30 de diciembre de 2017

Me temo que esto se les está yendo de las manos

¿Cómo se va a solucionar el desaguisado de Cataluña si todavía Mariano Rajoy no ha reconocido su espectacular fracaso político, el ridículo tan espantoso al que ha llevado a su partido? Es cierto que el PP nunca destacó por los votos obtenidos en las autonómicas catalanas, pero no lo es menos que hasta ahora disponía de una representación en el parlament que le permitía hacerse oír. Sin embargo, con los cuatro escaños obtenidos en esta ocasión, número que ni siquiera le concede la posibilidad de formar grupo parlamentario propio, la marginalidad de su capacidad política en aquella comunidad durante esta nueva legislatura está servida.

Supongo que a partir de ahora veremos desfilar a los chivos expiatorios de rigor, cabezas de turco que contribuyan a mantener intacto en el poder a su líder nacional. Echar la culpa a los colaboradores de lo errores propios siempre ha sido un recurso muy útil, no sólo en el PP, sino en cualquier organización, sea política o no lo sea. Forma parte de la gramática parda de los encumbrados. A eso algunos lo llaman hacer lo del avestruz. Lo que sucede es que con estas maniobras de maquillaje y de distracción se enmascara la realidad y no se buscan soluciones. En el caso que nos ocupa, se contribuye, mediante dejación, a que la tensión separatista continúe ascendiendo en Cataluña.

Pero los populares no sólo no reconocen su espectacular derrota, sino que además, temerosos del auge que está tomando Ciudadanos -su rival en la derecha del espectro parlamentario, allí y en todas partes-, ningunean su victoria en las pasadas elecciones autonómicas. Exigir a Inés Arrimadas que intente formar gobierno con su exigua mayoría es de un cinismo que espanta. La torpe política de Rajoy ha debilitado a las fuerzas constitucionalistas y ha convertido en inevitable que gobiernen los separatistas. No hay otro camino democrático, guste o no guste.

Puigdemont, desde su lejana residencia virtual, no cesa en sus diatribas antiespañolas para defender sus aspiraciones independentistas. Con ese discurso lo que consigue es que cada día que pasa le quieran más los suyos y le detesten más sus adversarios. Parece como si su obsesión separatista le hubiera llevado al convencimiento de que cuanto más tense las cuerdas de la discordia mayor será la posibilidad de alcanzar la independencia. No se observa en él la más mínima intención de dialogar con el gobierno central. Por el contrario, cada vez que respira ahonda más el enfrentamiento.

De manera que, con un partido en el gobierno central, por un lado, que se niega a reconocer que lo de Cataluña no es sólo el capricho de unos cuantos, y con unos líderes separatistas, por el otro, que consideran que su mejor estrategia es la del enfrentamiento social,  caiga quien caiga y lo que caiga, no hay manera de resolver este conflicto. En mi opinión, no sólo no se ha detenido la confrontación ni se ha frenado la deriva secesionista, sino que, por el contrario, cada vez estamos más lejos de una solución aceptable. Los intentos de transversalidad de los socialistas han quedado dinamitados por sus pobres resultados en las elecciones, y la marca catalana de Podemos, que abrigaba esperanzas de servir de bisagra entre los dos bloques, tampoco ha conseguido los escaños que pretendía. El resultado ha sido una confirmación de lo que ya todos sabíamos: continuar con el diálogo de sordos.

Por eso digo que me temo que esto ya no tenga solución. Sólo queda confiar en un milagro y yo en los milagros no creo. Pero, a pesar de ello, a pesar de mi pesimismo de hoy, les deseo FELIZ NOCHEVIEJA Y MEJOR AÑO NUEVO a todos mis amigos, piensen lo que piensen sobre esta lamentable situación, que, como ya he dicho, se les está yendo de las manos a los responsables de encontrar soluciones.

28 de diciembre de 2017

Defensa apasionada del idioma español

Encabezo este artículo con el título de un entretenido y didáctico libro escrito por Álex Grijelmo, el conocido escritor, periodista y lingüista burgalés, con la  intención de alertar al lector de lo que se le avecina si se decide a leer las líneas que vienen a continuación. Soy consciente de que yo no debería aventurarme en opiniones sobre temas lingüísticos -oficialmente soy de ciencias-, pero, como profeso un respeto reverencial a nuestro idioma y cada día oigo más disparates a mí alrededor, voy a permitirme un pequeño desahogo, la liberación de alguno de los fantasmas que me persiguen como si tuviera el alma en pena. Para eso, entre otras cosas, está el blog.

Ahora ya no se oye, se escucha, que parece más fino y elegante. Le oí decir el otro día a alguien: ayer no escuché el despertador y por eso no me levanté a tiempo. Pero criatura, ¿cómo ibas a escucharlo si estabas dormido? No se puede prestar atención a los sonidos cuando se está en brazos de Morfeo, y si no se presta atención no se escucha. Supongo que querrías decir que no lo oíste y utilizaste un verbo inadecuado.

Algunos periodistas, que además de tener la obligación de informar con prontitud y objetividad también la tienen de cuidar el lenguaje que utilizan, no se libran de esta plaga. Decía uno -muy ilustre por cierto- el otro día en la radio, a cuento de que su interlocutor al otro lado de la línea telefónica no conseguía hacerse oír por causa de las interferencias, perdona, porque no te estoy escuchando. Un inaudito comentario que, si lo tomáramos al pie de la letra, significaría que le importaba un bledo lo que estaba comunicando el otro y que, por tanto, había dejado de prestarle atención. Quizá por eso pidiera perdón, para que le disculpara la grosería de no atender como se debe a quien tiene la palabra, en este caso a un afanado y voluntarioso corresponsal de su propia emisora.

Un reportero de televisión, en este caso de esa especie que llaman de guerra, nos contaba, con el micrófono en la mano, un chaleco antibalas protegiéndole el cuerpo y un casco guareciendo su cabeza, que llevaba horas escuchando el estruendo de las bombas. ¡Qué mal gusto escuchar el siniestro sonido de la batalla! ¿No hubiera sido preferible que se limitara a oír los zambombazos, ya que eso parecía inevitable, y no les prestara demasiada atención?

Podría poner muchos ejemplos, porque no se trata sólo de una plaga sino de una auténtica pandemia. Casi nadie oye ahora, son muchos los que prefieren escuchar, cada vez más y más. Sin embargo no se obserban voces discrepantes, como si la comunidad culta hubiera tirado la toalla y se resignara a esta confusión, porque se trata de dos verbos, oír y escuchar, con significados distintos. Se oye cuando se perciben los sonidos, con independencia de la atención que se ponga al recibirlos; se escucha cuando, además de oírlos, se pone interés en entenderlos, se afana uno en procesar su significado. Es cierto que para escuchar hay que oír. No se puede escuchar lo que no se oye. Pero en ese orden, primero se oye y, si acaso, después se escucha. Se oye lo que permite la capacidad auditiva de cada uno y se escucha sólo lo que a continuación a uno le de la gana.

Es posible que alguno de los que hayan llegado hasta el final de esta invectiva piense que estoy exagerando y que no es para tanto. Sólo le pediría que se fijara en cuanto se dice a su alrededor, hasta que descubra decir escucho en vez de oigo. Le aseguro que no tardará mucho en encontrar algún infectado por la epidemia. Pero que no se moleste en ponerlo en manos de las autoridades competentes, porque aunque le oigan es posible que no le escuchen.

25 de diciembre de 2017

¿Queda claro ahora?

Advierto de antemano a mis amigos que lo que viene a renglón seguido, a pesar de la fecha de su publicación, no es un cuento de Navidad. De serlo, lo hubiera titulado el Cuento de nunca acabar. Vayamos al grano:


Si después de los resultados electorales del pasado 21 de diciembre todavía hay alguien que no acaba de entender el verdadero trasfondo de la llamada cuestión catalana, es porque parte de premisas equivocadas o porque se niega a entenderlo. Las urnas, como siempre -aunque unas veces más que otras-, han dejado algunas cosas muy claras. El independentismo se mantiene firme con cifras que rondan el 50% de la población y el constitucionalismo le para los pies con un porcentaje muy parecido. Un fifty-fifty que no permite hablar de soluciones unilaterales ni a unos ni a otros, un empate técnico del que sólo se saldrá mediante acuerdos políticos que dejen satisfechas a las dos partes. No hay otro camino, ni declaraciones de independencia por las bravas ni aplicaciones del artículo 155. Supongo que los políticos de los dos lados ya lo habrán entendido, y pobre del que no.

