28 de marzo de 2016

Las procesiones de Semana Santa y otras manifestaciones populares

Empezaré por confesar que me siento completamente ajeno a lo que signifique cualquier celebración religiosa, no sólo las católicas, también las de otros credos. Cuando me veo obligado a participar en alguna de ellas porque la inercia social me lo demande, lo hago con respeto, no ya a lo que representan desde un punto de vista confesional, sino a los creyentes que participan en ella a mi alrededor. Incluso, debo reconocerlo, en ocasiones me someto al ritmo litúrgico que imponga la ceremonia, siempre que no obligue a un "postureo" que me resulte excesivamente extraño, como algunas veces sucede. Jamás se me verá arrodillado en una iglesia, aunque sí me pondré en pie cuando la ocasión me lo recomiende.

Pero hay celebraciones religiosas a las que jamás asistiré. Son aquellas que la evolución de las costumbres ha convertido en auténticos espectáculos y las ha alejado por completo del sentido religioso que alguna vez tuvieran. Entre ellas –aunque no son las únicas ni mucho menos- se encuentran las procesiones de Semana Santa, alrededor de las cuales se ha ido formando una cultura popular, más cercana a la idolatría pagana que a las esencias del cristianismo. Los cristos o las vírgenes o las escenas de pasión rivalizan sobre sus tronos de oropel, rodeados de una adscripción sectaria alejada por completo del significado religioso que pretende representar.

Me decía alguien el otro día que, ante los brotes “antiprocesionales” (pido perdón por el barbarismo) surgidos en algunos lugares de España al socaire de los nuevos tiempos políticos, el pueblo llano se ha plantado con energía, sin dejar ninguna posibilidad a los detractores de llevar adelante sus pretensiones revisionistas. Y me lo argüía como prueba de la religiosidad de esos ciudadanos, como demostración del sentimiento religioso que sigue vivo en nuestro país. A mi interlocutor no se le había ocurrido pensar que lo que en realidad sucede es que el pueblo se niega a prescindir de manifestaciones más cercanas al folclore mundano que a la religiosidad.

No voy a ocultarlo: en mi opinión, algunas de estas manifestaciones populares parecen más una pantomima teatral, con un poquito de paripé caló, que fervor cristiano. Hay dos instituciones a las que por distintas razones guardo un cierto respeto. Una de ellas es la Iglesia Católica y la otra las Fuerzas Armadas. A la primera porque me he educado en algunos de sus colegios, aunque no me mantenga entre sus fieles, y porque además son bastantes los que me rodean y siguen sus enseñanzas; y a la segunda porque con el tiempo he llegado a descubrir en ella valores profesionales y utilidades sociales, que considero necesarios en la compleja realidad de nuestros tiempos. Pero ver a las dos mezcladas en una procesión, con legionarios llevando en volandas al Cristo de la Buena Muerte mientras entonan su himno, me produce una cierta desazón. Identificar la muerte del redentor cristiano con la muerte en combate es cuando menos surrealista.

O los encuentros de una virgen con un cristo, agitados los dos convulsivamente en el aire por sus portadores para expresar el júbilo por la resurrección. O los niños sujetos por  arneses a gruesas sogas que cruzan de fachada a fachada, mientras gritan con sus voces infantiles aleluyas que no entienden, para regocijo de sus paisanos y supongo que mucho más de sus progenitores. O  los penitentes que se azotan en público hasta dejarse la piel a tiras. O tantas y tantas escenas populares, algunas tan antiguas que se pierden en el túnel de los tiempos, pero otras nacidas hace unos días como imitación de sus predecesoras.

Yo no pido que todas estas cosas desaparezcan; pero no me queda más remedio que expresar mi convicción de que nada tienen que ver con la religión.

25 de marzo de 2016

Yo también soy Bruselas

Cuando suceden atrocidades de perfil semejante al de los recientes atentados terroristas de Bruselas, cuando los asesinos se ceban en europeos, un clamor de indignación surge de todos los rincones de nuestro continente, pidiendo justicia y solicitando protección eficaz. Es lógico y comprensible, porque los ciudadanos de Europa, acostumbrados a nuestra pacífica vida, alejados de los escenarios de violencia que en el mundo existen, percibimos en esos momentos muy de cerca la barbarie y la iniquidad de unos fanáticos capaces de segar vidas humanas, en aras de no se sabe bien qué ideales.

Lo que ya no es tan lógico ni entendible es que esos mismos ciudadanos permanezcamos impávidos ante las salvajadas que a diario se cometen en tantos y tantos lugares del mundo, muchas de ellas con la colaboración interesada de lo que llamamos mundo occidental. De la misma manera que tampoco es comprensible que los que ahora lloramos la muerte de unos ciudadanos europeos no seamos capaces de adoptar una posición común que permita acoger en nuestros países a los millones de desplazados por esos conflictos y darles la oportunidad que se merecen, como seres humanos, de rehacer sus vidas.

