11 de septiembre de 2018

Titulitis

A ver si va a resultar ahora, con esta gaita de la proliferación de falsos títulos universitarios, que ni madame Curie se licenció en Ciencias por la universidad de la Sorbona, ni Torres Quevedo obtuvo el título de Ingeniero de Caminos, ni don Miguel de Unamuno presento su tesis doctoral, ni Severo Ochoa asistió a las prácticas preceptivas en la facultad de Medicina. Sólo faltaría que los excepcionales descubrimientos de la primera sobre el comportamiento de los elementos radioactivos, las extraordinarias  obras de ingeniería del segundo, las definitivas aportaciones de nuestro premio Nobel a la bioquímica aplicada o las clarividentes reflexiones metafísicas de don Miguel se sustentaran en falsos títulos, en asignaturas convalidadas de cualquier manera o en carreras aprobadas sin el esfuerzo requerido.

Creo que no, que no fue así, entre otras cosas porque en aquellos tiempos todavía no se había inventado la universidad Juan Carlos I, esa factoría de falsos titulados, de másteres fantasmas, de adornos curriculares. Pero si mis sospechas sobre las acreditaciones académicas de los excelsos universitarios que he citado arriba se confirmaran, ¿importaría algo en realidad el maquillaje de sus expedientes académicos? Por supuesto que no. Sus aportaciones al progreso de la humanidad ahí estarían, con diplomas o sin diplomas, con fotografía o sin fotografía en la orla de su promoción.

¿Quiere esto decir que disculpo las corruptelas? No, claro que no. Lo que sucede es que  relativizo su importancia. En mis tiempos de ejercicio profesional, me hubiera costado un disgusto verme obligado a prescindir de un buen colaborador por el hecho de que, en un momento determinado, se hubiera descubierto que había obtenido uno de sus títulos académicos por arte de birlibirloque, por la cara como dicen los castizos. Es posible, eso sí, que a partir de ese momento lo hubiera observado con más detenimiento, no fuera a ser que en el ejercicio de su responsabilidad encontrara fallos hasta entonces no detectados. Pero superado ese periodo de observación, me hubiera olvidado y hubiera seguido contando con su colaboración profesional.

Ni me parece mal que el periodismo de investigación denuncie situaciones como las que en los últimos meses han salido a la palestra, ni mucho menos que la justicia investigue las responsabilidades que hubiera lugar, entre otras cosas porque en algunos casos posiblemente se hayan cometido delitos que castigar. Pero no vayamos más allá, no hagamos víctimas inocentes, no convirtamos las corruptelas de difícil comprobación en condenas a la hoguera. Que hable la justicia cuando deba hacerlo y que el electorado depure en las urnas a los que no le merezcan confianza.

Y esta reflexión que hago me sirve para todos, para unos más que para otros.

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