21 de septiembre de 2019

Amigos para siempre

En varias ocasiones he hablado aquí de viajes. Pero hay una faceta de los mismos a la que nunca me he referido, la de las ocasionales amistades que se establecen, sobre todo en aquellos de cierta duración y que transcurren en el extranjero. Es curioso, pero conozco a pocos que al regreso de una de estas escapadas no me haya contado alguna historia relacionada con sus compañeros de viaje, por lo general llena de elogios, al menos las que se se refieren a los que por una u otra razón más cerca estuvieron de quien la narra. Es cierto que también suele haber alguna crítica aislada, porque en los viajes en grupo nunca faltan los patosos, los cantamañanas y los excéntricos. Pero mientras que estas últimas alusiones suelen quedarse en anécdotas más o menos bufas, las otras por lo general se presentan como el descubrimiento de unas nuevas amistades con la apariencia de que vayan a durar para siempre. La pregunta que me hago es por qué sucede esto, qué razones hay para que nazcan tan espontáneas relaciones de amistad. Supongo que son varias, no todas de fácil explicación, pero voy a dar algunas que se me ocurren, porque de este extraño fenómeno tampoco me libro yo.

En primer lugar, tengo la sensación de que cuando se está fuera del hábitat habitual aparece una especie de necesidad de protección tribal. Un idioma que no siempre se domina, unas costumbres que con frecuencia chirrían y unas comidas que en ocasiones producen alguna desconfianza -si no rechazo- promueven un raro instinto de agrupamiento, por aquello de que cuantos más seamos más repartidos quedarán los males. Siempre habrá alguno que balbucee el idioma o que ya conozca las extravagancias foráneas o que en alguna ocasión haya probado aquel extraño guiso sin merma de su integridad física.

En segundo, la continuidad del contacto personal. Cuando se viaja en grupo, uno desayuna, come y cena todos los días con los mismos. Incluso, y creo que no estoy exagerando, se ve obligado a compartir los horarios de visitas a la “toilette”, algo que nadie negará que crea proximidad afectiva o, al menos, afectuosa comprensión. No hay nada tan humano como estas obligadas e íntimas incursiones.

En tercero, la novedad. Tanta interacción provoca descubrimientos inauditos. Uno creía que ya había conocido todo lo que se puede conocer en la vida, cuando de repente aparece ante sus ojos una extraña personalidad que le resulta difícil de catalogar. O, mejor dicho, que no tendría demasiados inconvenientes en tacharla de peculiar si estuviera en su terreno habitual, pero que allí, a kilómetros de casa, resulta interesante.

Pero lo más curioso de este fenómeno es el ingenuo propósito que las nuevas amistades se hacen de mantener aquella nueva relación por los siglos de los siglos amén, ignorando que apenas conocen la más mínima parte de la personalidad de sus nuevos amigos.  Pero qué más da, los he conocido viajando, han resultado unos compañeros de fatigas inigualables y estoy seguro de que esto no es más que el principio de una nueva amistad.

Lo dejo aquí por hoy, porque tengo que llamar sin falta a unos amigos que viven en un pueblo perdido en los montes de Toledo y que acabo de conocer viajando por tierras de Flandes. Es que hemos acordado recorrer juntos aquellas serranías y no puedo faltar a la cita. Hasta ahí podíamos llegar, con lo majos que son.


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