30 de septiembre de 2019

Colegios

Cuando todavía no había cumplido los trece años, y por tanto cursaba tercero de bachillerato del plan de entonces, un traslado familiar por razones profesionales de mi padre me obligó a cambiar de colegio a mitad de curso. Había asistido los dos primeros trimestres a un centro escolar de Barcelona -La Salle Josepets- y nada más acabar las vacaciones de Semana Santa me tuve que presentar, a pecho descubierto y sin conocer a nadie, en un aula del Colegio Calasancio de Madrid. Nuevos compañeros, profesores distintos y algunas pequeñas diferencias en el contenido de las materias que se impartían.

Ha pasado mucho tiempo desde entonces y como consecuencia la imagenes que mi memoria retiene de aquel momento están algo difusas. Pero a pesar de ello no se ha borrado del todo el recuerdo de mi entrada el primer día en el aula acompañado por el prefecto -el padre David-, un hombre joven, de aspecto severo, hierático y circunspecto. El entró primero, altivo y sin abandonar la seriedad que lo caracterizaba, la clase entera se puso de pie con gran estruendo y yo lo seguí algo cohibido. Después me presentó con cierta gravedad protocolaria a los que serían mis compañeros a partir de aquel momento y me ordenó que ocupara el lugar que me correspondía por orden alfabético, entre un García (José Miguel) y un Gutiérrez (Antonio), maniobra que obligaría a moverse de su pupitre a todos los que venían a continuación.

Estaban en clase de francés, y el profesor de turno –el señor Sanjuán- me preguntó comment allez vous, a lo que contesté como un autómata bien… merci… monsieur... Había conseguido salir airoso de mi primera prueba, lo que me dio ciertos ánimos y me ayudó a introducirme en aquel nuevo ambiente escolar, que enseguida, pasada la primera impresión, empezó a dejar de parecerme hostil. Pronto, muy pronto, aquellas caras que me miraban al principio con curiosidad mal disimulada empezaron a hacérseme familiares; y aquellos chicos, que en mis temores anteriores imaginaba como potenciales enemigos, se convertirían enseguida en mis nuevos amigos, con los que compartiría a partir de entonces y durante los siguientes años alegrías y tristezas, éxitos y fracasos y premios y castigos. Hasta que se acabo el bachillerato e iniciamos la siguiente etapa de nuestras vidas.

En muchas ocasiones me he referido en estas páginas al efecto mariposa, una manera de denominar la secuencia de acontecimientos que se desencadenan a partir de un hecho concreto. De acuerdo con este principio de casualidad y causalidad, puedo asegurar que si mis padres hubieran decidido llevarme a otro colegio o si mi apellido no hubiera empezado por G mi vida habría sido distinta a cómo ha sido. En aquel momento estaba en plena adolescencia y empezaba a vislumbrar el mundo de los adultos. A partir de ese momento dejaría poco a poco de ser un niño y se iniciaría el desarrollo de mi futura personalidad. Y ésta, en gran medida, se moldeó en aquel nuevo colegio. El destino deambula con frecuencia por caminos insospechados.

Si cuento todo esto es para añadir que estoy en este momento con la ilusión puesta en recuperar el contacto con mis compañeros de aquella época. Me he sumado a la iniciativa de un buen amigo, que no sé hasta dónde llegará. Pero de lo que sí estoy seguro es de que si lo logramos me llevaré grandes sorpresas, porque en vez de aquellos jovenzuelos que dejé de ver hace muchos años, cuando cada uno de nosotros emprendió su propio camino en la vida, me encontraré con personas hechas y derechas de las que no recordaré casi nada. Pero confirmaré algo en lo que creo, que aquellos años escolares dejaron huellas imborrables en todos nosotros.

25 de septiembre de 2019

Perder el sueño

Desde que empecé a escribir de manera sistemática no me faltaron nunca asesores literarios. Desde el primer borrador de la primera novela que dejé en manos de algún amigo, me empezaron a llover amables consejos sobre la forma y el fondo de mis escritos, recomendaciones que jamás eché en saco roto. Uno de los que más me llamaron la atención fue el que se refería a la riqueza que aporta al lenguaje el uso de símiles y comparaciones, sobre todo cuando se utilizan en sentido figurado. Puedo asegurar que desde entonces procuro seguir al pie de la letra aquel acertado consejo, no sólo cuando escribo, también cuando analizo la escritura o el lenguaje de los demás.