Los independentistas no pueden seguir insistiendo en la independencia de una parte de un estado con quinientos años de antigüedad, mientras cuenten con la oposición de la mitad de sus conciudadanos. Los constitucionalistas por su parte deben aceptar que para salir de esta situación hace falta revisar el statu quo para tratar de encajar satisfactoriamente a la otra mitad, en un orden constitucional modificado. Ahora no valen gritos desaforados de independencia ni tampoco imposición férrea de una Constitución que, aunque no fuera más que por su antigüedad, necesita ajustes. No se trata de exigir generosidad a unos y a otros, sino de hacer un llamamiento a la cordura más elemental. Porque en caso contrario el conflicto continuará enquistado por los siglos de los siglos.

No va a ser fácil, porque las cosas han llegado a unos límites insospechados hace unos meses. Los independentistas se dejaron llevar por la vehemencia separatista, por unas prisas insensatas que los arrastraron al terreno de la ilegalidad, a un enfrentamiento suicida con las estructuras del Estado; y el Gobierno Central respondió con una contundencia que, aunque justificada en un principio por la peligrosa deriva secesionista, se administró con una enorme torpeza, con unos modos más cercanos a la acción partidista que al sentido de la responsabilidad que se le debe exigir a los estadistas. Esto último lo ha pagado el PP ostensiblemente en las urnas y no es de descartar que le siga pasando factura en el futuro.

Pero nunca es tarde. Si los independentistas recogen con sensatez las velas de la unilateralidad y los constitucionalistas se prestan con inteligencia a las modificaciones legales que haya lugar, es hasta posible que de esta debacle salgan soluciones aceptables para todos. Aunque por sabido resulte un tópico, ahora más que nunca ha llegado el tiempo de la Política con mayúsculas. Persistir en el enfrentamiento, en la intransigencia, en el afán de victoria por derrota absoluta del adversario sólo nos llevaría a un desastre colectivo, cuya sombra nos ronda desde hace tiempo. No tentemos al diablo de la discordia civil, que siempre ha sido muy proclive a enredar en nuestra convivencia.

¿Todavía hay alguien que no se haya dado cuenta de lo que sucede? ¿Es posible que aún exista quien cree que alguna de las partes pude vencer por K.O. en esta contienda? Como dicen los chistosos, no me lo podría de creer.

21 de diciembre de 2017

¡Feliz Navidad!

Queridos amigos:

Éstos no deberían ser días de debate ni de polémica ni de discusión, sólo de buenos deseos y de buenas intenciones. Por eso, como me conozco y sé que se me olvidará llamar a alguno de vosotros para felicitarle, mediante estas páginas, que se han convertido en uno de mis entretenimientos favoritos, además de servirme de oportuna válvula de escape para echar al viento algunas inquietudes, os envío a todos mis mejores recuerdos.


Os deseo una feliz Navidad, un próspero Año Nuevo, que los Reyes Magos o Papá Noel o los dos a la vez os traigan tanta ilusión empaquetada o no empaquetada como sea posible y que os toque la lotería.

Hasta pronto, que será mucho antes de lo que las buenas costumbres aconsejan, porque la candente e interesante realidad que estamos viviendo (¡vaya frase periodística!) me puede obligar a soltar paridas por escrito antes de tiempo y a no respetar, como mandan los cánones, las vacaciones navideñas.

Un fuerte abrazo a todos.

20 de diciembre de 2017

Catalanismo moderado

A propósito de lo que decía yo en uno de mis artículos anteriores en este blog, me pide un amable lector (¡qué tópico me acaba de salir, virgen santa!) que le explique quiénes son, desde mi punto de vista, los catalanistas moderados.  Como no voy a enumerarle los nombres que componen la larga lista de mis amigos catalanistas moderados, he llegado a la conclusión de que lo mejor que puedo hacer es explicarle qué entiendo por tal. Estoy seguro de que mi amigo, que además de amable es un hombre  culto y dotado de una gran capacidad para el debate civilizado, agradecerá mi explicación, aunque no lo estoy tanto de que a pesar de ello sus puntos de vista vayan a coincidir con los míos.

Recoge el Diccionario de la Real Academia Española que catalanismo, en una de sus acepciones, significa amor y apego a las cosas características o típicas de Cataluña. El María Moliner por su parte define la palabra, también en uno de los apartados, como la tendencia política que defiende la autonomía o la independencia de Cataluña. Y Wikipedia, la moderna herramienta que con todos sus defectos nos saca tantas veces de apuros, se refiere a un movimiento orientado a la exaltación de los valores propios y distintivos de la personalidad histórica de Cataluña, sus tradiciones, su cultura y la lengua catalana.

Pues bien, para mí el catalanismo moderado está contenido en estas tres definiciones, salvo en la que hace referencia a la defensa de la independencia de Cataluña, que en realidad define el independentismo o el catalanismo radical. Ser catalanista moderado, como ser andalucista o castellanista o lo que se quiera moderado, significa amor a lo inmediato, a lo cercano, a lo que se ha mamado desde niño. Es un sentimiento totalmente legítimo que, en mi opinión, nada tiene de reprochable o censurable. Ahora bien, cuando ese sentimiento se transforma en anhelo de independencia, en complejo de superioridad, en agravio comparativo, ya no estamos hablando de catalanismo moderado sino de algo muy distinto.

Como la crispación en Cataluña y en el resto de España ha llegado a unos niveles insoportables, muchas veces se confunde el catalanismo moderado con el radical o independentista, cuando siempre han existido nítidas diferencias.; y, en mi opinión, precisamente ahí está el problema, en la confusión. El catalanismo moderado existe y siempre existirá, y ponerlo contra las cuerdas de la incomprensión es abocar a muchos catalanes a la radicalización, como hemos tenido ocasión de comprobar en los últimos años. El independentismo ha crecido como la espuma gracias a las torpezas cometidas por tantos interesados y por tantos ignorantes, y ya se sabe que la falta de conocimientos es atrevida.

El catalanismo moderado al que yo me refería en el artículo citado es el que profesan aquellos catalanes que, sin menoscabo de su españolidad, defienden la singularidad, la personalidad, incluso, por qué no, la identidad como nación histórica de Cataluña. Son dos sentimientos compatibles, la españolidad y el catalanismo. Y ese catalanismo hay que entenderlo y canalizarlo, nunca combatirlo. O seguiremos fabricando separatistas.

Explicarlo ya lo he explicado. Sólo queda que se me haya entendido.

18 de diciembre de 2017

De políticos filósofos, líbranos Señor

En cualquier controversia política, cuando se defienden ideas encontradas, lo peor que pude suceder es que alguna de las dos partes defienda sus posiciones bajo invocaciones teóricas o al amparo de conceptos filosóficos. Política no es filosofía sino posibilismo, no es teoría sino práctica basada en la experiencia y en la rabiosa realidad de cada momento. Hágase por tanto política en la política y déjense los planteamientos filosóficos a los filósofos.

El otro día participé en una interesante discusión entre amigos sobre el derecho a decidir. Algunos de los interlocutores defendían, bajo consideraciones puramente teóricas, que el derecho de cualquier comunidad a expresar sus deseos democráticamente era incuestionable. A partir de ahí tomaban posición a favor de los que defienden los referéndum de autodeterminación en España y, como consecuencia, justificaban la legalidad del que se celebró hace dos meses en Cataluña. Cualquier otra consideración para ellos quedaba anulada por las premisas anteriores. Que existiera una constitución –un pacto social- que se estaba vulnerando, o que el futuro de Cataluña no sólo afectara a los catalanes sino a todos los españoles, vivamos o no en aquella parte de España, carecía para ellos de importancia. Sus planteamientos teóricos invalidaban cualquier otro razonamiento que se esgrimiera.

La política no pertenece a la filosofía. Me atrevería a decir que política es relativismo, nunca absolutismo. La verdad en política no existe o, dicho de otra manera menos categórica, existen varias verdades, y precisamente es la política la que intenta reconciliarlas, buscar puntos de entendimiento hasta encontrar, no la verdad única, sino aquella que deje razonablemente satisfecho al mayor número de ciudadanos posible. Eso es hacer política. Lo otro se llama teorizar sobre principios opinables y por tanto siempre cuestionables.

En esto de Cataluña -que ya huele a olla podrida, dicho sea con absoluto respeto a todas las partes- algunos exhiben como argumento irrefutable que el derecho a decidir de los catalanes es indiscutible. Sentada la premisa, mantienen que no se necesitan más razonamientos. Abandonan la política real para defender sus ideas bajo teorías, en este caso basándose en el principio universal de la democracia, un hombre un voto. No mencionan las leyes ya existentes, la Constitución y el Estatuto, a las que se llegó democráticamente, y que son, mientras no se modifiquen, las que regulan el desarrollo de la democracia en España; ni tienen en cuenta que en un país, con más de quinientos años de existencia, una parte no puede decidir sobre su destino sin tener en cuenta al conjunto, porque el resultado de la decisión afecta a todos.

