25 de septiembre de 2018

Ladran, luego cabalgamos


Yo no hubiera podido ser ministro del PSOE. A pesar de que hace muchos años que asumí que las inclinaciones sexuales de cada uno son un asunto tan personal que nadie tiene derecho a juzgar las de los demás, y aunque rechace cualquier manifestación de índole homófoba por considerarla poco inteligente al proceder de prejuicios ancestrales, alguna vez he utilizado la expresión “maricón”. No como insulto –que también- sino para referirme a algún homosexual en concreto. Siempre por supuesto en ambientes restringidos y en presencia de personas que me conocen y entienden perfectamente el trasfondo de mis palabras. No es que me sienta orgulloso de esta debilidad, pero sé perfectamente que mi escala de valores no se ha visto alterada por esta conducta.

Ahora bien, si me hubieran grabado alguna de esas licencias verbales y a continuación hecho públicas las grabaciones, no habría podido intentar desarrollar una carrera política. Mejor dicho, hubiera podido intentarlo, pero no en un gobierno socialista. Tendría que haberme refugiado en alguno de esos partidos que tapan las vergüenzas de los suyos hasta límites inconcebibles, que protegen a los de su manada aunque existan evidencias de delito o de falta de ética.

Lo que está sucediendo ya lo veíamos venir. Algunos líderes están soliviantados y decididos a acabar con el gobierno de Pedro Sánchez como sea. Les corre prisa, porque si no lo hunden rápidamente acabará convenciendo a una mayoría cualificada de que es posible sortear la crisis sin abandonar a los más débiles. Terminará arañando algo de los privilegios de los de siempre y demostrará que las ideas progresistas moderadas son una valiosa alternativa al neoconservadurismo desbocado.

Para eso vale todo, incluso utilizar las cloacas del estado, manipular las palabras o las intenciones que hubiera detrás de ellas o sacar a relucir los expedientes universitarios. De lo que se trata es de pedir dimisiones y socavar el prestigio de los ministros, aunque para ello haya que exigir unos niveles de comportamiento muy distantes de los que ellos acostumbraban. Cualquier tema les vale, incluso los asuntos de Estado, esos que requieren de lealtad institucional. La bestia a batir lo justifica todo. No se pueden permitir que siga creciendo, porque les va mucho en ello.

No, no lo tiene fácil el nuevo gobierno. Lo que sucede es que los ciudadanos en su conjunto no son tan estúpidos como para tragarse con facilidad las malas artes sin reaccionar. Las encuestas algo están diciendo al respecto. Las últimas, en plena crisis del caso Montón, demuestran que la brecha de intención de voto entre el PSOE y los partidos de derecha aumenta a favor de primero, al mismo tiempo que ponen de manifiesto que el electorado de derechas cada vez está más desconcertado.

Por eso viene a cuento recordar aquello de ladran luego cabalgamos.

16 de septiembre de 2018

No saben qué hacer

Pero lo peor no es que no sepan qué hacer, lo peor es que se les nota demasiado. La rabia apenas contenida que se apoderó del alma de ciertos políticos de la derecha cuando el voto de censura a Mariano Rajoy los desalojó del poder, empezó a manifestarse nada más suceder lo que la corrupción descarada les había traído. Lo que sucede es que al principio estaban demasiado confusos y sus mensajes resultaban monotemáticos: triple alianza con los populistas, con los independentistas y con los terroristas. Ahora, una vez superado el amargo trance de la derrota, recompuesta la figura y afinadas las lenguas, han ampliado el espectro de las acusaciones y la forma de manifestarlas. En definitiva, la cólera virulenta ha reventado.

Pero no es sólo rabia, también es miedo. No tienen claro que puedan echar de la Moncloa a Pedro Sánchez a corto plazo con procedimientos democráticos y han empezado a dispararle dardos envenenados para derribarlo cuanto antes. Lo de los supuestos pactos inconfesables con unos y con otros no parecía que estuviera haciendo mella en la opinión pública y quizá si se le acusara de haber plagiado la tesis doctoral se conseguiría hacer más sangre. Calumnia que algo queda, dice el proverbio, y para qué andarse por las ramas pudiendo ir directamente al tronco. Se aprovecha una pregunta parlamentaria sobre Cataluña y se lanza otra de esas que siembran duda. Lo de la unidad de España puede esperar, pero acabar con el malvado no admite demasiadas dilaciones.

Lo que sucede es que estas estrategias ramplonas sólo convencen a unos cuantos, concretamente a los que ya estaban convencidos de que el actual presidente del gobierno es una especie de fiera Corrupia; mientras que los que en cada elección se plantean a quién elegir porque no tienen prejuicios partidistas –una franja del electorado que suele decidir el resultado de cada votación- ven en estos ataques una chapuza política de dimensiones colosales, una artimaña torticera que descalifica a sus autores. Por tanto, mucho cuidado, no vaya a ser que el tiro les salga por la culata.

Aliados para seguir adelante con estas maniobras de acoso y derribo no le faltan a esos líderes de la derecha ultramontana, periódicos simpatizantes con todo lo que huela a reacción y poderes fácticos que temen perder la situación de bonanza que paradójicamente les ha traído la crisis. Cuentan con medios de comunicación manipuladores de la opinión pública y con dinero para pagar a quien haga falta, a quien sirva a sus intereses.

Estamos asistiendo sólo al principio de la lucha rastrera, abyecta y miserable que se avecina, la  que están decididos a dar los derrotados. Es la única que se les ocurre, porque mucho me temo que se hayan quedado sin ideas, si es que alguna vez las tuvieron.

