ellas, porque la Historia pone de manifiesto con quién se han ido aliando a lo largo de los siglos.

También hay quien piensa que los ricos tienen que ser necesariamente de derechas y los pobres de izquierdas. No digo que no tenga sentido esta reflexión, pero estoy muy acostumbrado a ver personas de condición humilde que votan a la derecha y, aunque menos frecuente, acomodados con tendencia progresista.

Ser de izquierdas o de derechas, salvo factores del subconsciente distorsionantes, debería suponer una actitud integral ante  la vida. No se puede ser de izquierdas y odiar a los inmigrantes. Como tampoco se entendería bien que un multimillonario de los que nadan en la abundancia acudiera a una manifestación a favor de la subida de impuestos.

Seamos coherentes.


21 de abril de 2024

Recuerdos olvidados 10. El lago de Bañolas

 

El verano de 1951, cuando yo todavía no había cumplido los 9 años, veraneamos en Bañolas. Después de haber pasado los primeros años de mi vida en Tetuán, entonces capital del Protectorado Español de Marruecos, un nuevo destino de mi padre nos había llevado a Gerona. Aquel cambio supuso para mí un contraste de tal envergadura, que muchos de aquellos recuerdos infantiles acuden a mi mente con frecuencia, difuminados pero insistentes. De alguno de ellos ya he escrito algo y confío en que con el tiempo siga recordando otros.

Mis padres habían alquilado una casa en la plaza porticada de Bañolas, un edificio de dos plantas, la de arriba apoyada sobre las arcadas que la rodean, con una serie de balcones que se asomaban a los gigantescos plátanos que la adornan. En la parte de atrás había un pequeño jardín, que a mí por aquel entonces me parecía tan grande como pudiera serlo la selva del Amazonas. Entre su fauna, una tortuga que campaba a sus anchas sin molestar a nadie, y en un pequeño estanque una colonia de diminutos renacuajos, que le ayudaron a mi padre a explicarme el fenómeno de la metamorfosis de los batracios.

Pero lo que constituye el centro de todos mis recuerdos es el lago de Bañolas, de algo más de dos kilómetros de longitud, rodeado de un impresionante paraje natural. Allí íbamos todos los días a bañarnos en unas instalaciones que se llamaban, y se siguen llamando, los Banys (los Baños), en los que unas pasarelas de madera (palancas) de aspecto palafítico se adentraban desde la orilla hacia el centro, estructuras que nos servían de trampolín para saltar como lo haría el mismísimo Johnny Weismüller en sus películas de Tarzán. Fue ese verano cuando aprendí a nadar o, mejor dicho, a prescindir de aquellos engorrosos flotadores de corcho, rudimentarios y toscos, pero muy prácticos, 

Recuerdo las pequeñas edificaciones repartidas de trecho en trecho por la orilla, con unas terrazas que se adentraban en el lago, cuyo propósito era el de servir de base para el ejercicio de la pesca con caña. A mí me gustaba contemplar a los pacientes pescadores a la espera de que alguna inocente carpa mordiera el anzuelo. No recuerdo haber visto nunca que alguno lo consiguiera, aunque nada tiene de particular, porque mucho más tarde aprendí que muy pocas veces los practicantes de este deporte consiguen el éxito. De lo que no me he olvidado es de la existencia de unas redes que cercaban  pequeñas zonas del lago junto a las pesqueras, en las que nadaban en cautividad algunos ejemplare de peces enormes, pescados en otro momento, entre ellos uno gigantesco al que todo el mundo llamaba Ramona.

Quizá haya sido el paso del tiempo el causante de que mi mente haya mitificado las experiencias de aquel verano. Fue ese año cuando tuve mi primera bicicleta, una flamante Vendrell de color azul, con la que con frecuencia me escapaba en solitario para dar grandes paseos por lugares que, aunque a mí me parecieran remotos y casi transfronterizos, no debían de estar a más de dos kilómetros o quizá tres de mi casa, generalmente por los alrededores del lago. La Puda, un antiguo balneario de aguas sulfurosas, que olían a muchos metros de distancia, era uno de mis lugares preferidos. Estaba situado junto al lago pequeño, una especie de anexo del grande, rodeado por un bosque de sauces llorones, que le daban al rincón el aspecto del cuento de Blancanieves y los siete enanitos. Se decía que por allí merodeaba un dragón gigante, una vieja leyenda que, aunque mi mente intentaba catalogar de falsa, nunca conseguía que mis temores desaparecieran del todo. 

Aquellos paseos en solitario, rodando sobre senderos que se me antojaban la ruta de la seda o las vías del transiberiano, cuando mi imaginación infantil todavía no ponía fronteras claras entre lo real y lo ficticio, me abstraían hasta el punto de que, lo he pensado muchas veces, debieron en algún modo contribuir a desarrollar mi carácter, esa parte introspectiva y soñadora, quizá algo huidiza de la realidad cuando ésta no me gusta, que luego me ha acompañado durante toda mi vida.

A Bañolas he vuelto varias veces a lo largo de mi existencia movido por la nostalgia, intentando recuperar aquellas viejas vivencias, por supuesto sin conseguirlo del todo. Las fotos fijas que guarda mi memoria han sido barridas por la película de la realidad del paso del tiempo. Por eso, para no desprenderme del todo del pasado, es por lo que recurro a mis recuerdos de cuando en cuando; y aquel verano en Bañolas es una de mis fuentes preferidas, porque sospecho que los paseos en solitario al lago, navegando entre la fantasía y la inventiva, contribuyeron al desarrollo de mi propensión a la evasión mental.

16 de abril de 2024

Recuerdos olvidados 9. El campo de minas

 

Creo que ya he contado en alguna ocasión en estos Recuerdos olvidados que pasé el verano de 1961 en Sidi Ifni -uno de los destinos de mi padre-, capital del entonces territorio español de Ifni, situado muy al sur de Marruecos, cerca ya del Sahara. Fue un veraneo corto, porque había empezado ya la carrera y tuve que regresar a Madrid en septiembre para presentarme a los exámenes de las asignaturas que me habían suspendido en junio, no recuerdo cuales. Pero lo que sí permanece vivo en mi memoria es que durante julio y agosto acumulé un buen número de experiencias, alguna que ya he contado y otras que espero que con el tiempo vayan apareciendo por aquí. Estaba a punto de cumplir los 19 años y el futuro estaba abierto para mí con sus páginas en blanco. Nada me impedía imaginar que lo que el destino escribiera en ellas a partir de ese momento de mi vida estaría lleno de satisfacciones.