De ahí que la solución no pueda venir por imposición. No me cansaré de decirlo, es preciso un acuerdo, no una victoria de una de las visiones del contencioso sobre la otra, porque eso sería pan para hoy y hambre para mañana, significaría posponer el problema una vez más en la historia de nuestro país. Ni unilateralismo secesionista ni cerrazón centralista. Lo que se necesita ahora es un nuevo pacto político, un compromiso basado en la realidad que nos rodea y no en grandes principios teóricos, en la inteligencia creativa y no en especulaciones filosóficas, muchas de las cuales no son más que entelequias destinadas a defender lo que no se puede defender con la razón

12 de diciembre de 2017

Negociaciones y pactos o victorias y derrotas

La palabra negociación está de moda. Algunos la utilizan con tanta desfachatez que enseguida se adivina que tergiversan con intención el verdadero sentido que encierra el vocablo, posiblemente porque no tengan ninguna voluntad de negociar y hablen por hablar o, como dicen los castizos, por boca de ganso. También los hay que creen saber lo que significa, pero le atribuyen una significación tan restringida que, cuando mencionan el término, se están refiriendo a algo muy distinto a lo que en realidad se entiende por negociar, que no es ni mucho menos imponer el criterio de uno sobre el del otro.

Se negocia cuando se parte de posiciones totalmente opuestas, incluso en apariencia irreconciliables, pero los negociadores están dispuestos a priori a encontrar un común denominador que les permita cerrar un pacto que deje satisfechas a las dos partes. En estos casos no se pretende mantener intactas las posiciones iniciales de cada uno, sino encontrar puntos aceptables en las del contrario, cediendo en las propias lo que sea posible. Las llamadas líneas rojas o no existen o se irán moviendo en función de la evolución de las negociaciones. No caben por tanto ni enroques numantinos ni afán de victoria mediante la sumisión del otro, porque cuando se da alguna de estas últimas circunstancias la negociación está condenada  de antemano al fracaso.

Hace años, por razones profesionales y en el entorno del mundo de los negocios y no de  lo social, asistí en mi empresa a un curso de negociación. Aunque han pasado muchos años desde entonces y la memoria es más flaca que el jamelgo de don Quijote, recuerdo bien las directrices iniciales que marcó el instructor de turno: primero tratar de entender las pretensiones del otro, después no someterlas a juicios previos negativos y por último hacer un esfuerzo para asumirlas como propias. En definitiva un ejercicio de aproximación mental que consiste en ponerte en la piel de tu interlocutor. A partir de ahí los acontecimientos irán posiblemente evolucionando a favor del entendimiento, porque se descubrirá que las pretensiones del otro pueden encajar, aunque sea con pequeñas modificaciones, en el marco que uno defiende. Y si eso sucede en las dos partes de la controversia, es posible que se llegue pronto a un acuerdo.

¿Alguien cree de verdad que los separatistas de Puigdemont y sus adláteres quieran negociar de este modo, cuando lo que pretenden es imponer las tesis rupturistas sin ceder un ápice en sus objetivos? ¿Es posible que todavía alguno admita a estas alturas que en la mente de los que nunca han aceptado la diversidad de España anide la más mínima intención de escuchar con atención las aspiraciones del catalanismo moderado, cuando lo que pregonan, con mayor o menor claridad, es que las leyes son inamovibles y aquí no hay concesiones que valgan? Yo desde luego ni creo a los primeros ni confío en los segundos, aunque a estas alturas me rechine en los oídos la palabra negociación que gritan las dos partes hasta enronquecer.

No, no observo ninguna voluntad de negociar, sino en todo caso la necesidad de cubrir el expediente de la negociación y quedar así bien ante sus opiniones públicas.

9 de diciembre de 2017

Menos utopías y más posibilismo, por favor

Si por utopía se entiende la doctrina que, optimista en sus objetivos, se contempla como irrealizable a la hora de plantearse, yo no sólo soy utópico sino que además defiendo su formulación a nivel individual. Creo que el idealismo soñador, la búsqueda de lo mejor, aun sabiendo que no es posible alcanzar la meta, es un valor al que nadie debería renunciar. Mantiene a la persona en la búsqueda de la excelencia y por tanto en un esfuerzo continuado por alcanzar metas difíciles, cuando no imposibles. Nunca, por definición, se alcanza la utopía, pero en el intento se mejora.

Lo malo empieza cuando la utopía se mezcla con la cosa pública. Si la política es el arte de lo posible, las ensoñaciones utópicas no casan bien. Cuando se desciende al terreno de lo concreto, en el momento que llega la hora de buscar soluciones para todos, o al menos para un colectivo determinado, no son buenos los idealismos utópicos, no conviene fijar metas inalcanzables. Hay que pisar el terreno con firmeza, estudiar el entorno con sentido de la realidad y actuar en consecuencia. Y después hacer lo que se pueda, porque no siempre todo es posible. La utopía en estos casos suele convertirse en un gran fraude colectivo, en un embuste de proporciones colosales.

En los tiempos que corren han aparecido a diestra y a siniestra y en el mundo entero movimientos idealistas, doctrinas basadas en la utopía, que con el señuelo de que no hay que renunciar a lo mejor olvidan por completo la realidad circundante. A mí estos doctrinarios me recuerdan a los predicadores religiosos que basan sus mensajes en la maldad del mundo, en la perversidad de los hombres, e invocan  la redención divina como única tabla de salvación en el mar de la ignominia.

En realidad estas doctrinas antiestablisment siempre han existido, no son nuevas; pero llama la atención que ahora, en pleno siglo XXI, reaparezcan con tanto vigor. Es como si de repente se hubiera descubierto que el mundo es imperfecto y para ponerlo en orden se decidiera arrasarlo todo y construir de nuevo sobre las cenizas del anterior. A mí me sorprende tanta ingenuidad, no en los que defienden estas teorías, que saben muy bien lo que hacen, sino en sus ilusos seguidores.

Estos movimientos utópicos se dan en la derecha y en la izquierda, generalmente en sus extremos, que según dicen las malas lenguas se rozan con empatía. Se observa en los dos lados del espectro una pérdida del sentido de la realidad, cierta proyección de objetivos inalcanzables, la formulación en definitiva de teorías utópicas para resolver los problemas sociales. Un gran estruendo “contra”, sin contraposición de soluciones concretas.

Si nos fijamos bien, esa utopía llevada a la política no es otra cosa que lo que ahora algunos llaman populismo, sustantivo al que yo añadiría, sin morderme la lengua como debiera, el adjetivo de demagógico.

4 de diciembre de 2017

Echar el freno de mano u ordenar las ideas

Hace unos días, en una entrevista televisada, le oí contestar a Joan Manuel Serrat que cuando quería expresar lo que pensaba nunca echaba el freno de mano sino que procuraba tener siempre las ideas ordenadas (adivine el lector a qué se refería el entrevistador con su pregunta). Me gustó la respuesta -y por eso la traigo aquí-, porque son muchos a nuestro alrededor los que cuando lanzan al aire sus criterios ni ponen el freno cautelar ni ordenan los pensamientos. Además, cuanto más complejo sea el asunto del que se opina, más desparpajo derraman y menos rigor emplean. Al amparo de que hablan de temas opinable, fijan primero los objetivos que quieren defender y argumentan después lo que más favorezca a sus ideas, vengan a cuento o no los argumentos. Rápida y desordenadamente, porque para qué pararse a pensar si ya se sabe lo que se quiere decir. Lo demás para ellos es secundario, sólo utilería.

En mi opinión, esa falta de rigor en la defensa de las ideas es consecuencia de la necesidad que sienten algunos de simplificar el debate. O negro o blanco, no me complique usted la vida con matices, no me haga pensar demasiado, porque al final me voy a liar, y ahora, cuando creo tener las cosas claras, no voy a cambiar de pensamiento. Es más cómodo mantenella e no enmendalla que pensar. Se corren menos riesgos defendiendo lo que siempre se ha defendido que sometiendo las ideas propias a la autocrítica, a un análisis profundo. Déjenme en paz que yo sé muy bien lo que digo.

Si yo quisiera definir el sectarismo, diría que es el conjunto de procedimientos que se utilizan para evitar la confusión, para sentirse uno protegido por el pensamiento único del grupo que lo rodea. Hay otras definiciones mucho más precisas que la mía, pero aquí y ahora me quedo con ésta. El miembro de un grupo cerrado  –social, político o religioso- renuncia al uso de la razón para ampararse en el credo de sus afines. Es muy cómodo, evita muchas desazones, unas cuantas intranquilidades y no pocas ansiedades, aunque signifique abandonar el debate intelectual y por tanto la búsqueda de la verdad.