Por eso entendí perfectamente el sentido que Pedro Sánchez quiso darle a la expresión perder el sueño, cuando hace unos días en una entrevista televisada se refirió a los temores que le producía la posibilidad de formar un gobierno de coalición con Unidas Podemos. Lo pudo haber dicho de otra forma, pero eligió un símil para dejar las cosas más claras. Después amplió la explicación utilizando la expresión de dos gobiernos en uno, una idea que desde mi punto de vista no deja dudas interpretativas sobre las razones que motivaron su rechazo a la propuesta. Una cosa es gobernar en coalición y otra muy distinta cogobernar con la vista puesta en objetivos distintos.

Aunque se esté derramando mucha tinta por parte de unos y otros en aderezar el relato, la investidura fallida es agua pasada. Ahora toca pensar en las próximas elecciones, de las que puede salir cualquier cosa. Pero, en todo caso, a mí la explicación que dio Pedro Sánchez me convence, porque nunca hubiera entendido que una izquierda moderada gobernara de la mano de una fuerza radical cuyos objetivos difieren  por completo en algunos importantes asuntos de Estado. Hubiera sido un absoluto sinsentido, una decisión que hubiera dejado descolocados a muchos votantes del PSOE, sobre todo a aquellos que están muy lejos de la radicalidad utópica.

Es cierto que si Pedro Sánchez hubiera cedido a las pretensiones de Podemos muy probablemente hubiera conseguido la investidura. Pero no lo es menos que una cosa es ser nombrado presidente del gobierno y otra muy distinta gobernar. Tengo la completa seguridad de que la maquinaria gubernamental hubiera chirriado desde el primer momento, unas veces como consecuencia de las políticas de ámbito nacional (léase Cataluña) y otras de carácter internacional.

Es cierto, no lo voy a negar, que entre las dos formaciones políticas existen muchas coincidencias en sus programas, sobre todo en los aspectos que afectan a las reformas de carácter social. Pero incluso en éstas el alcance y los tiempos que proponen cada uno son distintos. El PSOE buscará siempre el máximo consenso político posible en cualquier reforma social que afecte al equilibrio presupuestario. A Unidas Podemos parece no importarle demasiado la reacción de los mercados, a los que tilda con el genérico IBEX 35. Y con esas diferencias de criterios, que no son baladíes, es imposible cogobernar.

Se dice ahora que pudiera ser que la izquierda haya perdido la oportunidad de gobernar. Quién lo sabe, porque ni los analistas políticos más señeros son capaces de predecir en estos momentos qué va a ocurrir en las próximas elecciones. Pero lo que sí parece claro es que cualquier cosa que suceda no será peor que la inestabilidad que hubiera originado el extraño maridaje entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias que proponía el segundo. Y que nadie se engañe, lo que ha sucedido ahora volverá a suceder si se dieran las mismas circunstancias.

21 de septiembre de 2019

Amigos para siempre

En varias ocasiones he hablado aquí de viajes. Pero hay una faceta de los mismos a la que nunca me he referido, la de las ocasionales amistades que se establecen, sobre todo en aquellos de cierta duración y que transcurren en el extranjero. Es curioso, pero conozco a pocos que al regreso de una de estas escapadas no me haya contado alguna historia relacionada con sus compañeros de viaje, por lo general llena de elogios, al menos las que se se refieren a los que por una u otra razón más cerca estuvieron de quien la narra. Es cierto que también suele haber alguna crítica aislada, porque en los viajes en grupo nunca faltan los patosos, los cantamañanas y los excéntricos. Pero mientras que estas últimas alusiones suelen quedarse en anécdotas más o menos bufas, las otras por lo general se presentan como el descubrimiento de unas nuevas amistades con la apariencia de que vayan a durar para siempre. La pregunta que me hago es por qué sucede esto, qué razones hay para que nazcan tan espontáneas relaciones de amistad. Supongo que son varias, no todas de fácil explicación, pero voy a dar algunas que se me ocurren, porque de este extraño fenómeno tampoco me libro yo.

