Todos los días, a media mañana, unos camiones nos traían
hasta el campo de instrucción bocadillos y cervezas, que devorábamos y bebíamos
con fruición y deleite. Con aquella pequeña interrupción se rompía durante unos minutos la monotonía del día,
un descanso que disfrutábamos enfrascados en conversaciones para evadir nuestras
mentes por un momento de nuestra rutinaria vida castrense. Recuerdo a uno de mis compañeros que me solía decir con cierta sorna, "¡esto es vida, Luis!"
Un día, de repente, cuando a la sombra de un árbol estaba
bebiéndome el tercio del día y comiéndome el bocadillo de caballa de rigor,
empecé a oír gritos acompasados procedentes de un pequeño grupo de mis
compañeros. Agucé el oído y distinguí con nitidez que lo que gritaban aquellas
insensatas criaturas, sin saber lo que se nos avecinaba, era, rancho sí,
bocadillos no. Pero lo peor fue que, contagiados por la ingenua alegría de los
alborotadores, muchos otros se fueron sumando a la algarabía, aporreando las culatas de los mosquetones y organizando sin
darse cuenta una auténtica manifestación, nada más y nada menos que en el interior de una instalación militar.
Yo les dije a los que me rodeaban, entre ellos mi hermano Manolo, quietos, ni
una palabra, que esto no puede acabar bien.
De repente empezaron a sonar los silbatos de los oficiales y de los suboficiales, al mismo tiempo que se oían gritos desaforados de “a formar, a
formar, …”. Nuestro capitán, una vez lograda la alineación perfecta de sus
soldados, ordenó a seis o siete de nuestra compañía que salieran de la
formación y se colocaran frente a nosotros, mirándonos a la cara. A
continuación, hizo que se le entregara un bocadillo a cada uno de los elegidos y les
obligó a comérselos sin desperdiciar una miga. Después, mientras los
obedientes seleccionados iniciaban su patética pantomima, arrancó una arenga
amenazadora, en la que la acusación de sedición sonaba amenazadora sobre nuestras cabezas con insistencia. Al rato llegó
el comandante del batallón, al que yo no había visto nunca aparecer por allí, y un poco más tarde el teniente coronel jefe de instrucción, un
alarde de despliegue de mandos que ponía de manifiesto la importancia que se le estaba dando al incidente.
Lo peor fue que, como estábamos en pleno tardofranquismo y las revueltas estudiantiles se sucedían en las universidades
españolas día tras día, el teniente coronel le gritó a nuestro capitán, “Medrano,
vigila a los universitarios de tu compañía, porque ninguno es de fiar”. El
aludido cruzó sin pestañear una rápida mirada conmigo, mientras yo notaba que se me aceleraba el pulso. Creo que mi
hermano y yo éramos los únicos acreedores de esa tremenda acusación.
Las represalias no se hicieron esperar. Durante varios fines
de semana estuvimos sin poder salir los fines de semana de permiso y la instrucción se
recrudeció hasta límites bastante incómodos. Pero a mí nuestro capitán no me dijo nada, nunca he sabido si
porque me consideraba suficientemente cuerdo como para no haberme metido en
aquella ingenua y ridícula protesta o porque mi padre era en aquel momento
teniente coronel, circunstancia que por supuesto ya me había encargado yo en su momento de que conociera. Vaya usted a saber.
A partir de ese momento no volvieron a oírse gritos de protestas en todo el campamento. No hay nada como zanjar a tiempo los peligrosos intentos de amotinamiento, sobre todo cuando tanto la cervecita como el bocadillo eran un auténtico maná sobrevenido en mitad de la desolación campamental.
¡Con lo ricos que estaban aquellos bocadillos de caballa!
ResponderEliminarNo podían faltar, en estos recuerdos olvidados, un capítulo, al menos, dedicado al servicio militar.
Fernando
Estaban muy ricos. Es posible que me venga a la memoria algún otro recuerdo relacionado con la mili. Si así fuera, lo traeré a estas páginas.
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