De alguna forma, todos somos sectarios porque todos elegimos opciones predeterminadas en algunas ocasiones y en determinadas facetas del pensamiento. Pero, si se me permite el tópico, hay sectarios y sectarios. Los hay inamovibles en sus convicciones y también los que revisan de vez en vez los modelos por los que se rigen, no vaya a ser que no sean los más idóneos. Los primeros son sectarios en estado puro y los segundos escépticos por naturaleza que, aunque en algún momento se dejen arrastrar por la comodidad del pensamiento predefinido, salen de él en cuanto pueden.

Volviendo a lo de ordenar las ideas antes de lanzarlas al viento de la discusión, los sectarios no requieren de tal premisa. Sus pensamientos están ya estructurados y ni por asomo se les ocurre cambiarlos. Además, como tan convencidos están de la verdad que encierra sus pensamientos, no necesitan preparación alguna para manifestarlos, los expresan con rapidez, sin echar el freno de mano.

Es posible que Joan Manuel Serrat con lo que dijo aquel día en la entrevista quisiera dejar claro que él no era un sectario sino un librepensador.

1 de diciembre de 2017

Bailar en política

Como los gestos de desenfadada naturalidad siempre me han gustado, recuerdo con cierta simpatía la primera vez que vi bailar a Miquel Iceta sobre el escenario de un mitin político. No estaba solo, lo acompañaban Pedro Sánchez y otros dirigentes socialistas, pero quien marcaba el ritmo era él. Me hizo gracia su desparpajo, cuando, contradiciendo la lógica de su estructura corporal, bailaba a unos sones que le obligaban a mover los pies con la soltura de un bailarín de rock. Después, cuando su talla como político empezó a llamar mi atención, me puse a seguir su andadura con cierto detenimiento, y a lo largo de los últimos meses he llegado a la conclusión de que estamos ante un gran político, ante un hombre de talante dialogante, capaz de situarse sin demasiados esfuerzo en el punto de equilibrio que ahora necesita la sociedad catalana. No en la ambigüedad, como sus más feroces críticos le achacan y le achacarán, sino en la defensa del catalanismo sin menoscabo de su condición de español.

El Partido de los Socialistas de Cataluña (PSC) ha pasado en los últimos años por multitud de vicisitudes, no todas positivas. No voy a entrar en las causas de su circunstancial declive político, porque seguramente me dejaría arrastrar por la subjetividad. Me limitaré a señalar que el famoso tripartito que capitaneó Pascual Maragall le hizo daño, una mezcolanza ideológica que en aquellos tiempos resultaba innecesaria y sobre todo peligrosa. Pretendieron salvar los trastos de la derrota electoral, y movidos por el aglutinante del rechazo a la corrupción de CIU -la del famoso 3%- unieron sus fuerzas a las de los de ERC y a las de los de Iniciativa per Catalunya, dos formaciones políticas a las que sólo les unía una vaga semejanza en su adscripción política a la izquierda. Digo vaga, porque ya va siendo hora de que distingamos el polvo de la paja, a la socialdemocracia de la izquierda radical.

Ahora Miquel Iceta empieza a presentarse como una opción capaz de aglutinar, tras las elecciones autonómicas, a fuerzas hasta ahora encontradas, tan divergentes como fueron las que formaron el tripartito que lideró Pascual Maragall, pero en circunstancias muy distintas. Naturalmente la reacción de cualquiera que como yo reconozca que aquel experimento fue un fracaso, debería ser, como poco, de prevención ante la propuesta. Sin embargo yo empiezo a verla, aunque no pueda evitar cierto escepticismo, como una posibilidad de acabar en estos momentos con las aventuras secesionistas. No porque Esquerra –uno de los posibles socios- vaya a cambiar de la noche a la mañana su ideología, y no porque Catalunya en Comú –el otro partner en candelero- esté dispuesta a defender sin ambigüedades la unidad del Estado, sino porque la capacidad de dialogo de Miquel Iceta podría perfectamente dirigir un gobierno de reconstrucción social y de entendimiento con el gobierno central español, que es lo que ahora se necesita. Los frentes constitucionalistas y los frentes separatistas están condenados al fracaso, a perpetuar la hostilidad. Hace falta, a mi juicio, algo distinto, y esta propuesta transversal del líder socialista podría funcionar.

Ya sé que hay riesgos, cómo no lo voy a saber. Entre otras cosas porque los republicanos y los comunes podrían salirse después por peteneras y desmarcarse de las buenas intenciones de Miquel Iceta, y para que una alianza funcione hace falta lealtad a las ideas que la hicieron nacer. Pero como planteamiento apriorístico bien merece la pena considerar la hipótesis. En política todo es posible, y si algo positivo ha salido de este aquelarre, de rebeldía por un lado y de incomprensión por el otro, es que algunos ya han aprendido lo que no se puede ni se debe hacer

28 de noviembre de 2017

Demasiado bien funciona el mundo

Ya sé que el título que he elegido para este artículo es algo optimista, incluso es posible que algunos consideren que se trata de un eslogan muy alejado de la realidad. Vaya por delante que yo también contemplo la evolución del mundo con cierta preocupación –a pesar de mi optimismo innato-, pero este encabezamiento me da pie para entrar en unas consideraciones sobre las actitudes que nos rodea, no ya en el universo, que para mi propósito resultaría demasiado grande, sino en nuestro entorno social, más abarcable a la hora de hilvanar ideas. Digo entonces que demasiado bien funcionan las cosas, si tenemos en cuenta los disparates que hay que oír y sufrir todos los días.

Parece ser que como estamos en precampaña electoral todo vale, desde las acusaciones de riesgo de derramamiento de sangre que según algunos frenó la declaración de independencia, hasta la aseveración de aquí estoy yo para arreglar esto. Dos ejemplos cazados al vuelo, que demuestran la pobreza  moral de algunos, la de los primeros por inventar situaciones irreales y truculentas para realimentar su sectarismo, y la de los segundos por arrogarse méritos partidistas y sectarios en perjuicio de la solución del problema.

La crispación actual necesita moderación. No se puede salir del embrollo en el que estamos con tanta falta de perpectiva política. Se necesita, no ya sólo generosidad, también altura de miras. Pero tanto la generosidad como la altura de miras son virtudes de hombres y mujeres de talla, de estadistas, no de personajes a quienes sólo guían sus intereses personales o a lo sumo de grupo, en el sentido más gregario de la palabra grupo. Cuando se trata de resolver conflictos sociales, cuando lo que se requiere es distanciarse del problema y contemplarlo con la mayor objetividad posible, los embustes y la hostilidad hacia el que no tiene tus mismas ideas lo único que consiguen es incrementar las distancias, agravar la crispación y enquistar la situación.

Puigdemont haría muy bien en morderse la lengua, en poner sordina a la verborrea que lo acompaña en los últimos días. Para cualquier observador que no forme parte de su grey, semeja un perdedor desorientado, que avanzara temerariamente hacia el precipicio de su completa derrota. Parece mentira tanta torpeza, a no ser que lo que persiga es precisamente eso, destrozar  todo para entre la confusión salir airoso de sus mentiras.

Los del ahora llamado frente constitucionalista, en realidad el PP y Ciudadanos – el PSC se ha desmarcado, a mi juicio con sensatez-, deberían modular sus mensajes y hacer una campaña limpia, alejada de las proclamas tremendistas, de los mensajes de nosotros o el diluvio. De lo que se trata es de incorporar a cuantos más catalanes mejor a la idea de permanecer en España, oyendo sus mensajes y buscando soluciones. Pero mucho me temo que algunos de los dirigentes de estos partidos estén más pendientes de ganar votos que de acabar con la fractura social y se estén comportando como bomberos pirómanos.

Ya digo: demasiado bien funciona el mundo.

24 de noviembre de 2017

Hacer de la necesidad virtud

Parece ser que algunos de los más destacados defensores de la independencia de Cataluña empiezan ahora a dejar a un lado sus posiciones radicales y nos anuncian un cambio de estrategia. Dicen que abandonan el unilateralismo para ensayar otras formas con las que alcanzar sus objetivos. Y como esto es una dicotomía binaria –valga la enfática redundancia-, en realidad lo que deben de querer decir es que acatan las leyes. Bienvenidos a la sensatez, al seny, que nunca debieron haber abandonado.

Como no creo que estemos en una situación de vencedores y vencidos, y como no es mi estilo hacer leña del árbol caído, considero que los demócratas, separatistas o no, deberíamos alegrarnos de este cambio de actitud, que no es otro que pasar de la rebeldía a aceptar el imperio de la ley y a defender las legítimas aspiraciones políticas de cada uno dentro de las normas de convivencia que nos hemos dado entre todos. Fuera de ellas no cabe nada, no hay subterfugios ni atajos para alcanzar metas políticas. Eso lo deberían haber sabido los líderes secesionistas, si es que no lo sabían, y otro gallo nos cantara. Serán los ciudadanos de Cataluña los que, mediante su voto, valoren la decisión que algunos de sus dirigentes tomaron en su día de poner el país entero patas arriba.

