3 de mayo de 2024

Recuerdos olvidados 11. Un ligue memorable

Andaría yo entonces por los 17 o quizá los 18 años y acababa de empezar la carrera. Tenía una buena pandilla de amigos y amigas, ellos procedentes de mi etapa escolar y ellas primas, hermanas o vecinas nuestras, jovencitas entre los 15 y los 17 que habíamos ido introduciendo poco a poco en el grupo. Nuestro principal entretenimiento eran aquellos fantásticos guateques de los sesenta, siempre por las tardes, porque eran tiempos de costumbres mojigatas y castidad impuesta, y ellas tenían que estar en casa no más tarde de las diez de la noche. Infringir aquella norma solía ser causa de serias reprimendas.

Uno de mis amigos, antiguo compañero de colegio, con el que luego coincidí en la Escuela de Ingenieros Agrónomos de Madrid y con quien mantengo una buena amistad -Sise, para los amigos-, venía con cierta frecuencia a casa, puede que a revisar juntos apuntes de algún tema que se nos atragantara o quizá a correr por la Casa de Campo por aquello de mens sana y corpore sano. Yo vivía entonces en la calle de Ferraz de Madrid, muy cerca del Paseo de Moret. Enfrente de mi portal había una cafetería que se llamaba Bacuco, entonces muy de moda, frecuentada por estudiantes universitarios residentes en los colegios mayores de alrededor. Allí iban con mucha frecuencia Los Gemelos, aquel conocido dúo que acompañó con sus guitarras a María Dolores Pradera durante sus últimos años. Cuando Sise y yo terminábamos de estudiar o de trotar bajo los pinos cruzábamos a esa cafetería, pedíamos unas cañas y prolongábamos un rato la jornada.

Un buen día, dos chicas, puede ser que tuvieran nuestra misma edad, aunque ya se sabe que ellas a los 18 siempre parecen mucho mayores que ellos, se sentaron a nuestro lado, de manera que no tardamos mucho tiempo en entablar conversación. Residían en un colegio mayor femenino muy cerca de allí, lo que motivó que a partir de ese día volviéramos a vernos de vez en vez en el mismo lugar, siempre a la caída de la tarde, cuando ya habíamos dejado los otros menesteres. Una de ellas, que se llamaba Magdalena y de la que no recuerdo nada más que el nombre, me tenía obnubilado. Un día nos explicaron que iban a pasar un mes en La Granja, para cumplir con aquella obligación de las chicas que se llamaba Servicio Social, y que se alojarían en la residencia de la Sección Femenina.

Sise y yo nos propusimos entonces ir a verlas, Ahorramos algún dinero para pagarnos el autobús y para poder invitarlas a comer, y un domingo nos presentamos en La Granja sin avisar, convencidos de que íbamos a darles una agradable sorpresa y que nos recibirían con los brazos abiertos. Muy mal se nos tenían que dar las cosas para que ese día no triunfáramos. Cuando llegamos al pueblo, observamos desde el primer momento que sus calles estaban inundadas por una marea caqui formada por militares pertenecientes a las llamadas Milicias Universitarias, todos de veintitantos años, con las caras bronceadas como consecuencia de las largas horas de instrucción, luciendo unos elegantes cordones en el pecho, distintivos de sus carreras, lo que nada tenía de particular porque cerca de allí había un campamento dedicado a aquella modalidad del servicio militar.

Cuando llegamos a la puerta de la residencia, preguntamos por ellas. Al cabo de un rato bajaron, con las caras muy serias y casi evitando nuestras miradas, poniendo de manifiesto que nuestra visita las incomodaba. Nos dijeron que deberíamos haberlas avisado, porque habían quedado citadas con unos chicos del campamento y les resultaba imposible salir con nosotros. Nos dieron la mano, salieron de allí, cruzaron la calle, se encontraron con sus flamantes donjuanes y si te he visto no me acuerdo.

Nosotros regresamos a Madrid algo compungidos, aunque a esa edad las contrariedades, incluso las del corazón, se olvidan muy pronto. En cualquier caso, la vida nos había dado a los dos una buena lección, la de que los amores hay que ganárselos con habilidad y nosotros habíamos sido muy torpes, o, dicho de manera algo más vulgar, que en esto de los ligues no se atan los perros con longanizas.

Pero, dicho sea sin presunción, aquel tropiezo no volvió a sucederme nunca más en la vida. O sí, vaya usted a saber.

Aunque de esto quizá hable otro día. O no, porque hay asuntos que por su naturaleza más vale no airear.

 

2 comentarios:

  1. Y es que nosotros, los de diecitantos, no teníamos nada que hace contra los de veintitantos.

    Por otra parte, como cantaba Joan Manuel Serrat, Ellos te quieren en casa poco antes de que den las diez. Vete. Se hace tarde. Vete ya...La niña duerme en casa... y en un reloj darán las diez.
    En cambio, a nosotros nos dejaban hasta la una de la madrugada o más.

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    1. Fernando, de acuerdo en todo lo que dices, salvo en el último punto. A mí a esa edad también me obligaban a estar en casa no más tarde de las 10:30. Tú eres más joven y por lo que dices debían de soplar vientos más tolerantes.

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