14 de noviembre de 2017

Series televisivas

No me atraen las series televisivas, me aburren soberanamente. Prefiero ver películas completas, aquellas cuyas secuencias duran hora y media o dos horas, y al cabo todo queda resuelto o para bien o para mal. Pero como no ignoro que en esto de las preferencias cinematográficas estoy en franca minoría entre los de mi especie, he desarrollado una teoría en la que sustentar mi rechazo y poder demostrar que no soy un tipo raro, simplemente alguien a quien lo que le interesa de las historias de ficción, leídas o contempladas, es la evolución del argumento, el comportamiento desconocido de los personajes y el inesperado y, a ser posible, sorprendente final. Y eso, para mí, no lo ofrecen las series, cuyos capítulos suelen contener tramas repetitivas y personalidades con comportamientos predecibles. Creo que no he sido capaz de mantenerme fiel a ningún serial desde aquellos tiempos de Bonanza o de Ironside -¡que ya es decir!-, si exceptuamos alguna de carácter humorístico e intrascendente.

Por eso sigo con atención la situación en Cataluña, porque se puede comparar con muchas cosas menos con una serie de televisión. Aquí las posiciones de los personajes cambian todos los días, a veces dando unos tumbos sorprendentes. Y la trama, aunque mantenga una cierta monotonía argumental y un “raca-raca” bastante aburrido, en ocasiones da unos giros espectaculares, hasta el extremo de que uno ya no sabe si está ante el mismo conflicto que estaba ayer o frente a uno nuevo surgido de las cenizas del anterior. Si no fuera porque no quiero caer en la frivolidad de quitar importancia a uno de los mayores retos con los que se ha topado la sociedad española en los últimos tiempos, podría continuar buscando puntos de diferencia.

Aunque, si lo pienso mejor, es posible que sí se trate de una serie, pero de una con guionistas tan creativos que en cada nuevo capítulo uno cree que estuviera viendo una historia distinta. Sólo la terquedad de alguno de los personajes y la insistencia en el relato victimista aburre un poco. Lo demás es distinto cada día, desde la validez o simple simbolismo de la proclamación de la independencia, hasta el acatamiento del artículo 155, o sea de la Constitución; desde la necesidad inexcusable de presentarse a las elecciones con una lista conjunta de “país”, hasta las dudas de si Puigdemont y Junqueras concurrirán en la misma. Incluso la banda sonora cambia de vez en vez, porque, quizá un poco hartos de tanto Lluis Llach y de tanta estaca, ahora nos deleitan con canciones de María del Mar Bonet, menos reivindicativas, más poéticas, como requieren las almas soñadoras.

También van cambiando los escenarios. La plaza de Sant Jaume en Barcelona, epicentro de tantas manifestaciones durante los últimos meses, se ha convertido en la Gran Plaza de Bruselas; y las mediterraneas calles catalanas en frías avenidas de algunas de las más bellas ciudades flamencas. Y el atrezzo callejero ha empezado a sustituir el acostumbrado mar de banderas esteladas por un campo de móviles encendidos, recurso luminario de gran efecto cinematográfico.

Sí, es posible que se trate de una serie y yo no me haya dado cuenta hasta ahora. Si así fuera, no tendré más remedio que desengancharme para no traicionar a mis principios cinematográficos.

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