19 de marzo de 2016

Chiclana de la Frontera

Han pasado ya veintiséis años desde que mi mujer y yo “descubrimos” Chiclana de la Frontera, aunque para ser riguroso con la realidad debería decir “nos topamos” con ella. Buscábamos un lugar en la costa donde comprar una casa y, tras eliminar por distintos motivos otros lugares del litoral español –motivos entre los cuales la masificación turística o el clima ocupaban un lugar destacado-, habíamos elegido la provincia de Cádiz, por cuyas playas –concretamente las del Puerto de Santa María- llevábamos brujuleando un par de años. Un amigo gaditano nos aconsejó que si nos gustaba la zona exploraramos las playas que se extienden al sur de la provincia, desde la Bahía hasta el Estrecho. Cuando siguiendo su consejo iniciamos la exploración, nos quedamos enamorados de la primera de las localidades que visitamos, la de Chiclana de La Frontera.

Empezaré por hablar de la distancia a Madrid. En aquel tiempo, 1990, la Autovía del Sur no estaba terminada, y el recorrido, que totaliza algo más de 650 Km, resultaba incómodo, sobre todo si se tiene en cuenta las dificultades que entonces ofrecía la carretera, pero despreciable para unas personas como nosotros que entonces rondábamos los cuarenta y muchos, aunque debo confesar que en aquellas fechas yo ya me consideraba muy mayor para emprender ciertas aventuras de resultado incierto, como suele ser la compra de una segunda vivienda. Hay que ver lo difícil que resulta a cualquier edad ser consciente de las ventajas y de los inconvenientes inherentes a los años que se tienen. Seríamos más felices, o al menos más eficaces, si manejáramos mejor esas percepciones.

Por tanto, la distancia no nos disuadió, sino que incluso la consideramos una ventaja añadida. Cuanto más lejos esté uno del lugar donde vive habitualmente, mayor será el contraste con lo cotidiano, y por tanto muchos más los descubrimientos, las novedades y las posibilidades de disfrute. Claro que es muy posible que esta última consideración no sea aplicable a todo el mundo. Los hay tan aferrados a su entorno que nunca se moverían de su casa. Pero como ese no es nuestro caso, aceptamos encantados el reto de la lejanía.

Acostumbrados como estábamos a las playas del litoral mediterráneo, que durante muchos años habíamos recorrido desde Málaga hasta Gerona, con largos veraneos en algunas de sus playas, nos llamó la atención el tipo de construcción, urbanizaciones en las que no hay alturas que sobrepasen los dos pisos, rematadas por tejados de teja árabe, rodeadas de pinares y zonas ajardinadas, con esa vegetación correspondiente a climas húmedos y a la vez templados, en la que el pino predomina, aunque en curiosa armonía con especies subtropicales, palmeras, mimosas o araucarias.

Las playas nos impresionaron, no sólo por su extensión kilométrica, también por la finura de la arena. Pero sobre todo lo que más nos llamó la atención fue el respeto por el entorno que mostraban los chiclaneros. No sé si habrán sido los políticos, los ecologistas o el carácter de sus gentes, pero las playas se mantenían -y se mantienen- en un razonable estado de virginidad, sin mamotretos arquitectónicos que las afeen, a distancias prudentes de las mareas altas, carentes de la presencia apabullante de la civilización del cemento. Una auténtica delicia para bañistas y para paseantes, una joya para simples espectadores del paisaje.

Hasta los chiringuitos, los entrañables parásitos de las costas españolas, aquí parecen distintos, discretos, bien construidos, limpios y funcionales. Si además en ellos te tomas unos buenos “pescaítos” fritos, o mis preferidos pescados a la plancha, con una cerveza fría entre las manos, mirando el azul del mar, bajo un sol templado que no achicharra, con unas temperaturas que muchas tardes te obligan a ponerte un jersey, se comprenderá que uno haya llegado a tomarle cariños a estos establecimientos y que defienda su permanencia en nuestras playas.

Y los vientos, ese levante que espanta a los turistas, que seca el exceso de humedad, al que unos llaman levantera, con cierta saña, y otros levantito, con cariño. O el poniente fresco que aquí sopla desde el mar y aminora los calores cuando intentan atacar. Aires equilibrados que se turnan para martirio de algunos y deleite de muchos. Es muy posible que sin su existencia esta zona no fuera más que una enorme marisma inhabitable.

Escribo esto desde Chiclana. Es que aquí me olvido de todo lo que no sea este pueblo y estas playas y estas gentes. Porque precisamente para eso vengo.

2 comentarios:

  1. Maestro, ¿"pescaito" o "pescaíto": diptongo o hiato?
    Angel

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  2. Aprendiz de mucho, eso sí. Teniendo en cuenta que el vulgarismo procede de pescadito por omisión de la d,el acento gramatical recae en la i. Por tanto, para deshacer el diptongo ai y convertirlo en hiato es preciso poner acento gráfico en la i. Ya he corregido el error tipográfico.
    Observo que estás pendiente de estos importantes detalles hasta en Japón. Te honra.

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