Una pregunta recurrente ahora entre los independentistas es si los constitucionalistas acatarán los resultados de las elecciones del 21-D. Pregunta recurrente y tendenciosa, que no admite más que una respuesta: faltaría más. Lo que sucede es que el resultado de las elecciones lo que permitirá es conformar un gobierno autonómico, sea del color que sea, pero no volver a las andadas del unilateralismo. Si lo abandonan ahora, que lo dejen a un lado para siempre, y que sigan trabajando, si así lo quieren, en favor de sus tesis soberanistas, pero dentro del respeto a la ley. Es difícil que consigan sus objetivos, qué duda cabe, pero es que la realidad de un Estado que tiene cinco siglos de existencia es muy dura de roer. No han sido los políticos de ahora los que han creado España, ha sido el devenir histórico, y en él estamos todos.

Si abandonar las vías unilaterales significa aceptar otras formas de encaje de Cataluña en España, bienvenidos sean al redil de la cordura. Las tesis federalistas se abren paso día a día y la reforma de la Constitución para dar cabida a sus aspiraciones ha empezado a aflorar. Los conservadores no están muy por la labor, porque su ADN lleva implícito el miedo a cualqier cambio, pero en el mundo de los constitucionalistas hay muchos, catalanes o no, que sí apoyarían una reforma de esas características, un reconocimiento de la identidad catalana dentro de la unidad del Estado. Es por ahí por donde se debería seguir avanzando, por una revisión profunda de la organización territorial que deje satisfechos a cuantos más mejor. Porque, dicho sea de paso, los catalanes no son los únicos que requieren modificaciones.

Referéndum  pactado sí, pero de todos los españoles para modificar la Constitución y sólo de los catalanes para refrendar un nuevo Estatuto de Autonomía dentro de una Carta Magna actualizada. Una vía democrática, legal y solidaria por la que ya son muchos los que están trabajando, una hoja de ruta que yo miro con complacencia, una solución que cierre las heridas para siempre. La sangría que supone la falta de cohesión interna no puede seguir debilitando nuestro país.

22 de noviembre de 2017

No es comedimiento

Este blog no tiene comentarios. No es que no esté permitido hacerlos, sino que sus lectores no son proclives a expresar opiniones por escrito, a rebatir las mías o a, por el contrario, apoyarlas. Digo por escrito, porque afortunadamente sí conozco lo que opinan muchos de ellos, ya que me hacen llegar por distintos medios sus valoraciones. Al fin y al cabo me dirijo a un entorno reducido de conocidos, a quienes no les duelen prendas decirme a la cara lo que piensan. Esta comunicación me permite modular el mensaje, matizarlo cuando considero que procede, ejercer la autocrítica y no trabajar en vacío. El contraste de opiniones es siempre enriquecedor.

Uno de los más recientes comentarios que he recibido ha consistido en que, en esto del culebrón catalán, me mostraba demasiado comedido. Supongo que mi interlocutor se refería a que me ve distante de sus propios puntos de vista, que no son muy dados a condescender con el nacionalismo. Otros, por el contrario, me verán como un auténtico inquisidor del separatismo. Pues bien, ni lo uno ni lo otro, lo que no significa que esté a media distancia, en esa cómoda posición de un poco de todo. No, mi opinión en este complejo tema no es equidistante, como creo haber dicho ya en alguna ocasión. Es distinta a los dos extremos del enfrentamiento, y si no fuera porque la expresión tercera vía nunca me ha parecido excesivamente rigurosa, me apoyaría en ella para describir mi pensamiento.

En un país como el nuestro, en el que la Historia ha conformado una variedad tan rica de identidades, no es posible el centralismo cerrado, aquel que defiende una parte de la opinión conservadora. Pero tampoco la variedad pude justificar el separatismo, una lacra que nace del nacionalismo y desborda sus límites. A mí no me importa decir que esa variedad pueda llamarse nación de naciones, aunque la semántica en ocasiones por imprecisa cause estragos a las ideas. Una cosa es nación y otra muy distinta Estado, con mayúscula. Lo primero es un reconocimiento de una identidad diferenciada y lo segundo una organización político-administrativa. Aunque no se me escapa que el rechazo tan extendido a la utilización del concepto nación procede del temor a que a partir de ahí se reclame el Estado propio.

Por eso insisto en la necesidad de revisar la Constitución, no para dar contento a los separatistas como algunos inmovilistas pregonan, sino para dar satisfacción a esa certeza de que no todos los españoles tenemos los mismos sentimientos, a esa realidad que va más allá de los bailes regionales y de las lenguas vernáculas. Para encajar las distintas sensibilidades en un proyecto común, en un programa de convivencia que nos permita a todos salir ganando. Para mantener, si se quiere, la unidad de España sin forzar la realidad social de nuestro país.

No, no soy comedido. Tengo ideas distintas a las de los unos y a las de los otros, e intento defenderlas.

16 de noviembre de 2017

El suflé catalán

Dicen los que de esto entienden que el suflé del independentismo catalán está bajando. En realidad no sé si los que así opinan  se basan en vagas suposiciones o en certezas demostradas. Es cierto que entre los independentistas cunde el desconcierto, a veces expresado con cierta ingenuidad, como si la imposición del artículo 155 les hubiera sorprendido por inesperada. Incluso algunos  confiesan ahora que con ese porcentaje de soberanistas, que en el mejor de los casos rozaría el cincuenta por ciento, no es posible declarar la independencia unilateralmente. Pero de ahí a deducir que esto se haya acabado hay un trecho.

Por eso me sorprenden ciertas actitudes no independentistas, las de aquellos que consideran derrotado al movimiento secesionista y vuelven a las cavernas de la intolerancia y de la falta de miras de estado; las de los que ajenos a que España tiene un auténtico problema  territorial, nada más y nada menos que de lealtad de una parte de sus ciudadanos, vuelven a contemplar el panorama a corto y se niegan a buscar soluciones duraderas; las de los que pendientes tan sólo de las próximas elecciones autonómicas, arriman las ascuas del incendio anterior a la sardina de sus estrategias a corto; las de los patriotas de vía estrecha para los que en realidad la unidad de España es un asunto de fronteras y no de cohesión interna. Aseguradas aquellas, les importan poco los sentimientos de sus conciudadanos.

Desde que empecé a escribir sobre este asunto no me he cansado de manifestar que las heridas no deberían cerrarse una vez más en falso. Sólo una profunda revisión de nuestra constitución y de algunos de los estatutos de autonomía afectados contribuirá a solucionar definitivamente el conflicto, quizá no a entera satisfacción de todos, pero al menos encontrando un común denominador que deje conforme a la mayoría. Ya sé que no es fácil, no ignoro que los prejuicios son numerosos y que las sensibilidades están a flor de piel. Por eso no espero que la solución nazca por generación espontánea entre las poblaciones afectadas, de abajo arriba. Es un asunto de responsabilidad política, de acuerdo entre partidos y de liderazgo responsable, pero sobre todo de pedagogía.

La realidad social española es terca. Una parte de su población rompió hace tiempo con el compromiso de unidad, o porque llevaban la ruptura latente en el fondo de sus almas o porque la torpeza del PP los llevó a ello. Impugnar el estatuto de autonomía fue un error sin precedentes y la desidia posterior, ese dejar hacer que aquí no pasa nada, una torpeza política que estamos pagando todos los españoles con creces. Ahora incluso se oyen gritos de complacencia por parte de Rajoy y de los suyos, expresiones como menos mal que he llegado yo para arreglar el entuerto. Política miope, maniobras a corto, que sólo ponen en evidencia que o no saben resolver el desajuste o no quieren resolverlo o las dos cosas a la vez.

No son los únicos, ya lo sé, porque Ciudadanos ahora sólo piensa en ganar escaños en el parlamento catalán a costa del estropicio independentista, Podemos y los Comunes navegan en la ambigüedad calculada sin proyecto nacional y el PSC, el partido de los socialistas catalanes, a pesar de los buenos oficios y del saber hacer de Miquel Iceta y del apoyo sin fisuras del PSOE, arrastra como un estigma la incomprensión por haber aceptado la aplicación del 155, cuando era lo único que cabía entre tanto desbarajuste.

No, no son los únicos que no saben o no quieren.