El clima en aquellas latitudes africanas era muy apacible. Todos los días íbamos a la playa o a la piscina y todas las tardes teníamos alguna fiesta, o bien guateques juveniles o celebraciones militares en el Casino de Oficiales. Una vida placentera, sobre todo si se carecía de preocupaciones importantes, como era mi caso.

Desde los ataques de Marruecos de 1957, el territorio ocupado por España se había reducido considerablemente. En realidad, sólo incluía la pequeña ciudad de Sidi Ifni y unos cuantos kilómetros a su alrededor. Los límites estaban protegidos por las llamadas posiciones, que como su nombre indica estaban constituidas por trincheras, fortines, reductos, pozos de tirador y otras improvisadas instalaciones militares defensivas, ocupadas por unidades del Grupo de Tiradores de Ifni, que se relevaban cada tres meses. Los ataques hacía tiempo que habían cesado, pero la amenaza persistía. Yo tuve la oportunidad de visitar algunos de aquellos búnkeres en varias ocasiones, siempre acompañado por algún oficial que se prestara a ello. Eran unas visitas cortas, pero que permitían observar de cerca un auténtico escenario de guerra, aunque, como ha quedado dicho, en aquel momento hubiera paz. Sólo a través de potentes prismáticos se podía ver al "enemigo" al otro lado de la improvisada frontera.

Una tarde decidí dar un paseo en bicicleta por un camino no asfaltado que se alejaba de la ciudad hacia el sur con un trazado paralelo al mar, una estrecha planicie entre el Atlántico y las montañas del interior. Dejé atrás el aeropuerto y continué hacia lo desconocido, sin ninguna meta concreta. Como las posiciones que yo conocía estaban situadas siempre en cotas altas, no se me había ocurrido que por aquellos parajes hubiera alguna. Pero cuando es posible que hubiera recorrido tan sólo unos seis o siete kilómetros, tuve que frenar para no pisar un cable negro medio oculto en la tierra que atravesaba el sendero de rodadura. Pensé que podría tratarse de un campo de minas y, sin pensármelo dos veces, sobrepasé la amenaza con la bicicleta al hombro. Después volví a montarme en ella y continué avanzando.

De repente, cuando iba abstraído en mis pensamientos, puede que imaginándome los escenarios de guerra que recreaban los comics de la colección Hazañas Bélicas, una de mis lecturas de adolescente, oí un siniestro “¡Alto o disparo!”, seguido de un “¡Cabo de guardia!”, con un inconfundible acento gallego. Frené en seco, dejé no sé por qué la bicicleta en el suelo y esperé a que alguien hiciera acto de presencia. Frente a mí, a unos cien metros de distancia, se adivinaba la silueta de una posición militar bajo una tupida red de camuflaje, de la que emergieron dos sodado con sus fusiles en posición de “prevengan”. Uno de ellos, al que distinguí por sus galones como cabo, se adelantó hacia mí. Cuando estuvo cerca y me pudo ver con toda claridad, colgó el mosquetón al hombro, cambió el gesto y me espetó: “¿Qué coño haces por aquí?”. Había visto que el intruso no parecía un infiltrado procedente del otro lado de la línea defensiva y se había relajado.

En aquella posición había unos quince hombres, en ese momento al mando de un cabo primero, todos ellos algo mayores que yo, pero no mucho más. Como debían de estar muy aburridos y yo rompía la monotonía de la jornada, me dejaron entrar en la trinchera, me enseñaron el mortero que tenían instalado y pude contemplar la incomodidad que los rodeaba, unos camastros dentro de un par de refugios subterráneos. A unos cincuenta metros de distancia de la fortificación, en un rincón apartado, las letrinas.

De repente, uno de los soldados dijo, “Mi primero, no creo que al brigada le guste esta visita si se entera cuando vuelva mañana. “Sí, no os preocupéis, me voy”, dije yo, dándome cuenta de que estaba comprometiendo la disciplina de aquellos soldados. "Gracias por vuestra acogida y buen servicio".

Cuando volvía a Sidi Ifni empezaba a anochecer. Como acababan de explicarme que los cables que atravesaban el sendero eran de telefonía y que por allí no había minas, esta vez no me detuve hasta llegar a casa.

Esa noche mientras cenábamos se lo conté a mi padre, quien me dijo que era un imprudente, que podían haberme disparado y que no se me ocurriera repetir la experiencia. Le hice caso y nunca más volví a las posiciones sin las autorizaciones y acompañamientos preceptivos. Una pena, porque aquella escapada en solitario al "frente" había resultado una experiencia interesante para mi calenturienta imaginación.

12 de abril de 2024

Teoría de la infinitud

 

Hace tiempo que llegué a la conclusión de que las magnitudes físicas espacio y tiempo carecen de límites cuando se refieren al universo, quiero decir que no tienen ni principio ni fin. Como consecuencia, el cosmos ni fue creado en un momento determinado ni nació de la nada por generación espontánea ni tiene fronteras. Existe desde siempre y no se acabará nunca. Además, si se pudiera viajar por las lejanas galaxias, nunca se llegaría a sus bordes.

Sé que estoy jugando a filósofo, pero resulta que esta teoría resuelve muchas de las grandes incógnitas del universo. Las preguntas cuándo empezó y quién lo creó, quedan inmediatamente contestadas. Nunca fue creado y como consecuencia nadie lo creo. No hay que acudir a la intermediación de creadores, porque, según esta teoría de la infinitud, no son necesarios.