11 de septiembre de 2018

Titulitis

A ver si va a resultar ahora, con esta gaita de la proliferación de falsos títulos universitarios, que ni madame Curie se licenció en Ciencias por la universidad de la Sorbona, ni Torres Quevedo obtuvo el título de Ingeniero de Caminos, ni don Miguel de Unamuno presento su tesis doctoral, ni Severo Ochoa asistió a las prácticas preceptivas en la facultad de Medicina. Sólo faltaría que los excepcionales descubrimientos de la primera sobre el comportamiento de los elementos radioactivos, las extraordinarias  obras de ingeniería del segundo, las definitivas aportaciones de nuestro premio Nobel a la bioquímica aplicada o las clarividentes reflexiones metafísicas de don Miguel se sustentaran en falsos títulos, en asignaturas convalidadas de cualquier manera o en carreras aprobadas sin el esfuerzo requerido.

Creo que no, que no fue así, entre otras cosas porque en aquellos tiempos todavía no se había inventado la universidad Juan Carlos I, esa factoría de falsos titulados, de másteres fantasmas, de adornos curriculares. Pero si mis sospechas sobre las acreditaciones académicas de los excelsos universitarios que he citado arriba se confirmaran, ¿importaría algo en realidad el maquillaje de sus expedientes académicos? Por supuesto que no. Sus aportaciones al progreso de la humanidad ahí estarían, con diplomas o sin diplomas, con fotografía o sin fotografía en la orla de su promoción.

¿Quiere esto decir que disculpo las corruptelas? No, claro que no. Lo que sucede es que  relativizo su importancia. En mis tiempos de ejercicio profesional, me hubiera costado un disgusto verme obligado a prescindir de un buen colaborador por el hecho de que, en un momento determinado, se hubiera descubierto que había obtenido uno de sus títulos académicos por arte de birlibirloque, por la cara como dicen los castizos. Es posible, eso sí, que a partir de ese momento lo hubiera observado con más detenimiento, no fuera a ser que en el ejercicio de su responsabilidad encontrara fallos hasta entonces no detectados. Pero superado ese periodo de observación, me hubiera olvidado y hubiera seguido contando con su colaboración profesional.

Ni me parece mal que el periodismo de investigación denuncie situaciones como las que en los últimos meses han salido a la palestra, ni mucho menos que la justicia investigue las responsabilidades que hubiera lugar, entre otras cosas porque en algunos casos posiblemente se hayan cometido delitos que castigar. Pero no vayamos más allá, no hagamos víctimas inocentes, no convirtamos las corruptelas de difícil comprobación en condenas a la hoguera. Que hable la justicia cuando deba hacerlo y que el electorado depure en las urnas a los que no le merezcan confianza.

Y esta reflexión que hago me sirve para todos, para unos más que para otros.

8 de septiembre de 2018

Vuelta al cole

No me lo había propuesto, pero al final ha sido así. La pereza me ha vencido y he sido incapaz durante varias semanas de abrir el ordenador y ponerme a escribir. No es que no haya habido situaciones que me llamaran la atención, porque éstas han sido muchas, variadas y llamativas. Ha ocurrido, simplemente, que la vagancia veraniega ha podido conmigo. Pero ya va siendo hora de empezar a dar un poco la murga.

He oído últimamente que algunos dicen que para qué perder el tiempo exhumando los restos de Franco, habiendo tantas cosas importantes por hacer. No aclaran que les gustaría que siguieran allí, porque a tanto no se atreven. Sería algo así como reclamar que continúe abierto un mausoleo dedicado a la memoria de un dictador, al recuerdo del vencedor de una guerra civil que enfrentó a la mitad de los españoles con la otra mitad. Y eso sería reconocer una estrechez de miras democráticas poco acorde con los tiempos que corren. Con los votos no se juega.

Según parece, otros -¿quizá los mismos?- proponen la promulgación de una ley de concordia y reconciliación entre los españoles, para sustituir a la que se refiere a la memoria histórica. Deben de considerar que esta última hurga demasiado en hechos poco confesables y que mejor sería “firmar la paz” de una vez y dejarse de monsergas. Los muertos muertos están y para qué localizarlos y enterrarlos con dignidad. Reconciliémonos y olvidemos el pasado. Además –recalcan-, quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Es decir, reconocen el pasado pecaminoso, pero lo reparten por igual, como si los represaliados al finalizar de la contienda civil hubieran pertenecido a los dos bandos y no sólo al de los vencidos.

Lo de la inmigración desbocada por no dejar que se ahoguen los emigrantes que intentan llegar a Europa es culpa, según proclaman otros, -¿los de antes?- de un gobierno oportunista al que le gustan más los gestos que los hechos. Dicen que no deberíamos andarnos con tantas contemplaciones. Aquí no cabemos todos –explican- y el Estado no puede ni debe convertirse en una ONG caritativa. Mano dura, pelotazo y tente en pie. Que se queden en su país que aquí no pintan nada.

Hay también -¿serán los mismos?– los que consideran que las proclamas incendiarias que lanzan Carles, Quim y compañía son la consecuencia inmediata de unos pactos secretos e inconfensables acordados para llevar adelante la moción de censura que arrebato el poder a los conservadores. Tanto diálogo, tanta contemplación, tanta llamada a la cordura y a la sensatez –repiten hasta la saciedad- terminará quebrando la convivencia, provocando males irreversibles. Con el 155 y con las cargas del 1 de octubre  se estaba arreglando el desaguisado y ahora vienen éstos a estropearlo todo con su afición al dialogo, con su afán de oír al adversario, con su manía de buscar puntos de encuentro.

Lo que no sé, me pregunto a la vista de lo anterior, es cómo con todas estas lindezas he sido incapaz de vencer la galbana veraniega durante tanto tiempo. Quizá sea porque los años causan estragos, me guste o no admitirlo. Aunque, pensándolo bien, nunca es tarde si la dicha es buena.