No voy a entrar aquí a discutir las políticas internacionales que practica el mundo occidental en el tercer mundo, porque sería meterme en camisa de once varas. Cualquier cosa que al respecto opine, encontraría fácil réplica con argumentos que se basen en la necesidad de defender nuestro estilo de vida, en la conveniencia de estabilizar los focos conflictivos allá donde se produzcan e, incluso, en la obligación de proteger en sus lugares de origen a las poblaciones afectadas, explicaciones que, no lo voy a negar, estarían en gran medida cargadas de razón, al menos en parte. Por ese motivo no voy a enfocar por ahí mis reflexiones. Me limitaré escuetamente a comentar la miopía de los que sólo se indignan ante los ataques a los suyos e ignoran por completo el sufrimiento de los otros, el dolor de aquellos ciudadanos afectados por la barbarie que ahora mismo se da en tantos lugares del mundo.

Mientras los habitantes del primer mundo no seamos conscientes de las continuas injusticias que se cometen, por acción o por omisión, en los países subdesarrollados, y como consecuencia no exijamos a nuestros mandatarios que pongan fin a tanto agravio, las barbaridades en nuestro suelo se sucederán una tras otra y no habrá manera de frenarlas. Los expertos lo dicen: no hay fuerza en el mundo capaz de derrotar al enemigo en esta guerra asimétrica, donde sus mortíferas armas son fáciles de manejar y cuando los autores de los atentados están dispuestos a inmolarse por docenas. Se perfeccionará la lucha antiterrorista, se mejorarán los sistemas de control de las poblaciones de inmigrantes que los acogen, se coordinarán mejor entre los países afectados los procedimientos preventivos, pero en tanto en cuanto la injusticia no desaparezca de los focos de tensión, será difícil, por no decir imposible, acabar con esta lacra.

Aunque los entienda y los comparta, los gritos de indignación que surgen en Europa tras los atentados que se cometen contra sus ciudadanos se me antojan en cierto modo hipócritas. Debemos indignarnos, claro que sí; pero al mismo tiempo es preciso meditar sobre las causas, para después pedirle a nuestros políticos que cambien de estrategia, que no olviden que quien siembra vientos recoge tempestades. Porque eso es lo que en realidad está sucediendo en el mundo de hoy, debido a la ceguera de unos, a los intereses de otros y al consentimiento de muchos.

Ahora todos somos Bruselas. Seamos también Bagdad, Damasco, Gaza o Alepo.

21 de marzo de 2016

Sociedad, política y destellos deslumbrantes

Me recomendaba el otro día un gran amigo, de los que no gastan palabras inútiles a la hora de dar buenos consejos, que diversificara el contenido de mis entradas en el blog. En su opinión hay muchos temas fuera de la política sobre  los que se puede hablar, no sólo de lo que está sucediendo ahora en España durante este largo proceso poselectoral/preelectoral. Aunque me he propuesto hacer caso en la medida de lo posible de su sabia recomendación, debo confesar que a mí los que de verdad me interesan son los fenómenos sociales y no tanto los políticos. Otra cosa es que los contenidos de estas dos facetas del pensamiento se confundan o se solapen con frecuencia, ya que al fin y al cabo la política no es otra cosa que el conjunto de iniciativas encaminadas a conducir a la sociedad por un sendero determinado.

Lo que está sucediendo en estos momentos en España constituye un auténtico fenómeno social, con apariencia, pero sólo apariencia, de cambio brusco en las políticas tradicionales. Muchas personas de uno u otro lado de la esfera política han sentido de repente, por unas u otras razones, cierto hartazgo político, un fuerte rechazo a lo que hasta hace poco les convencía, admiración desmedida hacia la novedad emergente, hacia unas luces parpadeantes que han deslumbrado sus mentes y en cierto modo confundido, entendiendo aquí por confundir su sinónimo desorientar. No seré yo quien ahora ponga nombres a estos destellos, porque eso sería entrar en política y no voy a caer en la trampa. Son tantos y tan variados los focos resplandecientes que me costaría un gran esfuerzo enumerarlos.

Cuando se analiza este fenómeno a nivel individual –lo que en mi caso equivale a cambiar impresiones con mi entorno más cercano-, se percibe en los deslumbrados un cierto desasosiego, algo así como si fueran conscientes de que han dado un paso adelante bienintencionado, atraídos por una luz cegadora; y ahora, cuando la vista se ha acomodado al resplandor que los cegaba, empezaran a recobrar el sentido de la vista, o al menos a distinguir mejor los perfiles que antes aparecían difusos y quizá por eso tan atractivos. Pero como suele ocurrir cuando las ilusiones aminoran su intensidad, los que han sufrido el fenómeno se agarran con fuerza al espejismo prometedor y se afanan en defender su decisión inicial. Han gastado demasiada fuerza anímica en el empeño y no están dispuestos a rendirse con facilidad.

