1 de septiembre de 2019

Conservacionismo sí, paranoia conservadora no

El otro día tuve la oportunidad de recorrer a pie - y a pie de obra para ser más concreto- los trabajos de construcción de la nueva presa del pantano de Castellote, una ampliación que duplicará la capacidad del actual. Nuestro guía, un gran conocedor del pasado del embalse, de su explotación actual y del proyecto en marcha, además de ofrecernos una gran cantidad de datos técnicos, nos deleitó con anécdotas marginales, algunas de ellas relacionadas con las medidas de protección del medioambiente y del patrimonio cultural. Entre ellas, la iniciativa que se tomó al iniciarse los trabajos de desmontar piedra a piedra un puente del siglo XVI –esa fecha dan  los expertos- con intención de instalarlo en algún otro lugar como recuerdo de la historia de aquellos parajes. La presión popular ha logrado que autoridades y contratistas tomaran una decisión que obligaría a un desembolso adicional, posiblemente no previsto en los presupuestos iniciales.

Nunca me ha parecido mal que determinadas organizaciones de carácter nacional o internacional dediquen sus esfuerzos a proteger el entorno ambiental o el legado histórico. Siempre he creído y sigo creyendo que actúan por un lado como necesario contrapeso de la desmedida y salvaje especulación económica y por otro para contrarrestar la ignorancia y el vandalismo, dos fenómenos de orígenes muy distintos pero que con frecuencia confluyen y se realimentan.

Lo que sucede es que, como suele ocurrir en tantos aspectos de la vida, con frecuencia los defensores de la conservación se extralimitan en sus objetivos, porque no tienen en cuenta que el progreso -en el sentido de mejora del bienestar del ser humano- exige cambios.  No se puede hacer una tortilla sin romper antes un huevo. Y si la calidad de vida de los habitantes de las dos orillas del río Guadalope exige que el nuevo nivel del agua inunde algunas recónditas buitreras y determinados paisajes de belleza incomparable, nadie debería oponerse a una obra de esta naturaleza. Una cosa es presionar para que los daños colaterales sean los menos posibles y otra muy distinta obstaculizar el progreso.

Este es un asunto que desde mi particular punto de vista no debería plantear ningún dilema. Las obras para que la sociedad progrese deben ser acometidas, lo que no significa que deba ignorarse la herencia medioambiental e histórica. En cualquier caso, y me congratula constatarlo, mucho se ha avanzado en este aspecto durante los últimos decenios. No hay más que viajar por la extensa red de autopistas de nuestro país para observar cómo se ha cuidado el entorno, con medianas ajardinadas, bosquecillos en las confluencias y repoblación vegetal en los terraplenes que habían quedado descarnados. Las largas cintas de oscuro asfalto son imprescindibles para el bienestar de los ciudadanos, y por tanto ha sido necesario romper el huevo; pero las medidas de protección han logrado que la tortilla sea jugosa.

Protejamos el ambiente y el patrimonio, pero no nos convirtamos en talibanes del conservacionismo. Apoyemos las iniciativas para proteger el paisaje, pero no boicoteemos el progreso. Defendamos la naturaleza, pero no olvidemos que el ser humano está en su perfecto derecho a exigir calidad de vida. Si se hacen bien las cosas, todo esto, en mayor o menor medida, es compatible.

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