En primer lugar, tengo la sensación de que cuando se está fuera del hábitat habitual aparece una especie de necesidad de protección tribal. Un idioma que no siempre se domina, unas costumbres que con frecuencia chirrían y unas comidas que en ocasiones producen alguna desconfianza -si no rechazo- promueven un raro instinto de agrupamiento, por aquello de que cuantos más seamos más repartidos quedarán los males. Siempre habrá alguno que balbucee el idioma o que ya conozca las extravagancias foráneas o que en alguna ocasión haya probado aquel extraño guiso sin merma de su integridad física.

En segundo, la continuidad del contacto personal. Cuando se viaja en grupo, uno desayuna, come y cena todos los días con los mismos. Incluso, y creo que no estoy exagerando, se ve obligado a compartir los horarios de visitas a la “toilette”, algo que nadie negará que crea proximidad afectiva o, al menos, afectuosa comprensión. No hay nada tan humano como estas obligadas e íntimas incursiones.

En tercero, la novedad. Tanta interacción provoca descubrimientos inauditos. Uno creía que ya había conocido todo lo que se puede conocer en la vida, cuando de repente aparece ante sus ojos una extraña personalidad que le resulta difícil de catalogar. O, mejor dicho, que no tendría demasiados inconvenientes en tacharla de peculiar si estuviera en su terreno habitual, pero que allí, a kilómetros de casa, resulta interesante.

Pero lo más curioso de este fenómeno es el ingenuo propósito que las nuevas amistades se hacen de mantener aquella nueva relación por los siglos de los siglos amén, ignorando que apenas conocen la más mínima parte de la personalidad de sus nuevos amigos.  Pero qué más da, los he conocido viajando, han resultado unos compañeros de fatigas inigualables y estoy seguro de que esto no es más que el principio de una nueva amistad.

Lo dejo aquí por hoy, porque tengo que llamar sin falta a unos amigos que viven en un pueblo perdido en los montes de Toledo y que acabo de conocer viajando por tierras de Flandes. Es que hemos acordado recorrer juntos aquellas serranías y no puedo faltar a la cita. Hasta ahí podíamos llegar, con lo majos que son.


17 de septiembre de 2019

Recuerdos de infancia

Supongo que no seré el único que haya intentado alguna vez traer a la memoria los primeros recuerdos de su existencia, las experiencias infantiles que tuvieron lugar antes de cumplir los seis o siete años de edad. Yo he conseguido rescatar algunos, aunque es verdad que muy difusos, pero al fin y al cabo recuerdos. Es muy posible que estén algo distorsionados, por un lado porque ha pasado mucho tiempo desde entonces y por otro por la inevitable desfiguración que la subjetividad causa en los recuerdos. Pero es que además a veces es difícil distinguir un recuerdo de algo que te hayan contado y que terminas aceptando como recuerdo. En cualquier caso, alguno he conseguido “salvar del olvido”.

Uno de los más antiguos es el de las salidas con Elena a la plaza del Primo. Elena era mi niñera de entonces –hoy se dice cuidadora- y la plaza del Primo en realidad se llamaba de Primo de Rivera (el dictador, no el fundador de Falange Española) y estaba situada en el corazón del ensanche de Tetuán (entonces la capital del Protectorado Español de Marruecos), muy cerca del domicilio de mis padres. Elena, que en aquellas fechas rondaría los cuarenta, me parecía una anciana. Pero era cariñosa y siempre estaba muy pendiente de mis hermanos y de mí. Vivía en casa y permaneció con nosotros hasta que un nuevo destino de mi padre nos separó. En realidad, debo confesarlo, pocos recuerdos conservo de su físico y de su carácter, aunque su inconcreta figura aparezca con frecuencia en el cajón de mi memoria.