Es cierto que aceptar lo anterior plantea otras incógnitas, porque nuestra mente está acostumbrada a que todo tenga un principio y un fin y, por tanto, no es capaz de entender el concepto infinito, una abstracción matemática. Pero para esa incomprensión también hay respuesta, la de que estamos todavía en una etapa muy temprana de la evolución del hombre y, como consecuencia, nuestra capacidad neuronal en un estado de poco desarrollo. Es más, posiblemente nunca llegue el hombre a entender el alcance del infinito, porque es posible que el ser humano desaparezca mucho antes de que su cerebro haya alcanzado la capacidad necesaria para entenderlo. Por cierto, digo que habrá desaparecido el hombre, pero no el universo, que, de acuerdo con la teoría que sostengo, seguirá existiendo hasta el infinito. Nuestro mundo, el que conocemos, no es más que una pequeña circunstancia dentro de la inmensidad del tiempo y del espacio.

Como este asunto no forma parte de mi área de conocimientos, -¡quién me mandará meterme en camisa de once varas!-, ignoro si esta teoría existe en el mundo de la filosofía, aunque, como sé muy bien que todo está inventado, doy por hecho que no soy el primero que ha llegado a esta conclusión. Pero como no hay una oficina donde registrar las teorías, no me voy a molestar en solicitar la autoría. Sí lo hiciera, la registraría bajo el fantástico título de Teoría de la Infinitud del Tiempo y del Espacio Cósmicos

Las teorías sólo desaparecen cuando aparecen otras con más fuerza argumental y las desplazan. Pero mientras esto no ocurra, yo la doy por buena. Sé que será rebatida, como le sucede a todas las teorías que se precien de tales, y sé también que las críticas procederán sobre todo del campo de las numerosas interpretaciones religiosas, que cuando no encuentran explicaciones físicas acuden a conceptos metafísicos para zanjar el asunto. Al fin y al cabo, si las creencias religiosas existen es porque el ser humano está muy limitado en su capacidad intelectual y tiene que refugiarse en fantasías liberadoras de sus inquietudes. Para algunos es más fácil aceptar lo de la creación del mundo en siete días que elucubrar sobre magnitudes físicas. Pero a mí lo de la luz el primero, la atmósfera el segundo, la tierra y las plantas el tercero, etc. no me acaba de convencer. Ni tampoco lo del creador, porque la pregunta que me hago a continuación es: ¿Quién creó al creador?

Por favor, amigos físicos, matemáticos y filósofos que os asomáis de vez en vez a mis torpes reflexiones, os pido que seáis benevolentes conmigo.

8 de abril de 2024

No es país para viejos

 


El título de la conocida novela de Cormac McCarthy, que leí hace ya algunos años, me ha sugerido la siguiente reflexión. Durante muchos años, cuando era joven o no tan joven, mantuve que la actitud de los mayores en contra de la evolución de los usos y costumbres era un síntoma de su propia decrepitud. Ahora, que no sólo he dejado de ser joven, sino que además soy viejo, entiendo que cueste mucho mantenerse alineado con las modas que van surgiendo. Es decir, he comprendido que la rebeldía pasiva de los viejos tiene sus razones. Con más de ochenta años, uno ha visto tantos cambios de modas, incluso ha participado de manera activa en ellos, que seguir el ritmo que imponen los nuevos tiempos resulta agotador.

Lo diré con claridad: lo que veo a mi alrededor cada día que pasa me gusta menos. Vulgaridad, falta de estilo, muy poca empatía, rivalidad desatada, puñaladas por la espalda, falta de respeto a los demás, egoísmo, formación insuficiente, crítica a la excelencia, conformismo y dejadez. No, no me gusta nada.

Por si alguien se pregunta que de dónde he sacado yo que las cosas antes fueran mejores que ahora, diré que no es eso lo que digo. Lo que sostengo es que eran diferentes. Ni mejores ni peores, diferentes. La permeabilidad social, un valor añadido de los tiempos modernos, que no sólo no censuro sino que alabo, tiene contrapartidas negativas. El igualitarismo, consecuencia de los avances sociales, trae muchas veces como consecuencia que determinadas actitudes que nunca me han gustado sean ahora la norma de conducta. La campechanía, que antes se traducía en compañerismo y solidaridad, ahora parece que nos trae café para todos, te guste o no. La vida práctica, cuando comporta la ausencia de adornos supuestamente innecesarios, acarrea muchas veces vulgaridad y falta de estilo.

El derecho a la intimidad, la defensa de la privacidad y la discreción han pasado, desplazados por la ola de las nuevas costumbres, a todo lo contrario, a un exhibicionismo desmedido, en el que todo el mundo presume de sus bondades y algunos hasta de sus maldades. Las redes sociales, ese logro de comunicación universal, se han convertido en escaparates de la trivialidad y de la falta de rigor, no porque esa fuera la intención de sus diseñadores, sino porque las modas se han aprovechado de ellas. 

No quisiera que de esta reflexión mía se sacara la conclusión de que me opongo a los avances, porque nada más lejos de mi intención. Me tengo por progresista y no voy a caer en contradicciones. Lo que digo es que nadie me pida que aplauda determinados comportamientos que veo a mi alrededor, porque caería en la hipocresía. No puedo decir que la falta de elegancia me parezca buena porque elimina tabúes, porque mentiría. Nunca defenderé que dé lo mismo vestir de una manera o de otra, porque no lo comparto. Ni se me oirá nunca decir que el feminismo equivale a que las mujeres ya no tengan el privilegio de pasar delante de los hombres, porque creo que nada tiene que ver la defensa de la igualdad de derechos con los protocolos sociales.

Por eso, aunque soy consciente de que el río de la evolución social es imparable, yo ahora procuro permanecer a un lado para que no me arroye. He vivido y disfrutado de lo que ha sido el mundo que me ha tocado vivir y ahora contemplo éste con un cierto escepticismo, porque, aunque sigo viviendo en él y procuro seguir disfrutándolo, no me acaba de convencer su deriva.

Menos mal que no somos eternos.