14 de noviembre de 2017

Series televisivas

No me atraen las series televisivas, me aburren soberanamente. Prefiero ver películas completas, aquellas cuyas secuencias duran hora y media o dos horas, y al cabo todo queda resuelto o para bien o para mal. Pero como no ignoro que en esto de las preferencias cinematográficas estoy en franca minoría entre los de mi especie, he desarrollado una teoría en la que sustentar mi rechazo y poder demostrar que no soy un tipo raro, simplemente alguien a quien lo que le interesa de las historias de ficción, leídas o contempladas, es la evolución del argumento, el comportamiento desconocido de los personajes y el inesperado y, a ser posible, sorprendente final. Y eso, para mí, no lo ofrecen las series, cuyos capítulos suelen contener tramas repetitivas y personalidades con comportamientos predecibles. Creo que no he sido capaz de mantenerme fiel a ningún serial desde aquellos tiempos de Bonanza o de Ironside -¡que ya es decir!-, si exceptuamos alguna de carácter humorístico e intrascendente.

Por eso sigo con atención la situación en Cataluña, porque se puede comparar con muchas cosas menos con una serie de televisión. Aquí las posiciones de los personajes cambian todos los días, a veces dando unos tumbos sorprendentes. Y la trama, aunque mantenga una cierta monotonía argumental y un “raca-raca” bastante aburrido, en ocasiones da unos giros espectaculares, hasta el extremo de que uno ya no sabe si está ante el mismo conflicto que estaba ayer o frente a uno nuevo surgido de las cenizas del anterior. Si no fuera porque no quiero caer en la frivolidad de quitar importancia a uno de los mayores retos con los que se ha topado la sociedad española en los últimos tiempos, podría continuar buscando puntos de diferencia.

Aunque, si lo pienso mejor, es posible que sí se trate de una serie, pero de una con guionistas tan creativos que en cada nuevo capítulo uno cree que estuviera viendo una historia distinta. Sólo la terquedad de alguno de los personajes y la insistencia en el relato victimista aburre un poco. Lo demás es distinto cada día, desde la validez o simple simbolismo de la proclamación de la independencia, hasta el acatamiento del artículo 155, o sea de la Constitución; desde la necesidad inexcusable de presentarse a las elecciones con una lista conjunta de “país”, hasta las dudas de si Puigdemont y Junqueras concurrirán en la misma. Incluso la banda sonora cambia de vez en vez, porque, quizá un poco hartos de tanto Lluis Llach y de tanta estaca, ahora nos deleitan con canciones de María del Mar Bonet, menos reivindicativas, más poéticas, como requieren las almas soñadoras.

También van cambiando los escenarios. La plaza de Sant Jaume en Barcelona, epicentro de tantas manifestaciones durante los últimos meses, se ha convertido en la Gran Plaza de Bruselas; y las mediterraneas calles catalanas en frías avenidas de algunas de las más bellas ciudades flamencas. Y el atrezzo callejero ha empezado a sustituir el acostumbrado mar de banderas esteladas por un campo de móviles encendidos, recurso luminario de gran efecto cinematográfico.

Sí, es posible que se trate de una serie y yo no me haya dado cuenta hasta ahora. Si así fuera, no tendré más remedio que desengancharme para no traicionar a mis principios cinematográficos.

7 de noviembre de 2017

Bruselas capital de los independentistas

Lo que al principio muchos habían interpretado como una huida desesperada, como si de tomar las de Villadiego se tratara, está resultando ser una estrategia plenamente meditada, una etapa más en el acoso independentista que sufrimos desde hace un tiempo. Bruselas, aparte del secesionismo de los flamencos, dispone de otra importante cualidad para los fines de los soberanistas catalanes, la de ser la capital de Europa, un auténtico escaparate internacional. Cada una de las dos razones anteriores por separado la convertiría en un destino idóneo para los propósitos de Puigdemont y los suyos, pero juntas constituyen un arma en sus manos de gran valor político y mediático. Esto es así, nos guste o no nos guste; negarlo sería negar la evidencia. Veremos qué deciden al final los jueces belgas, porque el escenario en este tormentoso asunto cambia de día en día. Pero yo en mis reflexiones me atengo a lo que se conoce o a lo que conozco en cada momento y, como consecuencia, a lo que me dicta la razón.

Parece que se está orquestando una gran coalición independentista para concurrir a las elecciones del 21 D, formada por Esquerra, por el PDeCAT, puede que también por la CUP y por si fuera poco por los escindidos de Podemos, de manera que los comicios que se avecinan pueden volver a traer la victoria a los que abogan por la independencia. Las encuestas insisten en el fifty-fifty en número de votos, pero la ley d´Hondt favorece a las grandes coaliciones, por lo que podríamos encontrarnos una vez más con mayoría absoluta secesionista en el Parlament, una composición que, aunque legalmente no pueda proclamar la independencia, nos sitúe en el mismo punto donde estábamos antes de la aplicación del 155.

Las llamadas fuerzas constitucionalistas –el otro frente en este conflicto político-, formado por los partidos de implantación estatal, no están dispuestas a unir sus esfuerzos, al menos preelectoralmente. Y no lo están porque los modelos de sociedad que defienden son muy distintos y ciertas alianzas no serían entendidas por sus electores. Por eso, se presentarán en desventaja con respecto a sus rivales, por lo que el escenario continuará muy parecido al que teníamos hace poco. Control de la calle y de los medios de comunicación por parte de los separatistas, una sociedad dividida por el odio y la desconfianza y una mayoría silenciosa que teme las represalias. Exactamente igual que estábamos, pero mucho me temo que con un independentismo más crecido, más virulento.

Si no se quiere entrar en un círculo vicioso, si de verdad se desea salir de esta vorágine de enfrentamientos que amenaza con destruir el futuro inmediato de los españoles, catalanes o no, debería hacerse algo distinto a lo que se está haciendo. No se puede continuar con la exclusiva judicialización del conflicto, ni con mirar hacia otro lado, ni con confiar en que la mano dura acabe con la secesión. Cada día que pasa se está más cerca del punto de no retorno. Cada error que se comete, por acción o por omisión, pone las cosas más difíciles.

Hay que volver a la política, a la aceptación de que es preciso un nuevo pacto, una revisión profunda de la Constitución. Sin prejuicios, sin líneas rojas, sin tapujos, sin trampas ni cartón. Hay que poner el punto de mira en la realidad, que no es otra que el hecho de que la sociedad catalana está dividida entre los que quieren seguir siendo españoles y los que han desconectado mentalmente de su relación con España, a pesar de los perjuicios que se les vaticinan.

Nos engañaremos una vez más si no vemos el problema en su exacta dimensión, si no lo contemplamos con la fría objetividad que requiere un momento tan trascendente para España como es el que estamos viviendo. No me cansaré de repetirlo, aunque sepa muy bien que los lamentos de los que piensan como yo son prédicas en el desierto.

3 de noviembre de 2017

Prisión incondicional

Cuando creíamos que con la convocatoria de elecciones autonómicas se habían sosegado los ánimos soberanistas, incluso que el independentismo andaba desconcertado, una juez de la Audiencia Nacional decreta prisión incondicional para siete exmiembros del gobierno catalán, incluido el vicepresidente Oriol Junqueras. Entre otros delitos, los acusa de rebelión y sedición. Al mismo tiempo, casi a la misma hora, el juez del Tribunal Supremo que atiende la causa contra la presidenta del parlamento catalán y otros miembros de la mesa de aquella institución, admite las consideraciones de las defensas respecto a la falta de tiempo que habían tenido los abogados defensores para preparar sus alegaciones y en consecuencia retrasa la vista una semana. Dos actitudes procesales distintas que llaman la atención por su enorme discrepancia.

Como simple observador de la cosa pública, y anteponiendo como es de rigor mi respeto por las decisiones judiciales, tengo que decir que en mi opinión se ha metido la pata hasta el corvejón. No digo que las desobediencias al Tribunal Supremo, el lamentable espectáculo que se dio en el parlament los días 6 y 7 de octubre y la constante vulneración de la Constitución y del Estatuto de Cataluña no requieran intervención judicial. Lo que digo es que resultan chocantes las prisas y llamativa la tipificación de los delitos. Lo primero –las prisas- origina una sensación de indefensión, que si bien en ningún caso debiera darse, en un asunto tan delicado como éste resulta peligroso. Lo segundo –la tipificación de los delitos- parece del todo inadecuada, cuando no se ha ejercido violencia. No lo digo yo, lo dicen acreditados juristas. En otros países de Europa ni siquiera existen esos delitos.

Con estas anomalías procesales, lo único que se consigue es dar aliento a la causa independentista, como se lo dio la actuación de la fuerza pública el día del referendo ilegal. Además, cuando parecía que la opinión internacional estaba casi unánimemente a favor de las actuaciones del gobierno español, empiezan a abrirse grietas, al menos a producirse dudas interpretativas en determinadas instancias y en no pocos medios de comunicación foráneos. Los secesionistas necesitan hacerse oír, precisan de altavoces, y parece como si para sus intenciones contaran con aliados en las estructuras del estado español.