Pero lo que sí recuerdo con mucha nitidez es la plaza del Primo. Era y sigue siendo un gran recinto circular y ajardinado, en el que confluían seis calles, una de ellas la mía, la de Calvo Sotelo (hoy del 10 de mayo). Para acceder al pequeño parque central había que sortear el tráfico que lo circunvalaba, entonces muy escaso. Una vez dentro, Elena nos soltaba como los mayorales sueltan a las reses, dicho sea el símil sin ánimo de ofender ni a los animales ni a las personas. Y allí pasábamos horas y horas, nuestra cuidadora “chafardeando” (localismo aragonés de origen catalán) con sus amigas y nosotros retozando con los nuestros, dicho sea en uno y sólo uno de los significados que la Academia otorga a este verbo.

De la plaza del Primo salía la calle de Franco (ahora avenida de Mohamed V), una larga arteria jalonada por grandes comercios de todo tipo que se adentraba en territorio para mí ignoto, en el que sólo entrábamos cogidos de la mano de mis padres. Elena debía de tener marcada una circunscripción, cuya frontera coincidía con la plaza de nuestros juegos, y de allí nunca se salía, seguramente porque hacerlo requiriera una protección de mayor rango

En la plaza del Primo estaba la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria, a la que todos los domingos acudíamos puntualmente a la misa de las doce, también con mi padre y con mi madre, vestidos de punta en blanco como marcaban los cánones. Creo recordar que este templo –que todavía existe y continúa abierto al culto- era conocido como la Misión Católica, un nombre con reminiscencias colonialistas, lo que a nadie puede sorprender.

Otra de las responsabilidades de nuestra cuidadora era llevarme al colegio, uno más de los lugares que recuerdo con bastante nitidez, o al menos eso creo. Era el colegio de Nuestra Señora del Pilar, regentado como en todas partes por los Hermanos Marianistas. No consigo traer a la memoria ni las aulas ni los profesores, pero sí el enorme recinto del recreo, rodeado por una parte por los edificios que constituían el centro escolar y por otra por unas tapias que me parecían insalvables y que impedían que pudiéramos cotillear lo que hubiera al otro lado.

Estos recuerdos infantiles no son los únicos que conserva mi memoria, ni mucho menos. Pero la brevedad que impone el folio y pico que me he marcado me impide hoy continuar con ellos. Aunque, quién sabe, quizá otro día lo haga.

6 de septiembre de 2019

Las otras ausencias

Hablaba yo el otro día en este blog de la tristeza que me causa observar las ausencias que se van produciendo a mi alrededor año tras año ("Fiestas de pueblo", 16/08/19). En aquella ocasión me refería a las ausencias físicas, aquellas que proceden de la muerte o de la enfermedad o de la debilidad mental. Hoy, sin embargo, quisiera referirme a otro tipo de ausencias, las que descubro en personas que con el transcurrir de los años han variado tanto su comportamiento, su manera de pensar y su actitud ante la vida, que apenas las reconozco. Están ahí, es cierto, pero tengo la sensación de que  no estuvieran. Supongo que el cambio en ellos se habrá ido produciendo paulatinamente, pero sucede que como son transformaciones que sólo se perciben si se analizan con cierto detenimiento o si se aguza el ingenio, en algunos casos he tardado mucho tiempo en ser consciente.

Las ausencias a las que me refería hace unos días lo son por aptitud. No están porque no pueden estar. Las que traigo hoy aquí lo son por actitud. No están porque no quieren estar como estaban antes. La vida ha cambiado sus percepciones, sus gustos y sus anhelos de tal manera que en realidad están ausentes. Y aunque en ocasiones se sienten junto a mí –de mayor o menor gana, eso no importa-, contribuyen a  aumentar mi añoranza de unos tiempos que ya nunca volverán.

El discurrir de la vida no admite marcha atrás. Y la vida de cada uno de nosotros está constituida, entre otras muchas cosas, por los que te rodean, por el conjunto de personas que interaccionan contigo. Si estos cambian su actitud, tu vida cambia. Si el hábitat se hace distinto y tú pretendes continuar viviendo como si nada hubiera sucedido, te sientes incómodo, frustrado y decepcionado.