3 de abril de 2024

Pequeñas casualidades

 


Vi el otro día una película francesa titulada “Pequeñas casualidades", interesante reflexión cinematográfica sobre la influencia del azar en la trayectoria de nuestras vidas. El argumento transcurre a través de una complicada estructura arborescente, con varios puntos de bifurcación a partir de los cuales se inician secuencias distintas, una la correspondiente a lo que hubiera sucedido si la protagonista tomara una determinada decisión en ese momento de su vida, la otra, muy distinta, si la elección fuera diferente. En definitiva, una película que obliga a estar muy pendiente de los detalles para no perderse en el laberinto de trayectorias alternativas que van surgiendo. A mí, aunque reconozco su complejidad, me encantó.

Porque la vida es eso, una secuencia de casualidades que nos lleva por caminos inesperados, sin dejarnos elegir. El primer hito, la primera de esas casualidades, es dónde hemos nacido, en qué país y en qué familia. Cualquiera de nosotros sería capaz de imaginarse con facilidad lo diferente que hubiera sido su vida si, en vez de venir al mundo rodeado de ciertas circunstancias, éstas hubieran sido otras muy distintas. Los millonarios quizá estuvieran mendigando y los mendigos navegando en yates de lujo. Los católicos puede que fueran fervientes protestantes o fervorosos budistas o convencidos musulmanes. Los yihadistas quizá guardias suizos en el Vaticano. María Curie, si en vez de nacer en Polonia y nacionalizarse francesa hubiera sido afgana, es posible que en vez de descubrir el radio y el polonio hubiera sido analfabeta. Son tantos y tan distintos los posibles orígenes, que no hay que ser demasiado sagaz para imaginar en función de ellos una vida diferente a la que nos ha tocado vivir.

Una vez superada la casualidad de nuestro nacimiento, pensemos en la cantidad de puntos de bifurcación que nos hemos ido encontrando a lo largo de nuestra vida. A veces pequeños condicionantes que suelen pasar desapercibidos, pero que han influido en nuestras vidas de manera decisiva. Nos hemos casado con la persona que nos hemos casado, porque un día alguien sin pretenderlo nos la presentó. Hemos elegido la profesión que hemos elegido, porque tu padre te insistió en que fueras ingeniero o porque un profesor te dijo un día que habías nacido para registrador de la propiedad o porque eras tan guapo que no tenías más remedio que ser actor. Casualidades de la vida que te llevan por un camino determinado.

Es verdad que tomamos decisiones libremente y en consecuencia en ocasiones da la sensación de que podemos elegir entre varias alternativas. Pero incluso aquí estamos condicionados, porque ha sido nuestra capacidad intelectual, otra casualidad, la que nos ha inducido a ir por un camino determinado, eso sin tener en cuenta la cantidad de variables que hemos analizado para tomar la decisión en concreto, todas ellas ajenas a nuestra voluntad. Si hubiéramos sido más listos o mas torpes, quizá nos hubiéramos decantado por otra alternativa. Si las variables analizadas hubieran sido distintas, es muy posible que llegáramos a otras conclusiones.

Sí, la vida es una sucesión de casualidades que condicionan su trayectoria. Lo que sucede es que esa realidad es tan frustrante, tan carente de atractivo, que optamos por imaginarnos que estamos viviendo como queremos, que somos dueños de nuestros destinos. Pero no nos engañemos porque no es así.

29 de marzo de 2024

Las certezas morales no existen

 

Leía yo el otro día que las certezas morales no existen, aseveración que, por muy discutible que en principio pueda parecer, creo que merece una reflexión. A los que hemos sido educados dentro de la esfera del pensamiento judeocristiano, se nos ha inculcado desde niños la idea de los binomios mal o bien, bueno o malo, pecado o virtud, sin dar cabida a los matices. Desde el primer momento de nuestra existencia, casi desde la cuna, hemos oído repetir los mismos sermones, las mismas indicaciones de cuál es el camino acertado y cuál el equivocado, dónde está lo moralmente aceptable y dónde lo inmoral, como si no hubiera circunstancias a tener en cuenta, es decir, senderos alternativos. Se nos ha insistido tanto en que existen las certezas morales, que muchos caen en el convencimiento de que no cabe otro terreno de juego que el que marcan las doctrinas religiosas. 

Pero la realidad universal no es esa, sino otra muy distinta. Las fronteras de la ética encierran un terreno muy amplio, porque no se trata de una cuestión meramente binaria. Lo que para unos es bueno, para otros puede ser malo o no tan bueno o no tan malo. No sólo me refiero a la dispersión cultural a lo largo y ancho de la tierra, sino a entornos reducidos en los que no todos tenemos por qué tener los mismos criterios a la hora de juzgar los comportamientos.

Si esto es así desde un punto de vista filosófico, no lo es menos cuando entramos en el peculiar terreno de la política. Desde hace un tiempo se están oyendo rasgaduras de vestiduras en nombre de la ética que encierran las decisiones políticas, como si existieran unos mandamientos de obligado cumplimiento a la hora de tomar decisiones. Es verdad que suelen proceder siempre de los adversarios, cuyos filtros de moral son tan tupidos con el contrario como sus intereses lo sean. Ahora resulta que, dependiendo de con quien negocies, se puede ser santo o pecador.

Todos sabemos que cuando en el ejercicio de la política se abandonan las críticas sobre la gestión o sobre las decisiones que se toman  y se entra en juicios morales, es decir, cuando en vez de "hacer política" se "imparte doctrina moral", además de estar cayendo en la demagogia y en el populismo, se pone de manifiesto que se carece de argumentos válidos. Hablar de ética en política es como filosofar sobre el origen del universo o sobre las enseñanzas de Darwin en mitad de una romería rociera. Lo primero no encaja;  con lo segundo uno puede salir malparado si se le ocurre profundizar en la teoría de la evolución.

Dejemos las interpretaciones morales para los predicadores en sus púlpitos, y en política discutamos de programas, de medidas y de propuesta de ley cuando analicemos las actuaciones, porque estas decisiones no se pueden juzgar como se juzgan los comportamientos mundanos; si éstos admiten múltiples valoraciones, porque no existen certezas morales, aquellos se salen totalmente de su jurisdicción.

No sé si queda claro lo que quiero decir. Menos moralina hipócrita y más rigor en la definición y ejecución de los programas políticos y en las críticas que se hagan. Menos ruido y muchas más nueces.