Es cierto que en España existe separación de poderes. Yo no tengo la menor duda. Pero el Ministerio Fiscal, cuya estructura jerarquizada está a las órdenes del Fiscal General, a su vez nombrado por el gobierno, debería andarse con pies de plomo cuando presenta determinadas querellas. La continuada insistencia en romper las reglas del juego de los separatistas merece ser vista por la justicia, pero considero que es preciso hilar fino y no regalar bazas fáciles a los que intentan imponer su verdad por las bravas. La inteligencia política no debería nunca chocar con la rigidez judicial.

Sigo pensando, a pesar de lo sucedido ayer en la Audiencia Nacional, que estamos en un país garantista. Por eso aún confío en que se ponga remedio a esta lamentable situación. Y lo espero porque creo que a la sinrazón hay que combatirla con la razón y a la ilegalidad con la legalidad. No caben atajos, ni siquiera a través de la justicia.

28 de octubre de 2017

¿Y ahora qué?

Me trasladé a Cataluña de la mano de mis padres por primera vez en mi vida en 1951, a la edad de nueve años. Viví allí durante los cuatro siguientes, dos en Gerona y dos en Barcelona. Como consecuencia, cursé en aquella región cuatro cursos escolares rodeado de alumnos y profesores catalanes, que cuando hablaban entre ellos lo hacían en catalán con la mayor naturalidad del mundo, aunque después las clases se impartieran en castellano, porque para tales menesteres la lengua vernácula estaba prohibida. Eran tiempos de dictadura, y en el colegio empezábamos el día cantando el himno nacional, con aquella exaltada letra de Pemán cargada de tintes patrióticos. Fue una experiencia vital de las que dejan huella, a partir de la cual aprendí que el mundo es más grande de lo que había creído hasta entonces y que en él caben sensibilidades muy distintas que pueden convivir perfectamente entre ellas. Me enamoré de Cataluña y de sus gentes, y también de eso que algunos llaman el alma catalana, que no ha surgido ahora por generación espontánea, como algunos prefieren creer, sino que existe desde hace siglos.

Explico esto para decir a continuación que me hubiera gustado que no hubiera sido necesario aplicar el artículo 155 de nuestra constitución, pero la situación creada por el radicalismo suicida de algunos lo ha justificado. Han pasado poco más de veinticuatro horas desde que el Senado autorizó su aplicación y tengo la impresión de que se está actuando con pies de plomo, sin estridencias innecesarias, con la moderación que una medida tan dolorosa aconseja. Ojalá persista la sensatez y ojalá volvamos a la normalidad institucional muy pronto.

Pero sería un error considerar que con esta decisión se ha acabado el problema. Todo lo contrario. Si ahora no se actúa con inteligecia política, si no se toman medidas legales que de una vez por todas acaben con esa inconcreta y difícil de medir insatisfacción de muchos catalanes con respecto a su situación en España, no sólo no se habrá solucionado el conflicto, sino que cabe la posibilidad de que la brecha se abra aún más. Esa precisamente es la esperanza de los líderes separatistas, que la torpe incomprensión tan extendida en el resto de España mantenga encendida la llama de la reivindicación secesionista y que, si no ahora, más adelante consigan sus propósitos. Los mensajes que se oyen desde hace unas horas apuntan en esa dirección

No se pueden volver a cometer los errores del pasado, no se debe seguir ignorando eso que algunos llaman el hecho diferencial catalán, que como las meigas existe, aunque no se crea en ellas. Es completamente absurdo no reconocer que lo que ha sucedido en Cataluña no es sino el resultado de una mala política del gobierno español con respecto a esa parte de España, cuya sensibilidad o no han entendido o no han querido entender, una incomprensión que ha propiciada que unos pocos irresponsables hayan conseguido soliviantar a un gran número de catalanes. Lo que ha sucedido se estaba viendo venir desde hace tiempo, y se ha estado mirando hacia otra parte hasta que la gota ha colmado el vaso. Dos irresponsabilidades, la de los líderes secesionistas y la del  gobierno central, cuya colisión ha estado a punto de destruir la convivencia en España.

Aunque peque de pesado, insistiré en aquello en lo que creo: es necesario cambiar la Constitución. Es preciso revisar la Organización Territorial del Estado, regulada en el Título VIII, lo que requiere un nuevo pacto, un nuevo contrato. Un tema difícil, no exento de riesgos, que exige inteligencia y generosidad. Pero todo antes que volver a colocarnos ante el precipicio de la desunión que a todos perjudica, ante una tragedia que sólo beneficiaría a los pescadores en río revuelto

24 de octubre de 2017

Calibre 155


Los artilleros conocen muy bien el calibre 155, de uso muy común en las unidades de artillería de campaña de nuestro ejército. Saben perfectamente que las consecuencias de sus disparos son demoledoras, de manera que tienen como norma restringir el empleo de estas piezas hasta que la situación del combate los obligue a ello. Además, si lo hacen, tendrán que poner mucho cuidado en no causar daños colaterales, porque la expansión de sus ondas puede alcanzar objetivos no deseados y causar destrozos irreparables.

Pido disculpas por iniciar este artículo con una mención bélica para referirme a la aplicación del artículo 155 de la Constitución en el llamado conflicto catalán, porque la confrontación en Cataluña es política y no violenta; pero la metáfora me viene a huevo para decir lo que quiero decir. Si las cosas se siguen desbordando como hasta ahora, si los independentistas persisten en decir que de lo único que están dispuestos a hablar es de la independencia de Cataluña y si la fractura social continúa agrandándose, aplíquese el 155 y póngase exquisito cuidado en no provocar daños colaterales irreparables.

Dentro de muy poco sabremos cuál es la posición del presidente de la Generalitat y de los separatistas que lo secundan ante el reto que les ha lanzado el gobierno central. Todavía confío en una salida negociada, en una vuelta a la sensatez de los que, en mi opinión, midieron muy mal sus fuerzas, desestimaron las del Estado y se metieron en un callejón sin salida, en una auténtica ratonera política. Si ahora, ante la tozuda realidad de los hechos, frenan la deriva, el president acude al Senado, desestima la proclamación de la independencia y anuncia la convocatoria de elecciones autonómicas anticipadas, es posible que entremos en una nueva etapa, siempre que a cambio no se aplique el 155.

Pero que nadie se engañe, porque en este caso habremos salido de momento de una insoportable encrucijada pero no habremos resuelto definitivamente el problema. Para esto último hace falta un nuevo pacto, una revisión de la Constitución, un nuevo modelo de  organización territorial del Estado; y para ello es requisito imprescindible que las dos partes estén dispuestas a pactar, situación que no parece darse en ninguna. Los independentistas irredentos seguirán a la espera de que el temporal amaine para continuar con sus maniobras separatistas y los centralistas sin visión de futuro no cejarán en aquello de que todos somos iguales, planteamientos de máximos los dos que impiden cualquier negociación.

La pregunta que hay que hacerse es: ¿queremos resolver el problema de una vez por todas, cediendo en aquello que se pueda ceder dentro del mantenimiento de la unidad de España; o preferimos victorias a corto y que los que vengan detrás arreglen los problemas que les toque vivir en su momento? Si la respuesta es la primera, sólo hay una solución, un nuevo pacto, un nuevo contrato. Si la respuesta es la segunda, atengámonos una vez más a las consecuencias de cerrar las heridas en falso.

14 de octubre de 2017

Yo sí brindo con cava catalán

Las espadas –dialécticas, que no otras- continúan en alto, pero parece que algún paso se hubiera dado hacia la cordura. Al menos, los dirigentes del movimiento separatista en Cataluña han proclamado -es cierto que sin demasiada concreción- una especie de tregua que, por muy ambiguos que sean los términos que la sustentan, no debería ser desestimada por la otra parte. Podría tratarse de una oportunidad para que se inicie un proceso de dialogo que conduzca a un acuerdo definitivo entre las reivindicaciones soberanistas y el mantenimiento de la unidad de España. Podría dar lugar al inicio de una revisión de la Constitución que dejara satisfechos, si no a todos, a casi todos.

Pero mucho me temo que no haya voluntad de entendimiento por ninguna de las dos partes, que no sea más que un alto en el camino para tomar nuevos impulsos en la deriva del separatismo irredento por un lado y en la de la incomprensión centralista por el otro. Es cierto que hay voces en las dos posiciones que piden templanza, que solicitan diálogo. Pero no lo es menos que se trata de minorías frente a la ingente multitud que no admite algo distinto a derrotar al enemigo. Lamentable situación que, en vez de llevar a unos y a otros hacia sus objetivos, los aparta cada vez más de alcanzarlos. Los unos jamás conseguirán imponer sus teorías rupturistas y los otros nunca lograrán aplacar las reivindicaciones de una parte de los catalanes. Y el problema continuará minando cada vez más la fortaleza de nuestro país.