En cualquier caso, es una pena que uno no pueda seguir manteniendo con los demás el mismo nivel de sintonía que siempre tuvo. Pero lo peor de todo es que no tiene solución. Porque, ¿les voy a exigir a los otros que sigan siempre tal y como eran? O acaso, ¿tendré yo que acomodar mi conducta, mis ilusiones y mis pretensiones a las de quienes me rodean? Lo primero sería una pretensión inútil; lo segundo constituiría un acto de generosidad absurda, un contrasentido. La vida es como es y la tomas o la tomas.

El resultado de todo esto es que como consecuencia de las ausencias- por aptitud  o por actitud- uno se encuentra cada día más solo, por mucho que intente mantener el contacto con los que le rodean. Se hacen esfuerzos para evitarlo, pero los resultados suelen ser escasos. Se intenta –o al menos yo lo intento- ignorar las ausencias, pero al final se hacen presentes por todas partes. 

¿Será este fenómeno lo que algunos llaman la soledad del viejo? ¡Y yo que sé!

1 de septiembre de 2019

Conservacionismo sí, paranoia conservadora no

El otro día tuve la oportunidad de recorrer a pie - y a pie de obra para ser más concreto- los trabajos de construcción de la nueva presa del pantano de Castellote, una ampliación que duplicará la capacidad del actual. Nuestro guía, un gran conocedor del pasado del embalse, de su explotación actual y del proyecto en marcha, además de ofrecernos una gran cantidad de datos técnicos, nos deleitó con anécdotas marginales, algunas de ellas relacionadas con las medidas de protección del medioambiente y del patrimonio cultural. Entre ellas, la iniciativa que se tomó al iniciarse los trabajos de desmontar piedra a piedra un puente del siglo XVI –esa fecha dan  los expertos- con intención de instalarlo en algún otro lugar como recuerdo de la historia de aquellos parajes. La presión popular ha logrado que autoridades y contratistas tomaran una decisión que obligaría a un desembolso adicional, posiblemente no previsto en los presupuestos iniciales.

Nunca me ha parecido mal que determinadas organizaciones de carácter nacional o internacional dediquen sus esfuerzos a proteger el entorno ambiental o el legado histórico. Siempre he creído y sigo creyendo que actúan por un lado como necesario contrapeso de la desmedida y salvaje especulación económica y por otro para contrarrestar la ignorancia y el vandalismo, dos fenómenos de orígenes muy distintos pero que con frecuencia confluyen y se realimentan.

Lo que sucede es que, como suele ocurrir en tantos aspectos de la vida, con frecuencia los defensores de la conservación se extralimitan en sus objetivos, porque no tienen en cuenta que el progreso -en el sentido de mejora del bienestar del ser humano- exige cambios.  No se puede hacer una tortilla sin romper antes un huevo. Y si la calidad de vida de los habitantes de las dos orillas del río Guadalope exige que el nuevo nivel del agua inunde algunas recónditas buitreras y determinados paisajes de belleza incomparable, nadie debería oponerse a una obra de esta naturaleza. Una cosa es presionar para que los daños colaterales sean los menos posibles y otra muy distinta obstaculizar el progreso.

Este es un asunto que desde mi particular punto de vista no debería plantear ningún dilema. Las obras para que la sociedad progrese deben ser acometidas, lo que no significa que deba ignorarse la herencia medioambiental e histórica. En cualquier caso, y me congratula constatarlo, mucho se ha avanzado en este aspecto durante los últimos decenios. No hay más que viajar por la extensa red de autopistas de nuestro país para observar cómo se ha cuidado el entorno, con medianas ajardinadas, bosquecillos en las confluencias y repoblación vegetal en los terraplenes que habían quedado descarnados. Las largas cintas de oscuro asfalto son imprescindibles para el bienestar de los ciudadanos, y por tanto ha sido necesario romper el huevo; pero las medidas de protección han logrado que la tortilla sea jugosa.

Protejamos el ambiente y el patrimonio, pero no nos convirtamos en talibanes del conservacionismo. Apoyemos las iniciativas para proteger el paisaje, pero no boicoteemos el progreso. Defendamos la naturaleza, pero no olvidemos que el ser humano está en su perfecto derecho a exigir calidad de vida. Si se hacen bien las cosas, todo esto, en mayor o menor medida, es compatible.