24 de marzo de 2024

Recuerdos olvidados 8. Yo también fui monaguillo

 

En mi época escolar, sobre todo cuando se estudiaba en colegios religiosos, pocos se libraban de pasar por las sacristías para ayudar al sacerdote a vestirse la casulla y colocarse la estola y, después, para asistirle en el altar durante la celebración de la misa. Sin embargo, yo no fui monaguillo por obligación sino por vocación, quiero decir que nadie me obligó a ponerme la sobrepelliz. Fue a los 11 y 12 años, cuando vivíamos en el hospital militar de Barcelona, un complejo hospitalario que no carecía de nada, ni siquiera de iglesia y cura.

No recuerdo muy bien a impulso de quién o de qué nació la idea de presentarnos un grupo de amigos al capellán y ofrecernos voluntarios como monaguillos, pero sí las lecciones previas, el dificultoso aprendizaje de los latinajos y el empeño que poníamos los neófitos en aprender las lecciones que nos daban. Sabíamos que en algún momento llegaría nuestro debut y no queríamos hacer el ridículo delante de nuestros padres, de los padres de nuestros amigos, de los médicos y de los enfermos.

En aquella época yo era un creyente convencido, por no decir que ni se me pasaba por la imaginación cuestionar la veracidad de lo que representaban el boato y el orden y concierto con los que se celebraban las misas, mucho más cuando regia la liturgia preconciliar. Estaba tan convencido de que cualquier distracción podría llevarme a cometer un pecado mortal o incluso un sacrilegio, que, parafraseando a Teresa Sánchez de Cepeda Dávila y Ahumada, vivía sin vivir en mí. Las cosas han cambiado desde entonces, porque confieso que ahora todo lo que esté relacionado con lo sobrenatural me parece perteneciente al reino de la imaginación y en algunos casos de la superstición.

En cualquier caso, me gusta recordar mi experiencia como monaguillo, porque, como de todo se sacan lecciones en la vida, lo que aprendí entonces fue la importancia de hacer las cosas con método, ahora se dice siguiendo los protocolos o los procedimientos. Lo digo porque pienso que esa predisposición de mi carácter a no improvisar, a planificar y a medir los tiempos puede que proceda de mi época de monaguillo. No lo sé con seguridad, pero es que a veces, cuando realizo alguna de las muchas tareas repetitivas y monótonas que todos nos vemos obligados a ejecutar al cabo del día, me viene a la memoria aquella liturgia tan medida en los gestos, tan exacta en su mecánica y tan meticulosa en los detalles, a cuyo buen resultado yo contribuía con mi modesta aportación de monaguillo. Sin ánimo de crítica, sino todo lo contrario, me parecían representaciones teatrales de gran calidad escénica.

Nuestra labor como acólitos, por cierto, no acababa con la celebración de las misas, porque, ya metidos en el círculo clerical, el capellán contaba con nosotros para todo aquello en lo que pudiéramos serle de utilidad. Una de esas actividades eran las procesiones. Véase la foto adjunta y léase la nota bene.

NOTA BENE. En la vieja fotografía que conservo y que encabeza este artículo, una reliquia del pasado que me ha servido de recordatorio para escribir este artículo, aparezco yo a la derecha (izquierda del crucifijo, truncado en la foto); el del centro es mi amigo Pepe, con el que no he perdido la amistad durante los setenta años transcurridos desde entonces; el de la izquierda Miguelito, de quien apenas mantengo algún difuso recuerdo. Obsérvese las batas blancas de los sanitarios y los uniformes de los soldados. 

17 de marzo de 2024

Recuerdos olvidados 7. El perro rabioso

 

Durante los dos años que viví en el hospital militar de Barcelona, donde estaba destinado mi padre como oficial jefe de la administración del complejo -1953-1955-, viví algunas situaciones cuyo recuerdo tengo grabado en la memoria a fuego. Pero entre todas aquellas inolvidables anécdotas hay una que permanece tan viva en mi memoria, que a veces me llega en forma de insidiosa y reiterada pesadilla, con pequeñas modificaciones con respecto a lo que en realidad sucedió, pero tan semejante en lo fundamental que nunca me quedan dudas de cuál es el origen del sueño.

La familia de mi amigo Pepe tenía un perro de un tamaño que a mí se me antojaba enorme. No recuerdo su raza, pero sí que era un animal pacífico. Un día, sin que nadie supiera la razón, el animal mordió a una de sus hermanas, un bocado profundo y aparatoso en la pierna que requirió que los médicos tuvieran que coser la herida con varios puntos.

Como sospecharan que el animal pudiera tener la rabia, lo encerraron durante unos días en la azotea del depósito de cadáveres del hospital, para someterlo a observación y decidir si lo sacrificaban o no. El tanatorio estaba en un pequeño pabellón aislado en mitad de uno de los parques, muy apartado de los demás, un lugar al que a ninguno de nosotros nos gustaba acercarnos, no fuéramos a encontrarnos con alguna situación desagradable.

Mi amigo Pepe era el encargado de llevarle a diario la comida al perro. En un alarde de fantasía nos contaba a los amigos situaciones terroríficas que vivía cada vez que entraba en la sala del depósito de cadáveres, ruidos extraños que salían de debajo de las sábanas que los cubrían, movimientos casi imperceptibles pero evidentes de alguno de los muertos y lindezas por el estilo. Lo contaba con tanta naturalidad, que yo, que todavía no había cumplido los doce años, oía aquellas historias con cierto horror, pero sobre todo con envidiosa admiración hacia el valor de mi amigo.

Un día debí de hacer algún comentario que Pepe interpretó como que ponía en duda la veracidad de las explicaciones que daba sobre sus experiencias en el depósito de cadáveres. “Si no te lo crees -me dijo -, ven conmigo y compruébalo tú mismo. A no ser que seas un cagueta”.

La verdad es que a esa edad los muertos me producían pavor y hasta entonces afortunadamente pocos tratos había tenido con ellos. Pero como no quería admitirlo y pasar a la posteridad con fama de cobarde, acepté acompañarlo al día siguiente. Ni Pepe ni ninguno de mis amigos de la pandilla se reirían de mí.

