22 de mayo de 2024

Recuerdos olvidados 14. La escalera de caracol

Quizá sea éste uno de los recuerdos más antiguos que retiene mi memoria, muy difuso por supuesto, pero a pesar de todo con detalles suficientes para poder contarlo aquí. Tenía yo cinco o a lo sumo seis años y acababa de empezar a ir al colegio por primera vez en mi vida. Como por aquel entonces no existían los parvularios, hasta esa edad los juegos infantiles sólo tenían el escenario de nuestras casas o el de los parques a los que nos llevaban. Por eso, el estatus de estudiante de primaria suponía un auténtico cambio de vida. Recreos, pero sobre todo nuevos amigos.

El colegio era el de Nuestra Señora del Pilar de Tetuán, la capital del entonces Protectorado Español de Marruecos, ciudad en la que viví durante los ocho primeros años de mi vida. Recuerdo perfectamente que entre mis compañeros, unos treinta, había media docena de musulmanes, hijos de nativos acomodados que habían optado por darle a sus vástagos una educación española, aunque sin renunciar a su fe musulmana. Diré, como curiosidad, que cuando los españoles nos poníamos de pie para rezar lo que correspondiera al momento, ellos permanecían sentados en sus  pupitres. Un ejemplo de convivencia entre religiones y entre diferentes culturas que por su interés refiero. 

En aquel colegio hice mis primeros amigos. Uno era Jordi, al que, por lo extraño que sonaba su acento a mis oídos y por su nombre, para mí absolutamente desconocido, yo le había adjudicado la nacionalidad inglesa. Hasta que mi padre me sacó del error y me habló por primera vez de Cataluña y de su idioma. Puede que fuera aquella la primera lección que recibí sobre la variedad cultural de España.

Un día Jordi me invitó a pasar la tarde en su casa, un chalé que a mí me parecía enorme, con dos pisos y una torre en una de las esquinas, que confería a la vivienda el aspecto de un castillo. Mis padres me aclararon años después que el dueño de la casa era un conocido hombre de negocios catalán, relacionado con  empresas mineras en El Rif.

Recuerdo que, cuando nos dejaron solos, Jordi y yo empezamos a corretear por su casa, no sé si jugando a indios y vaqueros o a japoneses y americanos, emulando a los héroes de las películas que veíamos en el cine Avenida o en el de la Misión Católica, los dos únicos que yo conocía. Pero lo cierto es que en nuestro inagotable correteo se interponía una escalera de caracol que ascendía hacia la torre, muy estrecha e incómoda, pero incapaz de frenar los ímpetus de Toro Sentado y de David Crockett.

Por supuesto que no recuerdo cómo, pero en alguna de aquellas subidas y bajadas debí de tropezar y caí rodando por las escaleras, magullándome el cuerpo entero, hasta frenar la caída con un seco golpe en la cabeza que, a pesar de la contundencia, no me hizo perder el sentido, aunque es posible que me dejara algo desorientado. Creo que no empecé a llorar hasta que la sangre de la herida de la cabeza llegó a mis ojos. 

Sé que los padres de Jordi me llevaron inmediatamente a la casa de socorro y que avisaron a los míos inmediatamente. Pero esa parte del accidente, las curas y las urgencias, no la recuerdo. Lo que nunca se me olvidará es el comentario de mi padre cuando me vio con la cabeza vendada, porque, una vez comprobado que sólo había sido un susto, le dijo entre dientes a mi madre, "María Jesús, este niño se nos mata un día por una escalera". Parece ser que se refería a mis antecedentes, porque con menos de un año me había escapado en un tacataca del piso donde vivíamos, aprovechando que alguien se había dejado la puerta abierta, hasta recorrer el descansillo y precipitarme por las escaleras. Llovía sobre mojado

Como tacataca hace mucho que no uso y además evito las escaleras de caracol, nunca más me he vuelto a caer como en aquellas dos ocasiones, aunque tropezones haya habido en mi vida alguno que otro, en todos los sentidos de la palabra. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra.

2 comentarios:

  1. Interesante y entretenido relato, como siempre.
    Yo también tuve unas cuantas accidentadas caídas de pequeño. Menos mal que teníamos buenos ángeles custodios y, además, éramos de goma.
    Fernando

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    1. Lo malo es seguir tropezando de mayor. Esas caídas duelen más.

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