Lo que sucede es que en ese empeño de “sostenella y no enmendalla” utilizan con frecuencia argumentos contradictorios. Como en definitiva el fenómeno se traduce en el cambio del voto de toda la vida por otro de nuevo cuño, agrandan los defectos de lo anterior hasta límites insospechados, como si las lacras hubieran aparecido de repente y no estuvieran ahí cuando ellos las sostenían con su apoyo incondicional. Se comportan como si de repente hubieran descubierto la verdad reveladora y al mismo tiempo renegaran de su pasado, como si pretendieran no saber nada de lo anterior y quisieran mediante la mutación sobrevenida limpiar un pecado.

Lo que digo no es política sino análisis social. Los cambios han sido tantos y tan drásticos, que aquí no vale aplicar los viejos argumentos que explicaban los movimientos de intención de voto. El prodigio no ha afectado a unos cuantos sino a la sociedad entera. A unos porque han buscado en los destellos emergentes una tabla de salvación y a otros porque los nuevos aires les han reafirmado con más fuerza si cabe en sus predilecciones anteriores. La radicalización se ha extendido por toda la sociedad sin control, como se extienden las mareas negras.  Y como éstas dejará una huella que tardará mucho en desaparecer. Para bien o para mal. Pero en juicios de valor no voy a entrar.

19 de marzo de 2016

Chiclana de la Frontera

Han pasado ya veintiséis años desde que mi mujer y yo “descubrimos” Chiclana de la Frontera, aunque para ser riguroso con la realidad debería decir “nos topamos” con ella. Buscábamos un lugar en la costa donde comprar una casa y, tras eliminar por distintos motivos otros lugares del litoral español –motivos entre los cuales la masificación turística o el clima ocupaban un lugar destacado-, habíamos elegido la provincia de Cádiz, por cuyas playas –concretamente las del Puerto de Santa María- llevábamos brujuleando un par de años. Un amigo gaditano nos aconsejó que si nos gustaba la zona exploraramos las playas que se extienden al sur de la provincia, desde la Bahía hasta el Estrecho. Cuando siguiendo su consejo iniciamos la exploración, nos quedamos enamorados de la primera de las localidades que visitamos, la de Chiclana de La Frontera.

Empezaré por hablar de la distancia a Madrid. En aquel tiempo, 1990, la Autovía del Sur no estaba terminada, y el recorrido, que totaliza algo más de 650 Km, resultaba incómodo, sobre todo si se tiene en cuenta las dificultades que entonces ofrecía la carretera, pero despreciable para unas personas como nosotros que entonces rondábamos los cuarenta y muchos, aunque debo confesar que en aquellas fechas yo ya me consideraba muy mayor para emprender ciertas aventuras de resultado incierto, como suele ser la compra de una segunda vivienda. Hay que ver lo difícil que resulta a cualquier edad ser consciente de las ventajas y de los inconvenientes inherentes a los años que se tienen. Seríamos más felices, o al menos más eficaces, si manejáramos mejor esas percepciones.

Por tanto, la distancia no nos disuadió, sino que incluso la consideramos una ventaja añadida. Cuanto más lejos esté uno del lugar donde vive habitualmente, mayor será el contraste con lo cotidiano, y por tanto muchos más los descubrimientos, las novedades y las posibilidades de disfrute. Claro que es muy posible que esta última consideración no sea aplicable a todo el mundo. Los hay tan aferrados a su entorno que nunca se moverían de su casa. Pero como ese no es nuestro caso, aceptamos encantados el reto de la lejanía.

Acostumbrados como estábamos a las playas del litoral mediterráneo, que durante muchos años habíamos recorrido desde Málaga hasta Gerona, con largos veraneos en algunas de sus playas, nos llamó la atención el tipo de construcción, urbanizaciones en las que no hay alturas que sobrepasen los dos pisos, rematadas por tejados de teja árabe, rodeadas de pinares y zonas ajardinadas, con esa vegetación correspondiente a climas húmedos y a la vez templados, en la que el pino predomina, aunque en curiosa armonía con especies subtropicales, palmeras, mimosas o araucarias.

Las playas nos impresionaron, no sólo por su extensión kilométrica, también por la finura de la arena. Pero sobre todo lo que más nos llamó la atención fue el respeto por el entorno que mostraban los chiclaneros. No sé si habrán sido los políticos, los ecologistas o el carácter de sus gentes, pero las playas se mantenían -y se mantienen- en un razonable estado de virginidad, sin mamotretos arquitectónicos que las afeen, a distancias prudentes de las mareas altas, carentes de la presencia apabullante de la civilización del cemento. Una auténtica delicia para bañistas y para paseantes, una joya para simples espectadores del paisaje.