Oí el otro día decir a alguien que frente al pesimismo de la razón debe alzarse el optimismo de la voluntad. La razón me advierte de que podemos estar en un punto de no retorno, en una situación en la que sea imposible reconstruir los platos rotos; y la voluntad me anima a confiar en que todavía haya tiempo para frenar el desatino. Por eso creo que, ante la débil oportunidad que se abrió el otro día con el paripé que se representó en el parlamento catalán –no me duelen prendas al expresarlo así-, el gobierno central, con la debida cautela, debería escuchar primero, para dialogar después y, si fuera posible, acordar una solución que satisfaga a todos. La noticia de que el PP y el PSOE han decidido iniciar una revisión de la Carta Magna a propuesta de los socialistas induce a confiar en una solución pactada. Ojalá no me equivoque.

Pero, mientras tanto, los unos y los otros deberían abstenerse de consignas provocadoras, de movimientos callejeros y de populismo barato. Los enemigos de Cataluña no son los españoles, aunque haya una parte que siga sin entender sus reivindicaciones, por prejuicios o por ignorancia. Y los enemigos de España no son los catalanes, por muy exaltados que se muestren ahora algunos círculos independentistas, desde mi punto de vista con más ruido que nueces. Hay que intentar entenderse, poner los acentos en la concordia y en los aspectos positivos de la convivencia, y abandonar la dialéctica de la confrontación, de la hostilidad.

Desde mi óptica particular, sólo así saldremos de esta lamentable situación que tanto daño nos está haciendo a todos, a catalanes y a españoles en general.

10 de octubre de 2017

Profesiones de fe

Cuando las declaraciones políticas se transforman en profesiones de fe, el ambiente se convierte en irrespirable. En el momento que se elevan las discrepancias sociales y los conflictos humanos a la categoría de creencias cuasireligiosas, de certezas incuestionables, empieza a olerse un tufo de fanatismo que tira de espaldas. La certeza es el mayor enemigo de la inteligencia, no hay posible conciliación entre las dos. Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Hasta las religiones lo proclaman  sin rubor.

En esto del conflicto catalán algunos se están comportando con maneras de cruzados cristianos o de hordas musulmanas de la edad media, comportamientos que se dan en los dos lados de la falsa línea divisoria, en la de los defensores de la independencia de Cataluña y en la de los que no quieren hablar de cambios legales ni por asomo. No se oyen razones, argumentos o justificaciones de fondo, sólo declaraciones altisonantes de identidad y gruesas descalificaciones de  felona rebeldía. No hay debate, sólo griterío grosero, insultos malsonantes y descalificaciones ramplonas. No existe diálogo, sólo reverberación acústica. Eso sí, muchas amenazas, a las que los otros contestan menos lobos Caperucita. En definitiva, un auténtico diálogo de sordos.

Con este caldo de cultivo es difícil salir de la difícil situación creada, salvo que por tal se entienda la imposición de los unos sobre los otros, el cierre en falso de las profundas heridas que se han abierto, la permanencia del odio. Es cierto que han sido unos cuantos políticos los que guiados por sus coyunturas políticas, por su mezquindad incluso, han embarcado a muchos catalanes en una aventura que los podría llevar al desastre colectivo, además de arrastrarnos al resto de los españoles con ellos. Pero no lo es menos que no hay caudillos que logren levantar a las masas si estas no cuentan con cierta predisposición a la rebeldía, si no disponen de  propensión a seguirles casi a ciegas. No aceptar esto último, como algunos miopes parecen no admitir, es tan torpe como lo son las consignas de los secesionistas.

Son muy pocos los que levantan la voz para exigir diálogo y algunos de los que lo hacen anteponen sus condiciones de máximos a cualquier solución que se adopte. Una negociación para ser efectiva requiere de un mínimo de ingredientes, que muy pocos parecen aceptar. La primera es la discreción, que no quiere decir opacidad. La segunda, dejar a un lado las líneas rojas, las exigencias irrenunciables, lo que no significa ocultar los objetivos que se persiguen. La tercera, buscar una solución y no una victoria, porque en los buenos acuerdos no debe haber ni vencedores ni vencidos sino pacto, que significa compromiso. La Constitución, la ley fundamental que ahora tanto se invoca, nació así, no lo olvidemos, y aunque dejó muchas aspiraciones en el tintero, fue útil para salvar el difícil salto de la dictadura a la democracia.

Pero para dialogar hacen falta interlocutores válidos, sin perder de vista que los pirómanos nunca han sido buenos bomberos. No se necesitan mediadores, como algunos pretenden, porque por muy lejos que hayan ido las desavenencias, nada impide que la solución nos llegue desde dentro, sin que intervengan elementos extraños. Se sabe muy bien lo que hay que hacer. Lo único que se requiere ahora es poner el diapasón de la cordura y empezar a hablar a calzón quitado.

Lo que digo ni es buenismo ni es ingenuidad ni es creer en que las cigüeñas traen a los niños de Paris. Es simplemente que todavía confío en la inteligencia humana.

4 de octubre de 2017

Así no vamos a ninguna parte

He dejado pasar algún tiempo sin escribir en este blog. Las causas han sido varias, desde la falta de inspiración que provoca en mí el largo verano, pasando por la sensación de pérdida de tiempo que me produce en ocasiones lanzar ideas al vacío sin saber a dónde llegan y terminando en el hecho de que he iniciado otras escrituras, con vagas e ilusionantes pretensiones de mayor recorrido, y no hay tiempo para todo. Excusas, ya lo sé, pero me veo obligado a dárselas a mis amigos.

Sin embargo, está sucediendo algo tan grave en España que, si quiero ser fiel a mi intención de explicar en el blog mis sensaciones, por muy políticamente incorrectas que les parezcan a muchos, no tengo más remedio que hablar del procés, esa entelequia que se han inventado algunos, sobre bases tan resbaladizas que están provocando una peligrosa deriva de final impredecible, y que otros no han entendido en su verdadero alcance, o por desconocimiento de causa o por prejuicios ancestrales. Un desatino inconcebible en un estado moderno como es el nuestro, una vergüenza se mire desde el lado que se mire, desde el secesionismo galopante o desde la reacción inmovilista.

Lo que ha sucedido y sigue sucediendo en Cataluña por culpa de unos políticos irresponsables y con muy poco sentido de estado -dicho sea esto último con el significado de la grandeza y sabiduría que requiere tratar los asuntos de un colectivo formado por millones de personas que están en manos de las decisiones que tomen sus dirigentes- es inaceptable; y mucho me temo -ojalá me equivoque-  que hayamos llegado a un punto de no retorno, a una situación de enfrentamiento visceral que ya no tenga solución. Al menos si los mismos que han manejado la situación hasta ahora continúan al frente de las decisiones, tanto en Madrid como en Barcelona, porque la falta de visión política, la torpeza operativa y la ignorancia sobre la realidad social están muy repartidas.

No soy equidistante, como algunos acusan a otros últimamente con frecuencia. Simplemente no estoy ni con lo que piden unos ni con las respuestas que les dan los otros. No acepto la vulneración de la ley, pero tampoco que éstas sean inamovibles. No me gustan los referendos sin garantías y fraudulentos, de la misma forma que considero un error político que no se negocien alternativas inteligentes. No quiero que Cataluña se separe de España -nunca lo he querido-, pero deseo que su encaje en el estado español sea aceptado de buen grado por la mayoría de los catalanes.

La animadversión es mutua y son muchos los que la alimentan día a día con una falta de sentido de la responsabilidad que espanta. Los que hasta hace poco eran chascarrillos graciosos se han convertido en chistes obscenos, en insultos desgarradores. El odio, esa perversión que todo lo corroe, ha sustituido a la convivencia, a la seguridad de que juntos caminábamos mejor. Ya no hay disimulo ni cortesía ni buenas intenciones. Ahora todo es agravio, ofensa, e intransigencia.

Si alguna de las dos partes cree que todo se acabará cuando logre imponer su visión del problema sobre el otro se equivoca. Imaginará haber alcanzado momentáneamente sus objetivos, pero el problema continuará latente. Supondrá que ha resuelto el conflicto para los de su generación, pero se lo dejará abierto a la de sus hijos y a la de sus nietos, que lo verán renacer algún día con más virulencia. 

En lo único que creo a estas alturas es un  pacto, en una solución negociada entre las dos visiones, en un compromiso que nos permita a todos continuar nuestra andadura con el mínimo de perjuicios posibles para las dos partes. La transición, con todos sus defectos, fue un ejemplo. Pero requirió flexibilidad, tolerancia y, sobre todo, inteligencia política.  Y temo que ahora no la haya.