Cuando llegó el momento, nos dirigimos los dos al tanatorio. Pepe abría camino y yo iba a la zaga. Recuerdo que se había hecho completamente de noche. Una lámpara oscilante sobre la puerta iluminaba débilmente  el entorno, contribuyendo a aumentar mis temores contenidos a duras penas. El silencio era absoluto, sólo roto por el ruido de nuestras pisadas sobra las hojas secas, quizá por el ulular del viento y acaso por nuestras respiraciones. Mi amigo abrió la puerta con una llave que sacó del bolsillo de su pantalón y encendió la luz.  Entramos en una gran sala amueblada con mesas de mármol, la mayoría vacías, salvo una de ellas, en la que bajo unas sábanas se adivinaba la silueta de un cuerpo humano. Atravesamos la gran habitación, subimos unas incómodas escaleras de hierro y accedimos a la azotea del edificio. En un rincón, más asustado que yo, estaba acostado el perro en cuarentena, que en vez de ladrar se limitó a soltar unos quejidos lastimeros.

Pepe colocó una caja con comida junto al animal y me dio un cazo vacío-. Baja y llénalo de agua. Hay una pila al pie de la escalera. –Me miró con una sonrisa malévola-. No tendrás miedo, ¿verdad?

Bajé la escalera. Tenía el estómago en la boca, el cuerpo me temblaba y el corazón estaba a punto de estallarme. Aunque intenté evitarlo, la vista se me fue hacia la mesa con el cadáver. Me pareció que había cambiado de posición, pero deduje que eran cosas de mi imaginación. Abrí el grifo del agua y, mientras se llenaba el cazo, observé con horror que el muerto iniciaba un movimiento para ponerse de pie. Tiré el agua al suelo y lancé un grito estruendoso.

Entonces, casi al unísono, unas carcajadas estrepitosas e incontenibles llegaron a mis oídos, unas procedentes de la terraza y otras del cadáver resucitado, que no era otro que Miguelito, otro de mis amigos, que se había conchabado con Pepe para gastarme una pesada broma.

El "hijos de puta" que salió de mi boca en aquel momento debe de estar recorriendo todavía las interminables galaxias del universo infinito.

13 de marzo de 2024

Mentiras para tapar mentiras

 


Antes de "meterme en harina", quiero presentar a mi amigo Rafael Clemente, autor de la caricatura que acompaña a este artículo. Rafa es uno de mis antiguos condiscípulos del Colegio Calasancio de Madrid, un afecto recobrado al cabo de tantos años de no vernos, piloto de altos vuelos, artista del dibujo y mago del ilusionismo. Gracias, Rafa, por haber prestado tu arte a mi modesto blog, que ya es también el tuyo. (Instagram: @rafaclementeartist/@profesorpatato).


Han pasado veinte años, pero el recuerdo de los salvajes atentados del 11 M permanece tan vivo en la memoria de los españoles, que da la sensación de que acabaran de suceder. Fue tal la atrocidad cometida por los terroristas, que no es fácil borrar de la memoria aquella jornada y las siguientes. Cerca de doscientos muertos y unos dos mil heridos. Estudiantes y trabajadores, ciudadanos inocentes que se dirigían a sus centros de estudio o de trabajo. La sociedad española se sintió por un lado consternada y por otro atemorizada. En el ambiente flotaba la sensación de que España había sufrido un ataque indiscriminado y que en cualquier momento podría repetirse. Había dolor, pero también miedo.

Aunque en un primer momento empezó a circular la idea de que ETA había sido la autora de la salvajada, los datos que iban llegando no cuadraban. Ni por el modus operandi ni por los objetivos de los atentados. Desgraciadamente era ya tan larga la historia de la banda terrorista, que en las mentes de los españoles no encajaba esa interpretación. Además, como en el ambiente flotaba la gran mentira de las armas de destrucción masiva en Irak que defendieron al unísono Busch, Blair y Aznar, no había que ser demasiado sagaz para concluir que las bombas en los trenes de cercanías de Madrid tenían la firma de Al Qaeda o de alguna de sus muchas ramificaciones internacionales. Se trataba sin lugar a dudas de una brutal represalia por la intervención militar capitaneada por el trío de las Azores en aquel país del Próximo Oriente.

Estábamos a la vista de unas elecciones generales, en cuya campaña se había debatido largo y tendido sobre la gran mentira que sustentó el ataque a Iraq, una espantosa guerra que no sólo causó medio millón de muertos, sino que además desestabilizó por completo la zona y cuyas consecuencia perduran en la actualidad. Rodríguez Zapatero, el candidato de la oposición, había prometido que si ganaba las elecciones retiraría las tropas españolas de Iraq; Aznar, sin embargo, mantenía la defensa de que aquel ataque había sido necesario.

La situación para el gobierno del PP era muy comprometida, porque todas las miradas estaban puestas en las consecuencias de la decisión de sumarse a la intervención militar en Irak. Se sabía ya que las famosas armas de destrucción masiva no existían, de manera que se temían las repercusiones electorales negativas que los ataques terroristas pudieran tener a la hora de elegir el voto y, como consecuencia, sus estrategas decidieron mantener la falsedad de la autoría de ETA. Mentira burda para tapar otra descarada mentira.

Todavía hoy algunos intentan mantener la duda. FAES, la fundación conservadora que preside Aznar, ha salido, cómo no, en defensa de su presidente, algo que produce sonrojo. Los líderes actuales del PP, o tiran balones fuera o defienden que no es el momento de hablar de aquello, sino de preocuparse de las víctimas, o añaden que todavía quedan muchas cosas sin aclarar. Les pesa mucho las consecuencias de aquel triste suceso, una despiadada masacre producida a raíz de que Aznar comprometiera a España en una guerra en base a una mentira. Después, para tapar aquella, otra para no perder las elecciones. De mentira en mentira y tiro porque me toca.