Hasta los chiringuitos, los entrañables parásitos de las costas españolas, aquí parecen distintos, discretos, bien construidos, limpios y funcionales. Si además en ellos te tomas unos buenos “pescaítos” fritos, o mis preferidos pescados a la plancha, con una cerveza fría entre las manos, mirando el azul del mar, bajo un sol templado que no achicharra, con unas temperaturas que muchas tardes te obligan a ponerte un jersey, se comprenderá que uno haya llegado a tomarle cariños a estos establecimientos y que defienda su permanencia en nuestras playas.

Y los vientos, ese levante que espanta a los turistas, que seca el exceso de humedad, al que unos llaman levantera, con cierta saña, y otros levantito, con cariño. O el poniente fresco que aquí sopla desde el mar y aminora los calores cuando intentan atacar. Aires equilibrados que se turnan para martirio de algunos y deleite de muchos. Es muy posible que sin su existencia esta zona no fuera más que una enorme marisma inhabitable.

Escribo esto desde Chiclana. Es que aquí me olvido de todo lo que no sea este pueblo y estas playas y estas gentes. Porque precisamente para eso vengo.

14 de marzo de 2016

Nada cambiaría si se celebraran unas nuevas elecciones

A corto plazo, por mucho que algunos se empeñen en sostener lo contrario, las figuras del tablero político no se van a mover ni un ápice de las posiciones que ahora ocupan. Un punto arriba, quizá unas décimas abajo; pero, en el caso de que se celebraran unas nuevas elecciones, los cuatro partidos que obtuvieron los mejores resultados en las últimas no cambiarían sensiblemente sus posiciones relativas. Además de que así lo indican las encuestas, basta con cambiar impresiones con los que uno tiene a su alrededor para concluir que todo el mundo cree haber votado lo mejor de lo mejor y que sólo las intransigencias de los demás, no las de los suyos, son las causantes del estancamiento de la situación. Si las adscripciones políticas siempre han contenido una gran dosis de subjetividad, el apego a los tuyos ha aumentado hasta límites insospechados, yo diría que peligrosos. La figura de la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio se pasea sin recato entre nosotros.

Es curioso observar como aquellos que denunciaban el bipartidismo, ahora que han conseguido su objetivo pretenden llevarnos al frentismo, el peor de los antagonismos políticos. Contra el intento de moderación transversal que proponen Sánchez y Rivera, los extremos se desgañitan para atraer las alianzas a su lado en exclusiva, con total y absoluto desprecio a los planteamientos de equilibrio y ponderación que, ahora más que nunca, parece exigir la sociedad. Las izquierdas deben unirse, dicen unos, y las derechas no pueden traicionar sus ideales, pregonan otros. Los argumentos se repiten en los dos lados del espectro político con eslóganes muy parecidos, en un intercambio de acusaciones que enrojecen por burdas y manidas. O acusan a los que intentan salir de este embrollo de ejercer de perro del hortelano o los tachan de haber traicionado los ideales progresistas vendiéndose al capitalismo. Un auténtico esperpento, tan ridículo que a mí me resulta patético.

En más de una ocasión he dicho en estas páginas que, en mi opinión, partiendo del acuerdo alcanzado entre PSOE y Ciudadanos, Podemos podría aportar algunas de sus ideas, no todas como pretenden sus líderes, de la misma manera que no están todas las de los socialista ni las de Ciudadanos. Esa alianza reforzada sería capaz de funcionar perfectamente, pero para ello los de Pablo Iglesias tendrían que aceptar que la composición del Congreso no da para mucho más, porque no pueden exigir ni a los socialdemócratas ni a los conservadores moderados que se apoyen en fuerzas de dudosa constitucionalidad. Por eso, si la izquierda radical se sumara al pacto sin exigencias inaceptables, estarían haciendo un ejercicio de responsabilidad, pragmatismo y saber hacer político. La democracia seguiría funcionando y empezarían a solucionarse muchos de los problemas más candentes de la sociedad. Pero mucho me temo que los tiros no van por ahí. Del PP no hablo, porque en estos momentos, tras haber gobernado durante la última legislatura sin contar con nadie, ningún partido quiere pactar con ellos.

Muchos ciudadanos –ahí están los sondeos de opinión- prefieren un pacto transversal moderado que un frente progresista integrado por fuerzas tan dispares como son el PSOE y Podemos. Lo he dicho también en alguna ocasión: la esencia de la socialdemocracia, a la que parece que algunos han estado votando hasta ahora sin saber lo que hacían, no puede diluirse entre medidas de muy dudosa efectividad social y económica. A mí no me gustaría. Si el PSOE tiene que seguir en la oposición que siga, pero que no venda incondicionalmente su alma al diablo. Si lo hace perderá el apoyo de sus auténticas bases, la de los que creen en el progreso social dentro de un estricto respeto a las reglas del mercado, sin atajos peligrosos ni oídos sordos a la realidad del mundo económico en el que España se mueve. Una cosa es controlar y castigar las desviaciones fraudulentas de los especuladores financieros –léase Lehman Brothers o Bankia- y otra muy distinta mantener posiciones anticapitalistas, sin que se sepa muy bien de qué están hablando. Recuperar las políticas sociales sí, pero arruinar el país con gastos insoportables no.

