Supongo que no seré el único que haya intentado alguna vez traer a la memoria los primeros recuerdos de su existencia, las experiencias infantiles que tuvieron lugar antes de cumplir los seis o siete años de edad. Yo he conseguido rescatar algunos, aunque es verdad que muy difusos, pero al fin y al cabo recuerdos. Es muy posible que estén algo distorsionados, por un lado porque ha pasado mucho tiempo desde entonces y por otro por la inevitable desfiguración que la subjetividad causa en los recuerdos. Pero es que además a veces es difícil distinguir un recuerdo de algo que te hayan contado y que terminas aceptando como recuerdo. En cualquier caso, alguno he conseguido “salvar del olvido”.
Uno de los más antiguos es el de las salidas con Elena a la plaza del Primo. Elena era mi niñera de entonces –hoy se dice cuidadora- y la plaza del Primo en realidad se llamaba de Primo de Rivera (el dictador, no el fundador de Falange Española) y estaba situada en el corazón del ensanche de Tetuán (entonces la capital del Protectorado Español de Marruecos), muy cerca del domicilio de mis padres. Elena, que en aquellas fechas rondaría los cuarenta, me parecía una anciana. Pero era cariñosa y siempre estaba muy pendiente de mis hermanos y de mí. Vivía en casa y permaneció con nosotros hasta que un nuevo destino de mi padre nos separó. En realidad, debo confesarlo, pocos recuerdos conservo de su físico y de su carácter, aunque su inconcreta figura aparezca con frecuencia en el cajón de mi memoria.
Pero lo que sí recuerdo con mucha nitidez es la plaza del Primo. Era y sigue siendo un gran recinto circular y ajardinado, en el que confluían seis calles, una de ellas la mía, la de Calvo Sotelo (hoy del 10 de mayo). Para acceder al pequeño parque central había que sortear el tráfico que lo circunvalaba, entonces muy escaso. Una vez dentro, Elena nos soltaba como los mayorales sueltan a las reses, dicho sea el símil sin ánimo de ofender ni a los animales ni a las personas. Y allí pasábamos horas y horas, nuestra cuidadora “chafardeando” (localismo aragonés de origen catalán) con sus amigas y nosotros retozando con los nuestros, dicho sea en uno y sólo uno de los significados que la Academia otorga a este verbo.
De la plaza del Primo salía la calle de Franco (ahora avenida de Mohamed V), una larga arteria jalonada por grandes comercios de todo tipo que se adentraba en territorio para mí ignoto, en el que sólo entrábamos cogidos de la mano de mis padres. Elena debía de tener marcada una circunscripción, cuya frontera coincidía con la plaza de nuestros juegos, y de allí nunca se salía, seguramente porque hacerlo requiriera una protección de mayor rango
En la plaza del Primo estaba la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria, a la que todos los domingos acudíamos puntualmente a la misa de las doce, también con mi padre y con mi madre, vestidos de punta en blanco como marcaban los cánones. Creo recordar que este templo –que todavía existe y continúa abierto al culto- era conocido como la Misión Católica, un nombre con reminiscencias colonialistas, lo que a nadie puede sorprender.
Otra de las responsabilidades de nuestra cuidadora era llevarme al colegio, uno más de los lugares que recuerdo con bastante nitidez, o al menos eso creo. Era el colegio de Nuestra Señora del Pilar, regentado como en todas partes por los Hermanos Marianistas. No consigo traer a la memoria ni las aulas ni los profesores, pero sí el enorme recinto del recreo, rodeado por una parte por los edificios que constituían el centro escolar y por otra por unas tapias que me parecían insalvables y que impedían que pudiéramos cotillear lo que hubiera al otro lado.
Estos recuerdos infantiles no son los únicos que conserva mi memoria, ni mucho menos. Pero la brevedad que impone el folio y pico que me he marcado me impide hoy continuar con ellos. Aunque, quién sabe, quizá otro día lo haga.
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