La sociedad española todavía está esperando que los responsables de aquellas falsedades pidan perdón. Bush y Blair dieron en su día explicaciones. Aznar sostiene y no enmienda. El PP con su silencio y ambigüedad ampara la mentira.

10 de marzo de 2024

¿Cuál de los personajes de tu novela soy yo?

En un interesante ensayo autobiográfico que estoy releyendo al cabo de más de veinte años de haberlo hecho por primera vez, su autor, el conocido escritor israelí Amos Oz, hace una serie de reflexiones sobre las fronteras que existen entre los escritores de novelas -los creadores-  y los argumentos de sus novelas -sus creaciones-, y entre estos últimos y quien los lee.

Sostiene el pensador israelí que hay lectores de novelas que al leer ponen el foco en la relación que existe entre el autor y el argumento, con la intención de descubrir detrás de cada línea y de cada palabra sus motivaciones, su implicación personal en la trama o el grado de autobiografía que pueda existir en los datos que va dejando en sus descripciones o en boca de sus personajes, olvidándose del contenido. Añade que esa manera de leer no es aconsejable y recomienda centrarse en la relación entre el argumento y la realidad de quien lee e interpreta. Es decir, olvidarse del autor y de sus motivaciones y pensar exclusivamente en el argumento y en uno mismo.

Como hace unos años pasé una época jugando a escritor de novelas -¡maravillosa e irrepetible experiencia!- creo entender el mensaje de Amos Oz. Lo importante en la ficción no es la procedencia sino el destino. Las novelas se escriben para crear realidades que no existían, para ser interpretadas por los que las leen, para calar en la sensibilidad del lector. No hay que buscar en ellas dobles sentidos, mensajes ocultos o hechos autobiográficos, no porque no existan, sino porque no es esa la intención del autor. De hecho, cualquier escritor se apoya al escribir en sus experiencias y vivencias, y muchas veces en personajes de carne y hueso que se mueven a su alrededor. Pero esa circunstancia es siempre un medio, nunca un fin.

En aquella época de novelista descubrí que efectivamente hay dos tipos de lectores, los que me preguntaban de dónde había sacado esto o aquello, quién estaba detrás de fulano o de mengana, a qué paraje me refería cuando contaba algún suceso. No les importaba ni la trama ni lo que les sucedía a los personajes, sino lo que pasaba por mi cabeza cuando escribía. Indagaban sobre mí y no sobre mis novelas. Pero también estaban los que me hablaban del argumento, alabando o criticando su contenido, y me explicaban su propia interpretación de las novelas. Les preocupaba la trama, las reacciones de los personajes, sus motivaciones y, como consecuencia, su interpretación. Que yo estuviera detrás de todo aquello era para ellos indiferente o, al menos, una circunstancia de menor importancia.

Supongo que es a eso a lo que se refiere Amos Oz cuando dice que el buen lector se debe mover entre el libro y él mismo y no entre el autor y el libro. Que no debe quedarse entre las fronteras de la creación y las de lo creado, sino moverse en el terreno de su propia interpretación. Porque hay tantos argumentos que respondan a un mismo título como lectores tenga el libro.

Llegado aquí, confesaré que no he empezado por segunda vez la lectura de Una historia de amor y oscuridad para sacar conclusiones de este tipo, sino para recordar los orígenes del enfrentamiento judeo-palestino, tan lamentablemente en boga desde hace un tiempo. Pero, cuando leo los mensajes de las grandes figuras de la literatura universal, me resulta imposible no detenerme en sus reflexiones, e incluso a veces, como hago ahora, traerlas a este blog. Quizá se trate de una "deformación profesional". ¡Qué le vamos a hacer!

6 de marzo de 2024

Judíos y palestinos.

 

La historia del pueblo judío es tan compleja y de orígenes tan remotos, que resulta muy difícil entender lo que está sucediendo en el Próximo Oriente desde la creación del estado de Israel. En estos momentos estamos asistiendo a la cruel y sanguinaria guerra de Gaza, que en realidad es sólo una batalla más de una larga guerra que se inició cuando occidente bendijo la independencia del nuevo estado, sobre una región que desde la época de los romanos se denomina Palestina,  y que estuvo bajo administración británica a partir de la caída del Imperio Turco, tras la Primera Guerra Mundial, hasta 1948. 

Pero para entender bien lo que está sucediendo en aquellas tierras es preciso remontarse a mucho antes. A partir de la llamada Diáspora, que en realidad fueron varias y separadas por siglos de distancia, los judíos que vivían en Palestina desde tiempo inmemorial se dispersaron por el mundo entero huyendo de las invasiones que pretendían aniquilarlos, cuando todavía, por cierto, no habían nacido ni la religión cristiana ni la musulmana, Pero a diferencia de lo que suele suceder cuando se producen migraciones masivas, conservaron su religión, sus costumbres y una especie de ilusión romántica, la de que algún día regresarían a la tierra de sus ancestros, a Eretz Israel (Tierra de Israel).

Esa falta de asimilación a su nueva realidad o, si se prefiere, esa férrea fidelidad  a su pasado, originó a lo largo de los siglos un sinfín de expulsiones, es decir, nuevas migraciones masivas. A finales del siglo XIX y durante la primera mitad del XX, aumentó la animadversión contra los judíos que vivían en los distintos países de Europa, hasta desembocar en los genocidios que todos conocemos, sobre todo el tristemente conocido como el Holocausto, en la Alemania de Hitler. He leído hace poco que un conocido pensador israelí escribió hace unos años que Europa había pasado de escribir en las paredes de las calles durante la primera mitad del siglo XX “judíos, marchaos a Palestina”, a vociferar en la segunda “judíos, marchaos de Palestina”.

Palestina en realidad es tanto la tierra de los que ahora llamamos palestinos, los musulmanes que viven allí, como la de los judíos que ya vivían porque nunca sus antecesores se marcharon o porque regresaron antes o después de que se creara el moderno estado de Israel. Se trata de dos familias con el mismo origen, cuya convivencia en un único territorio es imposible. De manera que, como propone Naciones Unidas, parece que sólo hay una salida posible, la creación del estado Palestino, que ahora no existe, y la convivencia pacífica con el de Israel

La batalla de Gaza no se puede explicar si no se entiende que los palestinos no tienen patria, porque se quedaron sin ella cuando se creó el estado de Israel, y que los judíos creen que si se les otorga corren el riesgo de que terminen echándolos al mar, como tantas veces ha sucedido a través de la Historia.