No ignoro que a algunos lo que digo arriba les sonará a música celestial. Pero si quiero ser coherente con las ideas que mantengo desde hace muchos años no tengo más remedio que decirlo.

12 de marzo de 2016

Ada Colau, las Fuerzas Armadas y la falta de información.

A mí, el breve diálogo entre la alcaldesa de Barcelona y los militares a cargo del stand informativo que Defensa ha instalado en el salón de la Enseñanza que se celebra estos días en aquella ciudad, no me ha parecido ni una falta de respeto a los militares ni mucho menos un ataque a la institución castrense, como algunos representantes de la derecha más reaccionaria se han apresurado a pregonar a los cuatro vientos. El tono fue mesurado y las palabras medidas. Diría incluso que podía advertirse en las dos partes una estudiada cortesía.

Sin embargo, lo que demostró Ada Colau con su intervención fue un total desconocimiento de la realidad actual de las Fuerzas Armadas en nuestra sociedad. En mi opinión se trata de falta de información y no de la manifestación soterrada de cierto antimilitarismo trasnochado, como también he oído decir a otros destacados políticos. Aunque, no lo voy a negar, cabe dentro de lo posible que hubiera algo de esto último.

Las Fuerzas Armadas, que en la actualidad constituyen un colectivo formado por más de ciento treinta mil ciudadanos, se han convertido en un gran centro de formación profesional y de contratación de titulados, una oferta y una demanda pensadas por supuesto para resolver las necesidades de la Defensa, pero sin olvidar, y esto es muy importante y poco conocido, las salidas al mercado de trabajo de los militares cuando dejan de pertenecer a aquellas. No voy a entrar en detalles de la diversidad de títulos superiores, de grado medio o de formación profesional que se adquieren en el interior de la institución, en primer lugar porque la variedad  es tan amplia que  su enumeración no cabría en estas líneas y, en segundo, porque los cambios en los planes de enseñanza se están produciendo con tanta celeridad que a un profano en la materia, como el que escribe esto, le costaría mucho dar explicaciones detalladas. Pero sí me voy a atrever a dar algunas pinceladas.

Desde hace unos años, los oficiales que salen de las academias militares lo hacen, además de con el empleo de teniente -el primero de la larga carrera que les aguarda por delante-, con un título superior otorgado por el sistema general universitario español, concretamente el de Ingeniero, en distintas especialidades, según sean de Tierra, Mar o Aire. Por poner un ejemplo, cualquier oficial del Cuerpo General del Ejército es, además de militar en activo, Ingeniero en Organización Industrial.

Los suboficiales, cuando salen de sus respectivas academias, además del despacho de sargentos –el primer empleo de su carrera militar-, han obtenido alguno de los numerosos títulos que otorga el sistema general de formación profesional en España, en una amplísima variedad, porque también son múltiples las especialidades militares que poseen los integrantes de la Escala de Suboficiales.

Los componentes de la tropa –soldados y cabos- obtienen durante su tiempo de permanencia en sus destinos distintos títulos profesionales, dentro de una oferta amplísima, tan grande como es el número de especialidades que la institución exige a los componentes de la Escala de menor nivel, desde conductores, especialistas en maquinaria de obras públicas o sanitarios de primeros auxilios, hasta informáticos, guarnicioneros o cocineros. Una enorme gama de profesiones, dictada por supuesto por las necesidades de las Fuerzas Armadas, pero que en definitiva enriquecen profesionalmente a los integrantes de este rango y les brinda oportunidades laborales para cuando abandonen los ejércitos.

Si a eso le añadimos las oportunidades laborales que Defensa ofrece a los que ya poseen un título –médicos, odontólogos, farmacéuticos, psicólogos, economistas, abogados, músicos, ingenieros- requisitos necesarios para ingresar en los llamado Cuerpos Comunes de la Fuerzas Armadas, en los de Intendencia o en los de Ingenieros, se entenderá mejor por qué los militares instalan sus stands en determinados ferias o muestras: sencillamente para informar de las oportunidades educativas y laborales que ofrece el Ministerio de Defensa a los jóvenes de nuestro país.

Ana Colau, como muchos de nuestros compatriotas, no debía de conocer estas circunstancias cuando se cruzó hace unos días con el coronel y el teniente coronel que la saludaron. Lamentable, porque una autoridad de este nivel está obligada a estar bien informada y no dejarse arrastrar por prejuicios anacrónicos.

