7 de mayo de 2024

Recuerdos olvidados 12. Gritos en la piscina del vecino

 

Durante nuestra primera etapa de casados -desde 1970 a 1976-, alquilábamos durante todo el año un chalé en Galapagar, pequeña localidad de la provincia de Madrid situada a unos cincuenta kilómetros de la capital. Por un precio ligeramente superior al que costaba alquilarlo los tres meses de verano, disponíamos de una segunda vivienda permanente. La casa contaba con una parcela de mil quinientos metros cuadrados, que incluía una pequeña piscina, un buen garaje y una espléndida terraza que se asomaba a la sierra de Guadarrama, con la silueta de los Siete Picos como telón de fondo. Estaba situada en una colonia -Veracruz-, a unos dos kilómetros del pueblo. Era grande, de manera que a nosotros nos sobraba espacio por todas partes. En invierno subíamos a pasar los fines de semana y en verano nos instalábamos allí. Yo, salvo el mes de vacaciones, bajaba todos los días a trabajar a Madrid. 

Como me ha sucedido en alguna otra ocasión en la vida, aquella iniciativa nuestra atrajo la atención de uno de mis hermanos y de varios de nuestros amigos, que poco a poco fueron alquilando otros chalés similares alrededor del nuestro, creando entre todos un ambiente muy agradable. De aquella etapa de nuestras vidas mantengo extraordinarios recuerdos, porque a esa edad de treintañeros todo parece de color de rosa. Mis hijos crecían sanos correteando por la parcela y chapoteando en la piscina, y nosotros no parábamos de organizar fiestas en casa de unos o de otros, hasta el punto de que llegó un momento en el que empezamos a echar de menos un poco de tranquilidad y algo menos de ajetreo. Pero, como he pensado luego muchas veces a lo largo de mi vida, que nos quiten lo "bailao".

Un día estaba jugando al tenis con un amigo -en realidad peloteando- en un trozo de la parcela llano y bien apisonado, aunque pequeño para nuestras pretensiones deportivas. Serían las siete de la tarde y, aunque el sol empezaba a decaer, sudábamos la gota gorda. De repente oímos los dos unos gritos desgarradores de mujer procedentes de un chalé situado a unos trescientos metros del nuestro. Aunque no se entendía lo que decía, parecía evidente que pedía socorro. Soltamos las raquetas y salimos a la carrera hacia el lugar. Cuando llegamos allí, una vez traspasada la puerta del jardín, nos encontramos con una señora de unos treinta y tantos años, guapa y elegante, con una niña en brazos, de aproximadamente dos años de edad, que acababa de sacar de la piscina, ahogada o al menos sin conocimiento.

Como habíamos visto alguna vez hacer en la televisión, sin pensárnoslo dos veces empezamos a hacerle el boca a boca, alternado nuestros esfuerzos y dándole al mismo tiempo masajes en el corazón. Al cabo de unos minutos, que a mí me parecieron toda una eternidad, la niña vomitó aparatosamente, abrió los ojos con un gesto de terror, buscó alrededor con la mirada y empezó a llorar. Nosotros nos miramos con un esbozo de sonrisa en la comisuras de la boca, bajo la impresión de que acabábamos de salvar una vida humana. Todavía recuerdo el sabor a leche agria que dejó la boca de la pequeña en la mía. 

Mientras tanto, alguien había llamado al médico del pueblo, que tardó muy poco en llegar allí. Como era lógico, tomó el control de la situación, nos apartó a los dos y decidió que se avisara a una ambulancia para llevar a la niña al hospital Puerta de Hierro. Mientras tanto ordenó que se le quitara la ropa mojada, algo que a nosotros ni se nos había ocurrido.

Al día siguiente, los padres de la niña vinieron a vernos al chalé con una botella de whisky etiqueta negra en las manos como regalo. Se trataba de un matrimonio chileno exiliado de su país a causa de las medidas nacionalizadoras que se tomaron en aquel país cuando accedió a la presidencia Salvador Allende, sin duda con muy buena posición económica. Todavía recuerdo el Porsche rojo aparcado frente a nuestro jardín y el impresionante Rolex que lucía en la muñeca el padre de la criatura.

Se deshicieron en agradecimientos y nos dijeron que en el hospital les habían pedido que felicitaran a los improvisados socorrista porque no habían encontrado ni una gota de agua en los pulmones de la pequeña. Después nos hicieron una foto, "para que el día de mañana nuestra hija reconozca a sus salvadores". Pero lo que no se me olvidará nunca es que a continuación nos preguntaron sorprendidos cómo habíamos sido capaces de acudir a los gritos de socorro. En Chile, nos explicaron, nadie hubiera movido un dedo por temor a encontrarse con una situación desagradable, quizá con un atracador armado o con un asesino.

Yo no contesté, pero de haberlo hecho le hubiera dicho algo así como que España era un país civilizado, lo que evidentemente hubiera supuesto una impertinencia, un agravio comparativo. A veces es preferible guardar silencio y no dejarse llevar por los sentimientos.

Nunca he vuelto a saber nada de aquella niña, de la que imagino que habrá tenido una vida feliz. Aunque no creo que conserve nuestras fotos. Mejor, porque a mí, si me viera ahora, no me reconocería. Ni yo a ella, claro está, porque andará por los cincuenta y tantos.


2 comentarios:

  1. Uf, no me gustaría verme en una situación semejante. No sé si sería capaz.
    Fernando

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  2. Seguro que sí. Todo es encontrarse ante la situación.

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