El colegio era el de Nuestra Señora del Pilar de Tetuán, la
capital del entonces Protectorado Español de Marruecos, ciudad en la que viví durante los ocho primeros años de mi vida. Recuerdo perfectamente que entre mis
compañeros, unos treinta, había media docena de musulmanes, hijos de
nativos acomodados que habían optado por darle a sus vástagos una educación española, aunque sin
renunciar a su fe musulmana. Diré, como curiosidad, que cuando los españoles
nos poníamos de pie para rezar lo que correspondiera al momento, ellos permanecían sentados en sus pupitres. Un ejemplo de convivencia entre religiones y entre diferentes culturas que por su interés refiero.
En aquel colegio hice mis primeros amigos. Uno era Jordi, al que, por lo extraño que sonaba su acento a mis oídos y por su nombre, para mí absolutamente desconocido, yo le había adjudicado la nacionalidad inglesa. Hasta que mi padre me sacó del error y me habló por primera vez de Cataluña y de su idioma. Puede que fuera aquella la primera lección que recibí sobre la variedad cultural de España.
Un día Jordi me invitó a pasar la tarde en su casa, un
chalé que a mí me parecía enorme, con dos pisos y una torre en una de las
esquinas, que confería a la vivienda el aspecto de un castillo.
Mis padres me aclararon años después que el dueño de la casa era un conocido
hombre de negocios catalán, relacionado con empresas mineras en El Rif.
Recuerdo que, cuando nos dejaron solos, Jordi y yo empezamos a corretear
por su casa, no sé si jugando a indios y vaqueros o a japoneses y americanos, emulando a los héroes de las películas que veíamos en
el cine Avenida o en el de la Misión Católica, los dos únicos que yo conocía. Pero lo cierto es que en nuestro
inagotable correteo se interponía una escalera de caracol que ascendía hacia la
torre, muy estrecha e incómoda, pero incapaz de frenar los ímpetus de Toro Sentado y de David Crockett.
Por supuesto que no recuerdo cómo, pero en alguna de
aquellas subidas y bajadas debí de tropezar y caí rodando por las escaleras,
magullándome el cuerpo entero, hasta frenar la caída con un seco golpe en la
cabeza que, a pesar de la contundencia, no me hizo perder el sentido, aunque es posible que me dejara algo desorientado. Creo que no empecé a llorar hasta que la sangre de
la herida de la cabeza llegó a mis ojos.
Sé que los padres de Jordi me llevaron inmediatamente a la
casa de socorro y que avisaron a los míos inmediatamente. Pero esa parte del
accidente, las curas y las urgencias, no la recuerdo. Lo que nunca se me olvidará es el comentario de mi
padre cuando me vio con la cabeza vendada, porque, una vez comprobado que sólo había sido un susto, le dijo entre dientes a mi madre, "María Jesús, este niño se
nos mata un día por una escalera". Parece ser que se refería a mis antecedentes,
porque con menos de un año me había escapado en un tacataca del piso donde vivíamos, aprovechando que alguien se había dejado la puerta abierta, hasta recorrer el descansillo y precipitarme por las escaleras. Llovía sobre mojado
Como tacataca hace mucho que no uso y además evito las escaleras
de caracol, nunca más me he vuelto a caer como en aquellas dos ocasiones, aunque tropezones haya habido en mi vida alguno que otro, en todos los sentidos de la palabra. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra.
Interesante y entretenido relato, como siempre.
ResponderEliminarYo también tuve unas cuantas accidentadas caídas de pequeño. Menos mal que teníamos buenos ángeles custodios y, además, éramos de goma.
Fernando
Lo malo es seguir tropezando de mayor. Esas caídas duelen más.
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