10 de marzo de 2016

Adhesiones y rechazos, agregativos y disgregantes

Cuando se miden los resultados de unas elecciones contando tan sólo los votos a favor, se suele distorsionar la percepción de la realidad política. Oír hablar, por ejemplo, a Mariano Rajoy de los siete millones y medio de electores que depositaron su confianza en el PP, es oír mencionar sólo parte de la verdad. Faltaría añadir que, si tenemos en cuenta el cuerpo electoral completo, que en estos momentos está formado por treinta y cinco millones de votantes, se contabilizan veintisiete millones y medio de españoles que no lo han votado. Si para hacer este cálculo se prefiere tener en cuenta exclusivamente a los que votaron opciones distintas a las suyas, excluyendo por tanto a los que se abstuvieron de acudir a las urnas, estaríamos hablando de la también respetable cifra de dieciocho millones doscientos mil españoles que en las últimas elecciones generales se decidieron por opciones distintas a la que representa  el partido conservador. Por supuesto que este razonamiento es válido para el resto de los partidos políticos, en cifras y proporciones distintas, pero con la misma lógica política y aritmética que he utilizado al referirme al Partido Popular.

Esto significa, entre otras muchas cosas, que nadie en solitario puede arrogarse haber ganado las elecciones. Es preciso acudir a los pactos y a las alianzas para aumentar el número de los que están a favor de una opción determinada, aun en perjuicio de la estricta pureza de sus ideas, y disminuir como consecuencia el de los que la rechazan. Ahí está el quid de la cuestión de lo que está sucediendo en estos momentos en España. El PP no cuenta, aparte de con sus siete millones y medio de votos a favor, con nadie más que quiera apoyar sus pretensiones de volver a gobernar el país. Provoca muchos más rechazos que adhesiones.

El PSOE, además de sus cinco millones y medio  de votos a favor, tras el pacto con Ciudadanos ha ganado el apoyo, o reducido el rechazo si se prefiere, de tres millones y medio de electores, aquellos que votaron a la formación de Albert Rivera. Un total, por tanto de nueve millones de votantes que apoyan esa alianza. Es cierto que no son suficientes para gobernar, pero al menos suman más que los que respaldaron al señor Rajoy y todavía  muchos más que los cinco millones doscientos mil votos que obtuvo Podemos y sus confluencias.

A partir de aquí se pueden hacer cuantas interpretaciones se quiera de la realidad poselectoral, pero se estará uno engañando si sólo se refiere a los votos obtenidos a favor e ignora los no obtenidos y, sobre todo, los que nunca apoyarán a determinadas opciones en concreto. Se puede hablar de derechas, de izquierdas y del sexo de los ángeles, pero sin olvidar nunca los rechazos que provocan determinadas opciones. Éstos son, a la hora de la verdad, más importantes que las adhesiones, porque significan que hay algunos a los que muchos otros no quieren ver ni de lejos.

¿No estaremos en estos momentos asistiendo a un juego de rechazos más que de adhesiones? Que el partido Popular está sufriendo este fenómeno pocos lo dudan, porque ahí están las manifestaciones explícitas de unos y de otros. Nadie quiere apoyarlos, si acaso, como hace Ciudadanos, pedirles que dejen gobernar a otros. Pero de lo que no se oye hablar es del rechazo que suscita Podemos. Sus cinco millones doscientos mil votos a favor están ahí, qué duda cabe, a los que podrían sumarse los novecientos mil de Izquierda Unida. Pero, ¿no estarán los de Pablo Iglesias provocando el rechazo de todos los demás, incluyendo el de la izquierda moderada? Méritos para ello no le faltarían, ni por las formas que utilizan ni por el fondo de algunas de las ideas que defienden.

Permanezcamos atentos a este juego de agregativos y disgregantes, de fobias y de filias, porque quizá nos ayuden a entender mejor el barullo político que estamos sufriendo.

7 de marzo de 2016

Ya tenemos partidismo a cuatro. ¿Y ahora qué?

Decían hace poco que se había acabado la hora del bipartidismo, que unos nuevos aires de frescura barrían la superficie del país y que el viejo estilo, el de la casta, estaba condenado a desaparecer de la política española. Lo coreaban alto, incluso a gritos, hasta el punto de que muchos se convencieron, en muy poco tiempo por cierto, de que esas consignas desterrarían la injusticia, la desigualdad y la pobreza de España. Traían -¡loados sean los portadores!- la hora de la paz social, de la redención de los necesitados, del parabién de todos.

Hubo elecciones y el bipartidismo se convirtió en partidismo a cuatro, con algunos añadidos minoritarios ya existentes. Las urnas han hablado –dijeron entonces los adalides del cambio milagroso- y su mensaje ha sido claro: no se puede gobernar como antes, es preciso desterrar viejas usanzas y ponerse de acuerdo para entre todos sacar a España de la crisis económica, la pérdida de valores democráticos, la corrupción y la vulgaridad cultural en la que los partidos de siempre la han sumido. Todo fueron en aquel momento buenas palabras, guiños seductores, carantoñas y palmaditas en la espalda.