Si hacemos abstracción de las barbaridades que se están cometiendo en los últimos meses, la mejor manera de posicionarse en este complejo asunto es tratar de entender cómo se ha llegado hasta aquí. Porque de otra manera se puede caer en la fácil dicotomía de buenos y malos, cuando posiblemente todos tengan razón en sus pretensiones, pero ninguna de las dos partes esté contribuyendo a lograr un acuerdo.

Ni tampoco Occidente, sobre todo los Estados Unidos de América.

29 de febrero de 2024

Recuerdos olvidados 6. El caso de la pluma estilográfica

 

Tenía yo entonces diez años y vivía en Gerona. Estudiaba el curso que en el plan de entonces se denominaba primero de Bachillerato, en un colegio seglar y mixto de la ciudad del Ter y del Oñar, algo muy poco frecuente en aquella época. No debíamos de ser más de quince alumnos por clase, entre chicos y chicas. Todavía, a pesar de los años transcurridos –más de setenta- y a que sólo estudié allí un año, recuerdo los nombres de algunos de mis compañeros y profesores, aunque sus fisonomías hayan desaparecido por completo de mi memoria.

Un día, por no sé qué razones, a la hora de salir me quedé rezagado en el aula. Sobre el tablero de la mesa corrida y alargada que constituía mi pupitre compartido, vi una estilográfica abandonada por alguno de mis compañeros, que con las prisas de última hora debía de haberse olvidado de guardar.

La cogí y  la metí en un bolsillo, o quizá en la cartera junto a mis libros, con la intención de localizar al día siguiente a su propietario y devolvérsela. Pero cuando llegó el momento se me olvidó. Al cabo de un par de días, al sacar mis cosas cuando empezaba la primera clase, la vi y la coloqué sobre el pupitre. 

Una voz  aguda y amenazadora, la de uno de mis compañeros de clase, que se llamaba Requena, sonó de repente detrás de mí: "esa pluma es mía, me la has robado, devuélvemela inmediatamente". La acusación me sonó tan dura, tan alejada de la realidad de mis intenciones, que mi sistema defensivo reaccionó improvisando un embuste: "no es cierto, me la encontré el otro día en la calle, tirada en el suelo, al salir del colegio". No sé por qué lo hice, ignoro qué resortes de mi mente infantil me llevaron a construir aquel relato falso. Pero una vez dicho lo que dije, me propuse defender mi versión contra viento y marea.

La reacción no se hizo esperar por parte del profesor de turno –el señor Sánchez- que nos ordenó a los dos que, cuando acabara la clase, nos quedáramos con él un momento para aclarar lo sucedido.

Cuando ya estábamos solos nos sometió a un auténtico interrogatorio, como lo haría cualquiera de los detectives que yo veía en las películas de Humphry Bogart. Preguntó primero a mi compañero cuándo había echado de menos su estilográfica, y después a mí cuándo y dónde me la había encontrado. Requena dijo que hacía un par de días, y yo que en la misma fecha, al salir del colegio. El señor Sánchez, a pesar de sus dudas, me dijo que la situación debía ponerse en conocimiento del director del colegio. 

-Esté aquí mañana un cuarto de hora antes de empezar las clases -me dijo con autoridad-. El señor Cocuard lo estará esperando en su despacho. 

Esa noche transcurrió entre insomnios y pesadillas, en los que no faltaron ni cárceles ni correccionales ni trabajos forzosos ni salas de interrogatorios con luces de flexos dirigidas a los ojos. Hasta que al día  siguiente el director del colegio me recibió en su despacho con cara de circunstancias. 

-Siéntese y cuénteme. Si hacía un par de días que la encontró, ¿por qué no se la había entregado a su dueño?

-Porque se me olvidó que la tenía en la cartera –contesté sin la menor vacilación-. De repente la vi, la saqué y la puse sobre la mesa. Entonces Requena me acusó de habérsela robado. 

-¿Les ha contado usted algo a sus padres sobre este asunto? 

-No. Para qué iba a hacerlo. ¿Para preocuparles? Tenía que hablar primero con usted.

El señor Cocuard suavizó el semblante, esbozó una sonrisa y me dio la mano.

-Vuelva a clase. Si de verdad hubiera usted querido quedarse con esa pluma, no la habría sacado delante de su propietario. Creo en su versión. Aquí no ha pasado nada. Y sea cuidadoso con estas cosas. A veces los olvidos se vuelven contra nosotros. Espero, porque todo ayuda a aprender en la vida, que no se olvide nunca de esta experiencia.

Entré en clase justo un minuto antes de que la señorita Adell empezara la primera clase del día. Me miró con expresión neutra y me señaló mi silla para que tomara asiento. Desde su mesa, Requena escrutaba mi rostro, quizá tratando de encontrar en mí las consecuencias de una bronca. Yo le devolví la mirada con seriedad, abrí el libro, saqué mi estilográfica –una Parker azul marino con el capuchón plateado que me habían regalado mis padres cuando aprobé el curso anterior- y me puse a atender las explicaciones.

Ni el señor Sánchez ni Requena volvieron a mencionarme nunca aquel extraño y desagradable incidente. Incluso recuerdo que éste y yo llegamos a ser buenos amigos, porque a veces la amistad se abre camino a través de extrañas circunstancias. Pero no me acuerdo ni de su cara ni de su aspecto, sólo de un llamativo jersey de lana con dibujos de rombos que vestía con bastante frecuencia.

Desde entonces me he mantenido muy alerta en mis contactos con las propiedades ajenas para evitar equívocos, porque no creo que pudiera volver a soportar una afrenta tan injusta como la que recibí aquel día de hace setenta años. Las cosas no siempre son lo que parecen. Por eso dice el proverbio que la esposa del césar no sólo debe ser honesta, sino que además tiene que parecerlo.