Pero entonces, superadas las primeras impresiones, algunos se pusieron a contar votos y a clasificarlos según colores, y, como no les salían las cuentas, a interpretar las intenciones subyacentes del electorado, a buscar entre tanta maraña aquella lógica política que más favoreciera sus intereses, los de cada uno, por supuesto, porque los de la sociedad podían esperar. Hubo ronda de consultas del rey a los líderes políticos, negativa especulativa de alguno a la oferta de formar gobierno, pasos al frente de otro para intentarlo, e incluso quien se atrevió a presentar su lista de gobierno, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo. De todo hubo, sí señor, como en botica.

Después empezaron las negociaciones, que pronto se convirtieron en un cambio cruzado de acusaciones, desde las de los que volvían a hablar de derechas y de izquierdas con auténtica fruición, demonizando a los adversarios, hasta las de los que en sus arrebatos de rabia incontenible calificaban de corrupción al intento de formar gobierno de quien había aceptado la oferta del jefe del estado. Llegaron más tarde las sesiones de investidura, y las zalamerías se convirtieron en zancadillas, las buenas intenciones en palos en la rueda y las palabras de ánimo en groseros insultos, no sólo a los políticos de turno, también a las bases que los apoyan. Hasta ustedes lo van a entender, decía alguno que iba de sobrado y listo, mientras otros invocaba las manos manchadas de cal, edificantes proclamas que los españoles contemplamos preguntándonos a cuento de qué viene tanta rebaba.  Y, como se sabía de antemano, no hubo suficiente apoyo a la investidura del candidato, para regocijo de algunos y preocupación de muchos.

Así estamos ahora, sumidos en una confusión galopante, sin claras expectativas de salir del entuerto, al mismo tiempo que los que debían resolver el problema tiran cada uno hacia su extremo, entonan soflamas incendiarias, faltan al rigor de la aritmética, en definitiva nos llaman imbéciles a los ciudadanos. Aunque eso sí, el bipartidismo ignominioso ha desaparecido, o al menos eso dicen.

¿Y ahora qué?, me preguntaba en el título. Tengamos un poco de paciencia, mantengamos la esperanza, porque aún hay tiempo para que regrese la cordura.

3 de marzo de 2016

Luces y sombras del debate de investidura

Dicen que sólo se es sincero cuando se juzgan los hechos en caliente. Más tarde, una vez que la mente ha sometido los datos recibidos al control de la razón, es decir, los ha pasado a través del tamiz de los prejuicios adquiridos a lo largo de la vida, se incurre en la falta de franqueza y en la subjetividad. De manera que, por si las cosas fueran como dicen, voy a darme prisa en dejar constancia escrita de las sensaciones que me ha causado el debate de investidura de estos días. Para empezar con un resumen diré que hastío y repugnancia.

Hastío porque ver a los representantes del pueblo soberano enfrascados en sus luchas partidistas, en sus tácticas a corto y en sus estrategias a medio y largo plazo, de espaldas por completo a la realidad social del país y a los verdaderos problemas de sus gentes aburre hasta la saciedad, más por falta de contenido que por repetitivo. Repugnancia porque me produce náuseas comprobar la chabacanería y la ordinariez de acusaciones y reproches, las mentiras y las medio verdades, los comportamientos fuera de tono y las payasadas, mucho más si todo ello sucede dentro del lugar que representa la convivencia civilizada de los ciudadanos.

Creo que estoy siendo muy suave al utilizar el título de este artículo. Quizá encajara mejor el de breves e intermitentes destellos y largas y vulgares groserías durante la sesión investidura. Los besos en la boca de Iglesias a Doménech, la salida del escaño al centro del hemiciclo para recibir con vítores al compañero de fatigas que regresa de la tribuna de oradores, los puños en alto al viejo estilo comunista, toda una elocuente panoplia de actitudes dirigidas no se sabe muy bien a quién, aunque seguro que habrá quien las aplauda. O las alusiones de Rajoy a los toros de Guisando, a los vodeviles, a las imposturas, sólo para regocijo de los suyos, los del hemiciclo, porque seguro que a muchos de sus electores no les habrá  hecho la más mínima gracia. Una falta de rigor intelectual por todas partes que espanta.

El resultado de tanta farándula no ha sido otro que el sabido de antemano, y por consiguiente habrá que seguir esperando, no ya a mañana, que se volverá a interpretar el guion previsto, sino a lo que suceda a partir de la próxima semana, cuando quizá empiecen a moverse algunas piezas del enrevesado tablero del juego de las alianzas. Pero sin esperar a nuevos datos, yo ya he sacado algunas conclusiones marginales que expongo a continuación, aun a riesgo de errar en el diagnóstico, lo que dada la situación sería harto probable.

La primera que me viene a la cabeza es que la escisión de la izquierda es mucho más profunda de lo que la mayoría de los españoles nos imaginábamos. No se trata sólo de diferencias programáticas, sino sobre todo de estilo, entendiendo por tal todo ese conjunto de convenciones que cualquier ser humano ha ido interiorizando en el fondo de su mente hasta convertirlas en la base de su comportamiento en la vida. Si ya existían recelos por parte de la izquierda moderada hacia ésta de nuevo cuño que aspira a conquistar el cielo de una sola tacada, a partir de ayer la desconfianza ha aumentado. Lo he dicho aquí en más de una ocasión: terminarán dándole la victoria a la derecha y las clases más necesitadas del país seguirán como hasta ahora. ¡Qué paradoja!

En cuanto a la derecha, la diferencia de actitud de los nuevos respecto a la de los de toda la vida es mucho mayor de lo que cabría esperar, consecuencia sobre todo de la tolerancia de los últimos hacia la corrupción en sus filas. Mi impresión es que la escisión se ha producido fundamentalmente por esta última causa y que no ha hecho más que empezar. Rivera ha llegado al parlamento, ha sentado sus reales y da la sensación de que le queda mucho todavía por decir. Existe una gran parte del electorado conservador que lo contempla con esperanza.

Seguiremos viendo lo que pasa, aunque quizá ya no lo cuente tan en caliente.

1 de marzo de 2016

Los disputados votos de los señores diputados

Doy por hecho que Pedro Sánchez no conseguirá, en las sesiones del Congreso programadas para hoy y para mañana, apoyos suficientes para lograr su investidura como presidente del gobierno. Me atrevería a decir que este desenlace estaba previsto en el guion desde hace tiempo y por tanto que a nadie debiera sorprenderlo. Lo que no significa que el alboroto mediático por el “fracaso” vaya a dejar de producirse. Rajoy y los suyos dirán aquello de que ellos si cuentan con la solución para sacar a España definitivamente de la crisis y Pablo Iglesias volverá a recordarnos a todos que lo que el país necesita es un gobierno de cambio y no esta chapuza de pacto con Ciudadanos. Yo, desde mi humilde posición de observador, seguiré diciendo digo y de momento no mencionaré a Diego.

Como todos sabemos, a partir de ahora se abre un periodo de dos meses durante el cual los partidos volverán a intentar formalizar nuevos acuerdos. Sólo transcurrido este tiempo, y en el caso de que nadie hubiera logrado los apoyos necesarios para su investidura, habría que repetir las elecciones. Por tanto, todo sigue abierto y los jugadores de este endemoniado juego que se llama negociación tendrán que volver a la cancha. Sin embargo, los puntos de partida ahora habrán cambiado, porque cualquier solución tendrá que con contar con el acuerdo PSOE–Ciudadanos, lo que no significa que éste sea inamovible. Dependerá, como ya se sabe, de las cartas que cada uno guarde en la manga, una de ellas, por cierto, el posible interés en repetir las elecciones.

Si en vez de fijarnos en la letra de las últimas declaraciones de unos y de otros atendemos a la música, o mejor dicho nos fijamos más en lo que no se dice que en lo que se expresa, es posible que lleguemos a la conclusión de que el famoso pacto transversal que preconiza Pedro Sánchez es todavía posible. Yo, al menos, aún no he oído un no tajante a esa posibilidad, aunque sí mucha algarabía alrededor de las inconcreciones que, como todo documento de partida, contiene el famoso acuerdo que han firmado el PSOE y Ciudadanos. Precisamente lo que toca ahora es concretar las dudas y despejar incógnitas, habida cuenta de que en cualquier caso el resultado no dejará satisfechos del todo a todos. Eso, precisamente, es pactar.

El Partido Popular seguirá insistiendo en su propuesta de aliarse con Ciudadanos y con el PSOE, persistencia que raya en el ridículo. No se entiende muy bien qué quiere pactar con el PSOE, al que considera causante de todas las desgracias del país, pretéritas, presentes y futuras. A mí este empeño me parece un insulto a la inteligencia de los españoles. Reconozcámoslo, el PSOE ha sido en esto mucho más coherente desde el principio: con el PP ni en pintura. Sin embargo, el señor Rajoy sigue insistiendo en que está disponible y que sólo tienen que hablar con él y ponerse de acuerdo. ¿En qué?

Asistiré con expectación a las funciones programadas en el Congreso para hoy y para mañana, porque aunque su desenlace se conozca de antemano habrá que estar muy atento al hilo argumental  que utilicen unos y otros, a las frases de doble sentido y a los silencios elocuentes.  Ya sabemos que en política todo es relativo y que nunca se pueden extraer conclusiones de lo que se diga, porque con frecuencia las palabras se las lleva el viento con descaro. Pero aun así, no dejará de ser un espectáculo de los que no suelo perderme.